Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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El Star publicaba una foto de Harmony Newsome con su traje de promoción del instituto, y el pelo alisado cuidadosamente, de modo que le caía en ondas sobre sus hombros desnudos.

No fue la fotografía lo que me sorprendió y me llevó a tirar mi capuccino de contrabando sobre los vaqueros. Fue el pie: HOY EMPIEZA EL JUICIO CONTRA STEVE SAWYER, DETENIDO POR LA MUERTE DE HARMONY NEWSOME.

La columna lateral explicaba que el juicio de Sawyer era la culminación de meses de protesta por parte de los familiares y amigos de la muerta. Desde su asesinato, ocurrido en agosto del año anterior, cada noche se reunían delante de la comisaría de policía del Área 1. A Sawyer lo habían detenido por Año Nuevo, lo que significaba que estaban acelerando el proceso como si fuese un tren bala.

Me recosté en el asiento, intentando imaginar la situación. Steve Sawyer. Aquel debía de ser, o al menos podía ser, el amigo desaparecido de Lamont Gadsden. Leí todos los periódicos y, al final, encontré un pequeño párrafo en el Herald-Star. El 30 de enero, Steve Sawyer había sido condenado por el homicidio de Harmony Newsome. No daba más detalles. No se mencionaba el arma, ni el móvil, ni había, desde luego, ninguna alusión a Lamont Gadsden.

Hice una búsqueda superficial de personas no identificadas. Debido a la nevada, se habían producido bastantes muertes, pero aunque hojeé los periódicos hasta finales de abril, no encontré noticias sobre cadáveres sin identificar.

Mientras volvía a dejar las cajas en los estantes, me vino a la cabeza la señorita Della. Cuando, el día anterior, le había dado ese nombre a Karen, la anciana tenía que saber que Steve Sawyer había sido declarado culpable de homicidio. ¿Por qué no había incluido esa información? ¿A qué venía aquella falta de colaboración en una investigación que ella misma había iniciado? Sin embargo, yo había buscado el nombre de Steve Sawyer, junto con el de Lamont, en las bases de datos del departamento de Instituciones Penitenciarias de todo el país y no había encontrado el nombre de ninguno de los dos. ¿Significaba eso que Lamont también estaba cumpliendo condena en algún sitio?

Me crucé con estudiantes que tenían la cara hinchada de falta de sueño, nerviosos por los exámenes, el empleo o el amor. En el jardín de detrás de la biblioteca vi a una mujer de pelo cano que lanzaba pelotas a su perro. Parecían los únicos seres felices del campus.

Cuando yo estudiaba, la guerra de Vietnam perdía fuelle. Los estudiantes estaban nerviosos por si los reclutaban, pero no me pareció que los chicos de hoy pensaran demasiado en una guerra que se libraba a quince mil kilómetros de distancia. Aquello me llevó a pensar en Lamont Gadsden. Tal vez se había olvidado de decirle a su madre que lo habían reclutado. Sus huesos podían estar pudriéndose en el sudeste asiático.

Antes de ir a la oficina pasé por Lionsgate Manor. La señorita Della abrió la puerta todo lo que daba de sí la cadena, pero no me invitó a entrar. Le pregunté por Steve Sawyer.

– Cuando dio su nombre a la reverenda Karen, ¿no sabía usted que lo habían enviado a prisión?

– No emplee ese tono conmigo, joven. Usted quería los nombres de los amigos de Lamont. Yo le había dicho que a mí no me gustaban. Ahora ya sabe por qué.

– ¿Y qué ocurre con Lamont? -Tuve que hacer un esfuerzo para no gritarle a mi cliente-. ¿Él también está en la cárcel?

– Si supiera dónde está, no le habría pedido que lo buscara.

El toma y daca se prolongó infructuosamente unos minutos más. La anciana ignoraba dónde estaba ahora Steve Sawyer o no quería decirlo, una de las dos cosas, aunque yo no sabía cuál. Al final, me marché maldiciéndolas a ella, a la reverenda Karen y a mí misma por acceder a implicarme en aquel pantanal.

