Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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– Volveré dentro de diez minutos con un emparedado para usted -le dije.

– Que sea de jamón con pan de centeno, mayonesa, mostaza y sin tomate y le estaré eternamente agradecido, Vic.

El hombre cruzó la calle con pies ligeros en dirección a un café donde había gente sentada en las mesas de fuera.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le pregunté a Petra-. ¿Has vuelto a dejarte las llaves dentro de casa?

– Iba para casa, he visto que tu coche aún estaba en el aparcamiento y he pensado que podrías dejarme tu ordenador un rato. Una media hora, tal vez. Mientras vas a comprarle el emparedado.

– ¿En la campaña de Krumas os han dejado sin conexión a internet?

– No, pero quiero poner al día mis asuntos particulares y la red inalámbrica que utilizaba en mi casa ha desaparecido.

– ¿Has estado robando la señal de un vecino?

– La señal está ahí, eso no es robar -dijo con vehemencia.

Estaba demasiado cansada para discutir y, en realidad, no me importaba. Le di el código que tenía que teclear para abrir la puerta y me aseguré de no haber dejado ningún documento confidencial en el escritorio.

– Acuérdate de apagar las luces cuando salgas, ¿vale? La puerta exterior se cerrará automáticamente, no debes preocuparte de eso.

Me dedicó su sonrisa más grande y radiante y me dio las más efusivas gracias.

– ¿De veras salvaste a ese Elton? ¿Le salvaste la vida?

– Quizá -respondí, avergonzada-. No lo sé. Lo llevé al hospital, pero tal vez se habría recuperado solo. El alcohol le perjudica. Y luchó en Vietnam, lo cual ignoraba hasta que lo recogí de la acera la semana pasada. La guerra destroza la mente de la gente.

– Sí, lo sé. Estrés postraumático. Lo estudié en psicología.

– ¿Brian tiene algún plan para los veteranos?

– Pues claro que lo tiene. -Petra asintió con solemnidad, sintiéndose responsable de su candidato-. Tiene que ser presidente. Cuando Barack Obama termine su mandato, quiero decir, pero si conseguimos que lo elijan senador, hará todo lo que pueda por las personas como Elton.

Había algo en su juventud, en su solemnidad y su fe en Brian Krumas, que me hizo sentir nostalgia de mi propia juventud. Le di un rápido abrazo y fui a comprarle el emparedado a Elton.

Al día siguiente, empecé el baile con el abogado de Johnny Merton. No había en la actitud de Greg Yeoman nada que inspirase confianza, pero traté de proceder cautelosamente. Él era el conducto que me llevaría a entrevistar al jefe de los Anacondas. Cuando me encontré con Yeoman en su despacho del South Side, actuó como alguien que conocía los entresijos del mundo de las bandas y que haría de intermediario por un precio.

– No voy a pagar por el privilegio de hablar con Johnny. Lo único que quiero saber es si accedería a hablar conmigo. Y habida cuenta de las dificultades para las visitas en Stateville, sería mucho más fácil que él me dejara entrar como parte de su equipo de abogados. De esa forma, podríamos reunirnos más fácilmente y hablar con una mínima confidencialidad.

– Sí, señora detective, pero ese tipo de encargos cuesta dinero. Si quiere ver a Johnny enseguida, convendría que usted y yo nos hiciéramos amigos.

Oh, sí, hacernos amigos. Un eufemismo que se utiliza en Chicago para el soborno.

– Al fin y al cabo, los Anacondas aún tienen presencia en la calle y a usted no le gustaría que corriera la voz de que está amenazando a Merton -añadió Yeoman.

– Pero si eso ocurriera, yo sabría adónde acudir en busca de ayuda, ¿no es cierto? -le dediqué una dulce sonrisa.

Él esbozó una que daba a entender lo satisfecho que se sentía de que una mujercita comprendiera lo poderoso que era.

– Si Johnny se entera de que somos amigos, no creo que se llegue a eso, pero no puedo ayudarla a cambio de nada.

