Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Yo había asistido a tantas fiestas de aquéllas que no me inmuté, pero el señor Contreras se ilusionó con la invitación. Un pase para un acto de altos vuelos. Eso haría aumentar su prestigio en sus visitas semanales al albergue, donde se reunía con sus antiguos compañeros sindicalistas para jugar al billar.

– ¿Necesitaré un esmoquin o algo? -preguntó el hombre, preocupado, cuando nos disponíamos a marcharnos.

– Póngase el mono de trabajo y la insignia del sindicato. Seguro que Krumas quiere aparecer como el candidato de los trabajadores -le aconsejé.

– ¡Vic! No seas tan cínica -me riñó Petra-. Pero, tío Sal, ¿es verdad que tienes una insignia sindical?

– No, pero gané la Estrella de Bronce, ¿sabes? Me hirieron en Anzio.

– Oh, ponte las condecoraciones. ¡Sería fabuloso! Pasaré antes por tu casa a cortarte el pelo. Kelsey y yo aprendimos a manejar las tijeras en África, acicalándonos la una a la otra.

Mientras regresábamos a casa, el señor Contreras se rió por lo bajo.

– Menuda muchacha, tu prima. Podría seducir a una piedra. Y tú deberías aprender de ella, ¿sabes?

– ¿Aprender a seducir? -Volvieron a mi mente los recuerdos de aquella tarde, de mi antiguo supervisor diciéndome que «mostrase mis encantos». -¿Cree que soy demasiado arisca?

– No te vendría mal sonreír más a la gente. Ya sabes lo que dicen, muñeca: con miel, se atrapan más moscas.

– Eso suponiendo que una quiera que la casa se le llene de moscas…

Esperé a que abriera la puerta y luego saqué a los perros para dar una última vuelta a la manzana.

¿Habría seducido Petra a Curtis Rivers? ¿Habría logrado que le dijera todo lo que sabía sobre Lamont Gadsden? Intenté imaginarme entrando en la tienda de Rivers con unas alegres carcajadas cosquilleándome en la garganta. Era más fácil imaginarme bailando un zapateado hacia atrás y con tacones altos.

Me serví un whisky y vi unas cuantas entradas del partido de los Cubs contra San Francisco. El juego del lanzador, el tendón de Aquiles perenne de los Cubs, empezó a asomar de nuevo su fea cabeza. Me acosté mientras mi equipo perdía por tres carreras en la quinta.

Estaba en medio de una horrible pesadilla en la que Petra reía sonoramente y un enjambre de moscas se me colaba por el escote, cuando me rescató el timbre del teléfono. Con el corazón desbocado, me senté y respondí.

– ¿Es la detective?

Era una mujer de voz suave y profunda pero, como yo estaba grogui, no fui capaz de identificarla. Miré el reloj. Eran las tres de la madrugada.

– Siento haberla despertado, pero he estado pensando en Lamont. Si dejo pasar un día más, tal vez no tenga el coraje de llamarla por segunda vez.

– Rose Hebert -dije su nombre en voz alta al reconocerla. -Sí, ¿qué quiere contarme de Lamont?

Una pausa, una respiración honda, los preparativos de la zambullida.

– Esa noche lo vi.

– ¿Qué noche? -Me apoyé en el cabezal de la cama, doblé las rodillas, puse la barbilla encima y traté de despertarme.

– La noche que se marchó de casa. El veinticinco de enero.

– ¿Quiere decir que Lamont fue a verla cuando dejó la casa de su madre?

– No, no vino a verme -dijo apresuradamente. De fondo, se oían los sonidos del hospital, los timbres que no cesaban, las sirenas de las ambulancias-. Yo había salido de la iglesia, del servicio de los miércoles. Papá tenía una reunión con los diáconos y me quedé sola y fui a dar un paseo. Hacía una temperatura tan agradable, ¿se acuerda?

La temperatura récord en un mes de enero que se dio justo antes de la gran nevada. Todas las personas que vivieron el episodio todavía se maravillan de ello.

– Fui a ver si encontraba a Lamont. Me sentía tan confusa que quería verlo. Y yo fingía que lo buscaba por asuntos relacionados con la iglesia; me engañaba, como hace usted, y me decía que quería que se uniera al grupo de jóvenes de la comunidad, que nos contase qué se sentía trabajando junto al doctor King, aun cuando papá desaprobaba que las iglesias se involucraran en la acción social.