Sin embargo, para acabar de comprobarlo todo, al llegar a mi oficina llamé al Pentágono para preguntar si tenían algún expediente sobre Lamont. No esperaba que me dieran ninguna información, por lo que me sorprendió que la mujer del otro lado del hilo me contara que a Lamont lo habían llamado para ir a la guerra y que le habían dicho que se presentara en el centro de reclutamiento de su barrio en abril de 1967. Oficialmente, seguía figurando como ausente sin permiso.

– No ha tratado de encontrarlo, ¿verdad?

– Oh, querida, por aquel entonces yo ni siquiera había nacido -respondió la encargada de asuntos públicos del Pentágono-, pero supongo, por lo que he leído, que pensaron que era uno de los diez mil chicos que se escondieron, fuese en Canadá o en lo más recóndito de su vecindad. A menos que se cruzaran con el sistema legal en algún sitio, al pedir el carné de conducir o un crédito, o que alguien los delatara, no volvimos a saber nunca de ellos.

Lo cual me dejó donde había empezado, con una información que equivalía a cero. Bueno, eso no era del todo cierto: tenía a Johnny el Martillo para añadir a la mezcla. Y sabía lo que le había sucedido a Steve Sawyer, al menos hasta el 30 de enero de 1967.

EN AUSENCIA DE LA DETECTIVE II

– La señora detective ha venido hoy otra vez. -Della sostenía la mano de su hermana, apretándosela de vez en cuando para asegurarse de que la escuchaba-. Es una chica blanca, creo que ya te lo dije.

Claudia devolvió el gesto con sus dedos deformes. «Sí, te escucho. Sí, me dijiste que es blanca.»

– Ya ha utilizado casi todo el dinero que me avine a darle y no ha descubierto nada.

A Claudia le tembló el lado izquierdo de la boca y unas gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Después de la embolia, lloraba con facilidad. Siempre había sido una mujer emocional. «Una persona tan cariñosa», era la descripción más común que la gente hacía de ella y, debido a ello, Della se sentía más distanciada y amargada con el mundo en general. Claudia, sin embargo, no era una llorona. De muy joven, había aprendido, igual que Della, que las lágrimas eran un lujo que sólo podían permitirse los bebés y los ricos. Si veía un gorrión muerto en la carretera, se le rompía el corazón, pero no lloraba.

Ahora, en cambio, había que cuidar lo que se le decía. Y, a veces, Della se sentía retroceder en el tiempo a cuando tenía cinco años y Claudia era la niña más bonita de la manzana, con aquellos suaves rizos oscuros y una sonrisa con la que se ganaba a todo el mundo en la iglesia. Cuando su madre se iba a trabajar y la abuela Georgette no miraba, Della le robaba la muñeca a su hermana, o le pegaba. Por pura maldad. Lo sabía entonces y lo sabía ahora, pero una a veces se cansaba de ser siempre la juiciosa y responsable.

– ¿Todo bien por aquí? -preguntó una de las auxiliares de enfermería. Las dos hermanas estaban en el soleado porche, una suerte de jardín en la azotea, donde había plantas y una fuente diminuta. El perro que alguien había traído durante la semana como una buena acción bebía de la fuente para delicia de otros pacientes que habían sufrido una embolia, pero Della, cuando estaba allí, no permitía que el animal se acercase a Claudia. No soportaba a los perros. Y tampoco a los gatos. ¿Por qué alimentar y mimar a un animal cuando tantos niños se acostaban con el estómago vacío?

– Si necesito ayuda, ya se lo haré saber -respondió a la auxiliar con frialdad.

La mujer, que también era negra, miró a Della con descaro.

– Su hermana necesita que le sequen las lágrimas. Eso es algo que usted podría hacer, señorita Della, si no quiere verme por aquí. Sin embargo, ya que he venido, lo haré con mucho gusto.

Se agachó junto a la silla de ruedas y le limpió la cara a Claudia con un pañuelo de celulosa.

– ¿Qué le ocurre, querida? ¿Hay algo que pueda traerle?

Como todas las demás personas del planeta, se dirigió a Claudia con una cantinela. Dios pone a prueba a los justos, de eso no cabía duda.

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