Sara Paretsky - Golpe de Sangre

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Victoria Warshawski debe averiguar quién es el padre de su amiga Caroline. Pero nadie quiere oír hablar de ello y su investigación choca con un extraño miedo al pasado en una truculenta historia de crimen y seducción familiar.
Golpe de sangre es una novela en la más pura tradición del género policíaco, pero también, como siempre en su autora, una profunda mirada sobre la corrupción, el escándalo político y los dramas de familia.
Victoria Warshawski, universitaria y radical, divorciada y treinteañera, hija de un policía de origen polaco y de una emigrante italiana que quiso ser cantante de ópera, es ya uno de los personajes más fascinantes de la novela negra.

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Mientras duró la comida consideré mentalmente varias formas de aproximación a Pankowski y Ferraro. Si estuvieran casados, las mujeres en casa, niños, no querrían saber nada de Louisa Djiak. O quizá sí. Quizá les devolviera a los felices días de antaño. Finalmente decidí que tendría que guiarme por el olfato.

La casa de Steve Ferraro era la más cercana al restaurante, de modo que me dirigí allí en primer lugar. Era una más de las interminables formaciones de casitas individuales del Sector Este, pero algo más destartalada que la mayoría de sus vecinos. Mi ojo crítico de ama de casa advirtió que el porche no se había barrido recientemente, y a la contrapuerta de cristal no le habría venido mal un fregado.

Pasó un intervalo de tiempo largo después que hube llamado al timbre. Volví a apretarlo y estaba a punto de marcharme cuando oí la cerradura de la puerta interior. En ella apareció una mujer mayor, de poca estatura, de cabello ralo y aspecto amenazador.

– Sí -dijo con una sola sílaba brusca y con fuerte acento.

Scusi -dije yo-. Cerco il signor Ferraro.

Su rostro se iluminó marginalmente y me contestó en italiano. ¿Para qué lo quería? ¿Un pleito antiguo por el que al fin iban a pagarle? ¿A él o a sus herederos?

– Sólo a él -dije firmemente en italiano, pero se me cayó el alma a los pies. Sus siguientes palabras confirmaron mis temores: il signor Ferraro era su hijo, su único hijo, y había muerto en 1984. No, no se había casado. En una ocasión habló de una chica compañera de trabajo, pero madre de dio, la muchacha tenía un hijo; fue un alivio que aquello no prosperara.

Le entregué mi tarjeta, con el ruego de llamarme si se le ocurría alguna otra cosa, y me puse en camino hacia la Avenida Green Bay sin grandes esperanzas.

Otra vez abrió la puerta una mujer, esta vez más joven, quizá incluso de mi edad, pero excesivamente gruesa y estropeada para poder estar segura. Me dirigió la mirada fría de pez reservada para los representantes de seguros y los Testigos de Jehová y se dispuso a cerrarme la puerta en las narices.

– Soy abogada -dije rápidamente-. Busco a Joey Pankowski.

– Vaya una abogada -dijo con desdén-. Pues pregunte por él en el Cementerio Reina de los Ángeles. Allí es donde ha pasado los dos últimos años. Por lo menos eso ha contado. Conociendo a ese sinvergüenza, probablemente hizo que se moría para irse por ahí con su última querindanga.

Parpadeé levemente ante aquella andanada.

– Lo siento, Sra. Pankowski. Es un antiguo caso que ha tardado bastante en resolverse. Cuestión de unos dos mil quinientos dólares, no vale la pena que se moleste.

Los ojos azules se le hundieron casi en las mejillas.

– No tan deprisa, señora. Esos dos mil quinientos que tiene es un dinero que me merezco yo. Dios sabe que he sufrido mucho con ese sinvergüenza. Y cuando se murió ni siquiera tenía seguro de vida.

– No sé -dije puntillosa-. Su hijo mayor…

– El pequeño Joey -dijo con presteza-. Nacido en agosto de 1963. Está en el servicio militar. Podría guardárselo hasta que vuelva a casa el próximo enero.

– Me dijeron que había otro hijo. Una niña nacida en 1962. ¿Sabe algo de ella?

– ¡El muy cerdo! -chilló-. ¡El muy cerdo embustero y tramposo. Me jodia cuando estaba vivo y ahora que se ha muerto sigue jodiéndome!

– ¿O sea que sabe lo de la niña? -pregunté, sorprendida ante la idea de que mi pesquisa pudiera haber concluido tan fácilmente.

Movió la cabeza negativamente.

