Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Estaba estudiando la descomposición de los beneficios por productos, y sintiendo un algo de satisfacción de propietario ante el buen comportamiento de la xerxina, cuando la pulida recepcionista me llamó: el Sr. Redwick iba a recibirme. La seguí hasta la tercera de una fila de puertas en un pasillito a espaldas de su mesa. Tocó con la mano y abrió, después regresó a su puesto.

El Sr. Redwick se levantó detrás de su mesa para alargarme la mano. Era un hombre alto y bien acicalado aproximadamente de mi edad, con ojos grises y distantes. Me estudió sin sonreír mientras nos estrechábamos las manos y pronunciábamos los saludos de rigor, después señaló hacia un pequeño tresillo junto a una pared.

– Tengo entendido que usted cree que el Sr. Humboldt quiere verla.

que el Sr. Humboldt quiere verme -le corregí-. No estaría usted hablando conmigo si no fuera así.

– ¿Con qué motivo cree que quiere verla? -apretó las yemas de los dedos entre sí.

– Me ha dejado un par de mensajes. Uno en la agencia de seguros de Art Jurshak, el otro en el Banco Metalúrgico de Chicago Sur. Ambos mensajes eran muy urgentes. Por eso he venido en persona.

– ¿Por qué no me dice lo que decían, y entonces podré juzgar si es o no necesario que hable con usted personalmente o si puedo yo ocuparme del asunto.

Sonreí.

– O goza usted de la absoluta confianza del Sr. Humboldt, en cuyo caso ya sabrá lo que decían, o no; en cuyo caso él preferirá con seguridad que no se entere usted.

La mirada distante se volvió aún más fría.

– Puede creer sin lugar a dudas que cuento con la confianza del Sr. Humboldt; soy su auxiliar ejecutivo.

Bostecé y me levanté para examinar un cuadro de la pared frente al sofá. Era un dibujo satírico del Trust Petrolero realizado por Nast, y en la medida en que mi mirada inexperta podía discernirlo, parecía un original.

– Si no está dispuesta a hablar conmigo, va a tener que marcharse -dijo Redwick secamente.

No me volví.

– ¿Por qué no pregunta primero al hombre fuerte; infórmele de que estoy aquí y poniéndome nerviosa.

– Ya sabe que está aquí y me pidió que la recibiera yo.

– Qué difícil es cuando las personas de carácter discrepan tan violentamente -dije pesarosa, y salí de la habitación.

Caminé deprisa, probando todas las puertas con que topaba, sorprendiendo a una serie de atareados asistentes. La puerta del fondo abría la cueva del hombre fuerte. Una secretaria, presumiblemente la Srta. Hollingsworth, levantó la cabeza extrañada de mi presencia. Antes de que pudiera formular una sola protesta, me había introducido en la cámara interior. Redwick me pisaba los talones, intentando agarrarme por los brazos.

Al otro lado de la puerta de caoba, en medio de toda una colección de muebles de oficina antiguos, estaba Gustav Humboldt, sentado con un documento sin abrir sobre las rodillas. Dirigió la mirada detrás de mí, hacia su auxiliar ejecutivo.

– Redwick. Creí haber dejado muy claro que no permitieran a esta mujer molestarme. ¿Es que ha llegado a la conclusión de que mis decisiones no tienen ya autoridad?

Con considerable disminución de su distante postura, Redwick intentó explicarle lo ocurrido.

– Realmente hizo todo lo que pudo -intervine yo compasiva-. Pero yo sabía que en el fondo se arrepentiría usted eternamente si no hablaba conmigo. Verá, acabo de venir del Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito, de modo que ya sé que fue usted quien presionó a Caroline Djiak para que me despidiera. Y además está el asunto del seguro médico y de vida que Art Jurshak ha estado gestionándole. No me parece el garante más apropiado, un hombre que se entiende con tipos como Steve Dresberg, y el inspector de seguros del Estado de Illinois probablemente coincidiría conmigo.