Emitió un suspiro tembloroso, casi un sollozo, y añadió:

– Necesitaba verlo, que me acariciara de nuevo como había hecho aquel verano. Pero, como ya he dicho, fingía que me impulsaba una razón mucho más grande y pura.

Después de confesar aquel recuerdo que la avergonzaba, su respiración se volvió más tranquila y su voz recobró la profundidad.

– Lo encontré, es decir, lo vi, en la esquina de la Sesenta y tres con Morgan. Estaba con Johnny Merton e iban a entrar en el Waltz Right Inn. ¿Se acuerda de ese viejo local de blues? Hace veinte años que no existe pero, en aquella época, era el centro de entretenimiento de mi barrio. No era un sitio para mí, pues yo era la hija del pastor Hebert, pero allí acudía toda la juventud que estudiaba en el instituto conmigo…

– ¿Y Johnny y Lamont, qué hacían? -pregunté cuando se interrumpió.

– ¡Oh, no pude seguirlos! Mi padre se habría enterado al minuto. Me senté en la acera de enfrente y vi entrar y salir a chicos y chicas que conocía de toda la vida. Los miércoles era la noche de ir a la iglesia, pero también era la noche de las jam-sessions. A veces venían Alberta Hunter, Tampa Red, todos los grandes nombres, que tocaban con gente que empezaba. No sabe las ganas que tenía de ir allí en vez de a la iglesia. -El teléfono vibró de la pasión que había en su voz.

– ¿Vio salir a Johnny Merton y a Lamont?

– Papá me encontró antes de que Lamont saliera. Estaba sentada al otro lado de la calle, con el abrigo, aunque la temperatura seguía siendo muy alta. En enero, en mi familia, había que salir a la calle con abrigo. Pensé, menuda estupidez, dieciséis grados y yo con esta cosa gruesa de lana, y entonces llegó papá. Me pegó, me dijo que era una indecorosa, una pecadora, que los avergonzaba, a él y a Jesús, perdiendo el tiempo a la puerta de un bar como una mujer de la calle.

Las palabras salían de su boca como una manguera que me empapaba con su fuerza.

– Al día siguiente cayó la gran nevada. Por la mañana, fui al colegio, aunque tenía toda la cara hinchada y amoratada de los golpes que me había dado papá. Y agradecí tanto el temporal… Tuvimos que quedarnos a dormir en la escuela dos días. Dormí en el suelo, con todas las otras chicas. Ha sido la única vez en mi vida que fui una más. Blancas, negras, todas tumbadas en la oscuridad, hablando de las familias y los novios respectivos… Yo incluso conté que Lamont era mi chico… Bien, y cuando pasó el temporal y volví a casa, Lamont se había ido. Que yo sepa, nadie volvió a verlo. Y no podía ir a preguntarle a Johnny Merton. Alguien se lo habría contado a papá y yo no quería recibir otra…

«Otra paliza», dije para mis adentros cuando ella se quedó a media frase.

– ¿Preguntó por Lamont a alguno de sus amigos, a alguien que supiera de qué había hablado con Merton?

– Sí, pero lo hice pasado un tiempo. Primero, al no verlo nunca, pensé que me evitaba y que Dios me castigaba. Estaba tan confundida que no sabía si Dios me castigaba por no haberme fugado con Lamont cuando me lo pidió el septiembre anterior, o por dejar que me tocara… -Rose soltó una risa llena de vergüenza-. Finalmente, le pregunté a Curtis Rivers, pero eso fue al cabo de un mes o un mes y medio, y él estaba tan perplejo como yo por su desaparición.

– ¿Pertenecía Curtis Rivers a los Anacondas? -inquirí.

– Nunca supe quién pertenecía a la banda y quién no. Yo era la hija del predicador, la chica estirada, y no hablaban conmigo de la misma forma que hablaban con las otras chicas del barrio. Me parece que Curtis no era de los Anacondas. En cualquier caso, en mayo de aquel mismo sesenta y siete lo enviaron a Vietnam. Era un chico en el que todo el mundo confiaba: los miembros de las bandas, la gente normal… Curtis era un tipo honrado. Ojalá me hubiera enamorado de él y no de un chico malo de la calle como Lamont…

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