– Entonces, esperemos que no se llegue a eso. Y, por supuesto, Lamont Gadsden era muy amigo de Johnny años atrás, cuando protegían al doctor King. A Johnny no le gustaría saber que su propio abogado le impide ayudar a la madre de Lamont en la búsqueda de su hijo desaparecido. -Me puse en pie para marcharme-. Mire, escribiré a Johnny y le pediré que me incluya en su lista de visitas. Si él está dispuesto a darme credenciales de letrada, todo será más fácil. A fin de cuentas, sigo siendo abogada. Pero usted no tendrá que hacer un trabajo que no quiere hacer, así que, no se preocupe. Lo pondré todo por escrito.

Yeoman me miró de una manera que hizo que me alegrara de encontrarme cerca de la puerta, pero dijo que no había ninguna necesidad de tomarse las cosas de una manera tan literal y que cuando fuera a Stateville, el lunes, hablaría con Johnny.

– En ese caso, puedo enviarle esta carta sin corregir ni cambiar nada. -Le tendí una copia de la misiva que había escrito a su cliente. No le dije, por supuesto, que Johnny era la última persona que había visto a Lamont con vida. Me limité a explicar que estaba investigando, contratada por Della Gadsden y su hermana Claudia, y que, dado que Johnny conocía a todo el mundo en West Englewood, esperaba que pudiera darme los nombres de algunas personas con las que hablar.

De regreso a la oficina, me detuve en A medida para sus pies. El hombre al que había visto en mi primera visita barría la acera de nuevo, cantando entre dientes. Tan pronto me vio, sus ojos se agrandaron de pánico y corrió hacia la tienda como una bala.

Cuando entré en el local, lo vi agarrado al delantal de cuero de Curtis Rivers.

– Viene a hacerme daño. Quiere cortarme la virilidad -decía el tipo.

– No, Kimathi, no lo hará porque yo no voy a permitírselo. -Curtis dobló el periódico bajo el brazo y llevó al despavorido individuo a una especie de trastienda.

– ¿Qué le ha dicho a Kimathi para asustarlo tanto? -me preguntó Rivers al regresar, mirándome enfurecido.

– Nada. -Yo estaba atónita-. Me vio y salió corriendo a refugiarse aquí. ¿De qué tiene miedo?

– Si no lo sabe, no le importa en absoluto, así que deje de hacer preguntas, no es cosa suya. ¿Qué quiere, realmente, señora detective Warshawski? ¿A quién protege, a quién quiere hacer daño, a quién encubre?

En la tienda no había nadie más. Me senté en uno de los pequeños taburetes que había junto al tablero de ajedrez.

– ¿A qué viene eso? Ya le dije lo que quería y a quién buscaba. ¿Por qué cree que mis objetivos son otros?

– Bien dicho. La indignación del inocente. Estoy impresionado.

Entrelacé los dedos debajo de la barbilla y lo miré fijamente.

– Usted protege a ese tipo que ronda por su tienda. Me gustaría convencerlo de que no estoy aquí para hacer daño a nadie.

Rivers descargó un golpe con el periódico en el pequeño espacio que nos separaba.

– No puede convencerme.

– Pero empiezo a pensar que sabe adónde fue Lamont Gadsden hace tantos años. ¿Es su madre la que lo ha enojado a usted? Es una mujer difícil, lo sé. ¿Existe algún secreto de los viejos tiempos que yo desconozca?

– Me parece que he dicho más de lo que usted necesita saber. -Se puso en pie y pasó al otro lado del mostrador.

– Rose Hebert lo vio entrar en el Waltz Right Inn después de que Lamont lo hiciera con Johnny Merton, la noche antes de la gran nevada. Ésa fue la última vez que sus conocidos lo vieron con vida.

– ¡Sé que miente! -Golpeó el mostrador con un puñado de herramientas-. ¿Rose Hebert en el Waltz Right Inn? Ahí se ha pasado, señora.

– Si escuchase con más atención, no sacaría conclusiones precipitadas -repliqué con una sonrisa de mis finos labios-. Yo no he dicho que la señora Hebert estuviera en el bar. He dicho que lo vio entrar. Igual que vio que Lamont y el Martillo entraban unos minutos antes; lo vio, deseando poder participar de los buenos momentos como todos los demás.

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