Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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38 Una confesión en MySpace

No conocía ninguna forma de entrar en mi edificio que no llamara la atención. La salida que da a la calle trasera sólo se abre desde dentro y las ventanas están a cuatro metros del suelo. Tendría que entrar por la puerta principal.

A aquellas horas de la madrugada, todos los bares y cafés de moda de la zona estaban cerrados. La cafetería de enfrente abriría al cabo de unas horas, pero, en aquellos momentos, la cristalera relucía como un lago negro a la luz de las farolas.

Avancé cautelosamente calle abajo, pistola en mano. No vi a nadie, pero si había profesionales realizando vigilancia, tal vez lo hicieran a distancia. No tenían por qué estar en la calle.

Una rata saltó de un cubo de basura y estuve a punto de gritar. Tuve que detenerme y frenar la oleada de pánico que me había invadido. Sin embargo, no pude contener un pequeño grito. Pasó un coche que dobló a la izquierda por Cortlandt. Le faltaba una luz trasera. Dornick parecía el tipo meticuloso que no te permitiría trabajar para él si a tu coche le faltaba un piloto. ¿O quizás utilizaba un coche como aquél para que pensara que no me estaba espiando?

O quizás… ¡Basta! La Era del Miedo te vuelve loco. Respiré hondo, crucé la calle e introduje el código nuevo en la almohadilla de la puerta. El mecanismo del cierre resolló, como era habitual, y sonó con fuerza en el silencio nocturno. Sin embargo, ya estaba harta de miedo y me dediqué a abrir la puerta con audacia, haciendo una pausa bastante larga entre los números que tecleaba, de modo que si alguien había utilizado un spray ultravioleta, no podría saber cuáles abrían la puerta. Encendí las luces sin preocuparme de que iluminaran la calle y delatasen mi presencia.

La zona de mi oficina todavía tenía un precinto policial en la puerta, pero lo rompí y me sumí en el caos de mi despacho. Por un momento, al ver de nuevo el desorden y la confusión, las fuerzas me flaquearon. Hice un débil intento de arreglar un poco las cosas, metiendo los cajones de nuevo en el escritorio y devolviendo los mapas a las estanterías, pero el caos era tal que me sentí abrumada. Me pregunté a quién podría contratar para que me ayudara, ya que la agencia temporal se había distanciado de mí a la velocidad de la luz.

Intenté recordar la fecha en que Petra había estado en la oficina para utilizar el ordenador, pero sólo tenía una vaga idea. Había sido unas dos semanas antes de la fiesta de recogida de fondos de Navy Pier. Bajé un programa que buscase todos los sitios internet visitados durante esas semanas.

Mientras el programa se ejecutaba, me arrodillé a recoger papeles del suelo. Los agrupé en un montón y los dejé encima del sofá. Uno de los documentos era la transcripción del juicio de Steve Sawyer. Lo hojeé para buscar el nombre de mi padre, pero la palabra Lumumba saltó ante mis ojos.

«Lumumba tiene mi foto», había dicho Steve Sawyer en el estrado.

Lumumba: Lamont, en el código secreto de los Anacondas. Lamont tenía la foto de Sawyer. ¿Qué significaba eso? ¿Era una manera críptica de decir que Lamont lo había delatado? ¿O quería decir que esperaba que Lamont testificara a su favor? Como si decir «Lamont tiene mi foto» significase que Lamont lo apoyara.

Me pregunté si Curtis Rivers interpretaría… ¡Curtis Rivers! Me di una palmada en la frente. Nombres africanos. Kimathi. Así había llamado Rivers al hombre que barría la calle frente a su tienda. Mientras mi programa de búsquedas de internet se ejecutaba, abrí otra ventana del navegador y busqué Kimathi.

Dedan Kimathi, un líder rebelde de Kenia de los años cincuenta. Con una suerte de pavor nervioso, introduje el nombre en las bases de datos del sistema penitenciario de Illinois. Ahí estaba: enero de 1967, condenado por el asesinato de Harmony Newsome, había cumplido cuarenta años y había salido libre en enero del año pasado. No se había beneficiado de la reducción de condena por buena conducta, y se lo aislaba a menudo por episodios violentos sin especificar. Desde que había salido en libertad, vivía en Seventieth Place, en la misma dirección que A medida para sus pies.