Estaba pisando terreno muy resbaladizo, porque no estaba segura de lo que el informe significaba. Era evidente que para Nancy era un bombazo, pero tan sólo podía conjeturar la razón. Continué trenzando posibilidades, dejando caer referencias a Pankowski y Ferraro, pero Humboldt se negó a morder el anzuelo. Caminó hacia su mesa y cogió el teléfono.

– ¿Por qué me mintió sobre el pleito? -proseguí en tono conversador cuando hubo colgado-. Comprendo que tener un gran ego es un sine qua non para alcanzar el éxito en la escala suya, pero tiene que ser muy miope para creer que iba a aceptar su palabra no contrastada sobre el asunto. Habían estado pasando demasiadas cosas en Chicago Sur para que yo no recelara de un jefazo de alto voltaje que…

Fui interrumpida por nuevas presencias: tres guardias de seguridad. No pude evitar sentirme halagada porque Humboldt creyera que hacían falta tantos hombres para sacarme de su edificio; uno sólo de aquel tamaño y aparente musculatura habría bastado dado el estado en que me encontraba. No tenía ánimos para hacer una exhibición de arrestos y me fui sin protestar.

Cuando me hicieron salir de la habitación -con más fuerza de la que realmente era necesaria- grité por encima del hombro:

– Vas a tener que buscarte ayuda más competente, Gustav. Los tipos que me tiraron a la Laguna del Palo Muerto están detenidos y es sólo cuestión de tiempo que se busquen una defensa diciendo a la policía quién les contrató.

No me respondió. Cuando Redwick cerró la puerta tras nosotros, sin embargo, oí a Humboldt decir:

– Alguien va a tener que hacerme el favor de callar a esa zorra metomentodo.

En fin, aquello parecía anular mi idea de volver a beber su excelente coñac nunca más.

35.- Intercambios verbales en la fuente de Buckingham

Eran algo más de las once cuando los gorilas terminaron su labor de hacerme salir del zoológico, hora de ponerme al habla con el joven Art. Estaba a poca distancia de mi oficina, pero quería perder de vista el Edificio Humboldt cuanto antes. Pagué los ocho dólares que me costó el privilegio de aparcar junto a él durante una hora y trasladé el coche a un garaje subterráneo.

Había olvidado que el Sr. Contreras había forzado la puerta de mi oficina el viernes por la noche. Se había empleado a fondo. Primero había destrozado el cristal con la esperanza de poder alcanzar la cerradura de dentro. Cuando comprobó que era un cerrojo de seguridad que se abría con llave, había roto metódicamente toda la madera de alrededor y lo había arrancado de la puerta. Rechiné los dientes ante aquel panorama, pero no creí que tuviera ningún sentido mencionarlo cuando hablara con el viejo. Sería más fácil buscar a alguien que lo reparara en lugar de tener que someterse a su retahíla de remordimiento; y mucho más fácil contratar a un profesional que pasar por la agonía de observar al Sr. Contreras mientras lo arreglaba.

Art se puso al teléfono inquieto. Había hablado con su padre, pero quería decirme que, desde luego, aquella se la debía. Había sido un auténtico infierno tener que negociar con Art el Viejo. Sí, sí, había conseguido que el hombre accediera a venir a la fuente, aunque había dicho que no podría llegar antes de las dos y media. Habían hecho falta grandes dosis de incienso; su padre le había presionado increíblemente para enterarse de dónde estaba alojado. Si me hacía idea de lo difícil que era resistirse al viejo Art, podría al menos tratarle con algo más de respeto.

– ¿Y no se te ocurre ningún sitio mejor para mí que éste? Este señor no me deja en paz. Se comporta como si yo fuera un crío.

Yo respondí en tono más tranquilizador de lo que sentía:

– Y si quieres realmente marcharte a otro sitio, no tengo nada que objetar. Veré si puedo arreglar algo con Murray Ryerson en el Herald-Star cuando hable con él esta tarde. Claro que querrá alguna historia a cambio.

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