– Pero conozco a Joey. Pudo haber tenido una docena de hijos antes de preñarme a mí con el pequeño Joey. Si esa joven se cree que es la primera, lo único que puedo decirle es que mejor haría en poner antes un anuncio en el Heraldo del Pequeño Calumet.

Saqué un billete de veinte dólares del bolso y lo sostuve en la mano con indiferencia.

– Probablemente podríamos adelantarle algo del pago. ¿Sabe de alguien que pudiera decirme con certeza si tuvo otros hijos antes del pequeño Joey? ¿Un hermano, quizá? ¿El cura?

– ¿Cura? -rió cascadamente-. Tuve que pagar extra simplemente para que me dejaran llevar sus huesos al Reina de los Ángeles.

Pero estaba devanándose el cerebro, intentando no mirar directamente al dinero. Al fin dijo:

– ¿Sabe quién podría saberlo? El médico de la fábrica. Tenía charlas con ellos todas las primaveras, les sacaba sangre, les hacía el historial. Joey dijo una vez que sabía de todos ellos más que Dios.

No pudo decirme su nombre; si Joey lo había mencionado en alguna ocasión no sería normal que lo recordara después de tanto tiempo, ¿verdad? Pero tomó el dinero con dignidad y me pidió que volviera si pasaba por allí.

– No espero ver el resto -añadió con inesperada jovialidad-. Sabiendo lo que sé de ese sinvergüenza. Si mi padre no le hubiera obligado, no se habría casado conmigo. Y entre usted y yo, mejor me habría ido.

8.- El buen doctor

Louisa y Caroline volvían del centro de diálisis cuando pasé a verlas. Ayudé a Caroline a colocar a Louisa en la silla de ruedas para cubrir el corto camino hasta la puerta. Diez minutos de esfuerzo laborioso tardamos en subirla los cinco escalones, mientras se apoyaba pesadamente en mi hombro para impulsarse en cada ascenso y descansaba después hasta volver a tomar aliento para el siguiente.

Cuando estuvo metida en la cama, su respiración había pasado a un jadeo entrecortado y estertoroso. Me alarmó un poco aquel ruido y el tinte amoratado bajo su piel cérea y verdosa, pero Caroline la trataba con una eficiencia alegre, dándole oxígeno y masajes en los hombros huesudos hasta que pudo volver a respirar sola. Por mucho que me irritara Caroline, no podía por menos que admirar su inquebrantable buena voluntad en el cuidado de su madre.

Me dejó sola con Louisa mientras se preparaba algo ligero de comer. Louisa estaba adormilándose, pero recordó al médico de Xerxes con una risita ahogada: Chigwell. Le llamaban Chigwell el Chinche porque siempre les estaba chupando la sangre. Esperé hasta que estuvo profundamente dormida antes de liberar mi mano de la presión de sus dedos huesudos.

Caroline daba vueltas por el comedor, con su cuerpo menudo vibrando de ansiedad.

– He querido llamarte todos los días, pero me he forzado a no hacerlo. Especialmente la semana pasada cuando mamá me dijo que habías pasado a verla y te había ordenado que no lo buscaras -estaba comiendo un sándwich de mantequilla de cacahuete y le salían las palabras confusamente-. ¿Te has enterado de algo?

Moví la cabeza.

– He rastreado a los dos tipos que mejor recuerda Louisa, pero han muerto los dos. Es posible que uno de ellos pudiera ser tu padre, pero no tengo realmente modo de saberlo. Mi única esperanza es el médico de la compañía. Al parecer solía compilar datos abundantes sobre los empleados, y la gente dice al médico cosas que no diría a nadie más. Hay también un dependiente que trabajaba en el ultramarinos de la esquina hace veinticinco años, pero Connie no logró recordar su nombre.

Advirtió mi tono de duda.

– ¿No crees que fuera ninguno de esos tipos?

Fruncí los labios, intentando expresar mis dudas con palabras. Steve Ferraro había querido casarse con Louisa, con criatura y todo. Ello parecía indicar que la había conocido después del nacimiento de Caroline, no antes. Joey Pankowski podría, en efecto, haber sido la clase de tipo que hubiera dejado a Louisa embarazada y la hubiera abandonado después sin más averiguaciones. Eso encajaría. El ambiente represivo de la casa, la total ignorancia sobre el sexo de Connie y Louisa, podría muy bien haberse encandilado con algún tarambana. Pero en ese caso, ¿por qué se descomponía ahora de tal manera? A menos que hubiera absorbido el radical temor al sexo de los Djiak hasta tal punto que el solo recuerdo de aquello la aterrara. Pero eso no encajaba con el recuerdo que yo guardaba de Louisa joven.

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