Miré la pantalla un buen rato, recordando la furia de Rivers cuando le pregunté dónde podía encontrar a Steve Sawyer y el desdén del Martillo Merton al formularle la misma pregunta.

Tenía el cerebro congelado. No podía concentrarme en esos viejos Anacondas o en las necesidades de la agonizante señorita Claudia. Si Petra no hubiese desaparecido, habría corrido a la tienda de Curtis Rivers y habría esperado hasta que apareciera Kimathi Sawyer. Y entonces los habría convencido enérgicamente de que me contaran lo que le había ocurrido a Lamont Lumumba, pero Petra me fragmentaba la mente y me minaba la energía.

Cerré la ventana del navegador. El programa de búsquedas había terminado, compilando más de mil URL para los diez días que había elegido. Hice avanzar el texto que aparecía en la pantalla, asombrándome de la gran cantidad de tiempo que había pasado en internet.

Tardé unos veinte minutos en encontrar dónde había estado Petra, pero una vez lo logré, seguirla fue pan comido. Había actualizado sus páginas de MySpace. Pero no se había registrado como Petra Warshawski. Su página se llamaba «La Chica de la Campaña».

Tuve que crearme un perfil de MySpace para poder ver el de Petra. Me registré con el nombre completo de Peppy, Princesa Sheherezade of DuPage, e incluso creé una cuenta de correo para ella. Empecé a comprender por qué a la gente le gustaba utilizar aquel sitio. El proceso de inventar una biografía y unos intereses de Peppy, la música que escuchaba -en la actualidad, «You Ain't Nothing But a Hound Dog»-, [2]me llevó lejos de aquella oficina oscura y plagada de desastre y me hizo olvidar mis temores por la seguridad de mi prima. Durante veinte minutos, estuve en un mundo de fantasía de creación propia.

A la Chica de la Campaña le gustaba Urban Angel, de Natalie Walker. Tenía quinientos amigos. Para leer los mensajes que éstos le enviaban necesitaba la contraseña de Petra. Para ello necesitaría unos conocimientos de rastreo informático de los que carecía o más conocimiento del que tenía de la personalidad de mi prima, así que me concentré en las entradas que había escrito en su perfil.

Empezaba explicando que tenía que escribir anónimamente porque trabajaba en una importante campaña para el Senado y que, si decía algo con su propio nombre, o el de su candidato, podían tener problemas los dos.

«Así que, de momento, sólo soy la Chica de la Campaña. Y todos vosotros, amigos míos que estáis ahí afuera, no me jodáis llamándome por mi nombre auténtico a menos que queráis que pierda el empleo. Y eso te lo digo a ti, Hank Albrecht, tú que quieres que gane el viejo y estirado Janowic, por quintuplicado: Mi chico va a ganar al tuyo sin despeinarse. Me he apostado una botella de cerveza.

Busqué a Hank Albrecht, uno de los «amigos» de Petra. Había ido a la universidad con mi prima y estaba en Chicago trabajando para el senador que se presentaba a la reelección.

Al cabo de unos días, Petra escribía sobre el trabajo que realizaba para Brian, al que escrupulosamente sólo llamaba «mi candidato».

Sé que todos los veganos que pasáis por aquí creéis que soy la persona más malvada del planeta, pero me encanta ser la reina de la carne y presentarme en la barbacoa de los domingos bien cargada de chuletas y salchichas. Pero básicamente lo hago por mis compañeros de la campaña. ¿Quién habría pensado que trabajar fuese tan divertido? Rastreo los blogs para ver quién escribe cosas en contra de mi candidato, algo que podría hacer cualquiera sin que el mundo entero se diera cuenta de que eran absolutas mentiras. Pero todas las personas que conocen a mi candidato lo ven como presidente dentro de cuatro años, por lo que tenemos toneladas de medios, dinero y demás. Y yo soy como santa Juana de Arco montada en un corcel, buscando dragones que quieren atacarnos.

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