Sophie Hannah - No es mi hija
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– ¿Regresamos al secuestro? -dijo Proust fríamente. Charlie se preguntó qué estaba pensando.
– Indirectamente, fui la causa de la muerte de Laura, eso lo acepto -dijo Vivienne-. La noche de su asesinato recogí a Félix de la guardería. Sin permiso de Laura. Ella jamás me habría dado permiso, y se me hacía totalmente insufrible no poder ver a mi nieto sin el ferreo control de mi nuera. Así que lo secuestré. Fue asombrosamente fácil. Los adolescentes de su guardería me lo entregaron sin decir palabra. Desdichado lugar -murmuró-. Soy consciente que lo que hice probablemente esté contra la ley y de que no haberlo realizado Laura no habría venido aquí la noche que la mataron. Hoy estaría viva. Venía a rescatar a su hijo de su abuela malvada, eso era lo que pensaba de mí. No la dejé llevárselo ni la dejé pasar. Ni siquiera entró a la casa esa noche, sargento. Así que deténgame por mentirle a la policía, deténgame por haberme llevado a Félix, pero me niego a aceptar ninguna responsabilidad moral por el asesinato de Laura. Fue su propio comportamiento irracional lo que me incitó a actuar de ese modo. -Levantó la barbilla desafiante, orgullosa de su discurso, la postura de principios que había adoptado.
– ¿Dónde están Alice y Florence? -preguntó Proust-. Usted sabe dónde están, ¿verdad?
– No, no lo sé.
– ¿Podemos revisar su propiedad? -preguntó Charlie.
– Sí. ¿Se me permite preguntar por qué siente esa necesidad?- Su voz se endureció con sarcasmo-. Todavía tengo a Félix, si es lo que están buscando. Vive aquí ahora. Legalmente. Legítimamente. -Alisó su falda-. Si eso es todo, los dejaré para que salgan solos. Tengo una cita en mi gimnasio para una manicura dentro de quince minutos. Les aconsejo que dejen de inventar teorías ridículas y vuelvan a buscar a mi nieta -dijo tranquilamente al salir de la habitación.
Charlie apretó con fuerza su mandíbula cerrada. ¿Por qué siempre acababa sintiéndose como una alumna indisciplinada cuando le hablaba esta mujer? Y mejor prescindir de la mirada que Proust le estaba echando, ésa que le estaba diciendo cuán espectacularmente la había cagado.
– ¿Ahora qué, sargento?- dijo.
Era una buena jodida pregunta.
Capítulo 39
Viernes , 1 o de octubre de 2003
Suena el timbre de la puerta. La Pequeña y yo estamos en la cocina. Es la habitación donde es menos probable que seamos vistas. Hay una puerta con un panel de cristal glaseado y solamente una ventana al costado de la casa, que da a un camino, una reja y algunos árboles. Estoy sentada en un sillón, de espaldas a la ventana.
Mi aspecto ha cambiado considerablemente desde que dejé Los Olmos. Mi cabello ya no es largo y rubio, ahora es marrón oscuro y corto. Ahora llevo gafas que no necesito y un maquillaje que no usaba desde que era adolescente. Me parezco un poco a la sargento despiadada con la que trabaja Simon. Probablemente sea una precaución innecesaria, pero me hace sentir más segura. Siempre existe la posibilidad de que un limpiacristales o un transeúnte puedan alcanzar a verme. Hasta el momento, mi imagen ha aparecido en las noticias durante días.
La Pequeña está sentada en una silla mecedora junto a mí, dormida. El sonido del timbre, tan fuerte y significativo para mí, no la molesta. No se mueve.
Maquinalmente, me levanto y cierro la puerta entre la cocina y el vestíbulo. Escucho cómo pasos bajan las escaleras. Esta rutina ha sido practicada muchas veces. La llamamos nuestro «simulacro de incendio».
Hasta aquí, los visitantes han sido fáciles de tramitar y despedir. El lunes vino alguien a leer el medidor del gas. Ayer el cartero entregó un paquete que necesitaba acuse de recibo. Si La Pequeña y yo estamos solas en la casa no atiendo la puerta y, puesto que nadie sabe que estoy aquí, nadie espera encontrarme. El ardid de la redecoración ha funcionado, hasta ahora, para mantener lejos a amigos y familia.
Acerco mi oreja contra la puerta y escucho.
– Detective Waterhouse. Qué sorpresa.
– ¿Puedo entrar?
– Parece que ya ha entrado, ¿verdad?
Simon está aquí. Quieto ante la puerta del frente, igual que como estaba hace quince días, excepto que ésta es una casa diferente. No estoy tan asustada como creí que iba estarlo. Por supuesto que he imaginado esta situación, exactamente como está sucediendo ahora, muchas veces. Sabía que me encontrarían finalmente. Cuando una madre desaparece con un bebé se entrevista a la gente más de una vez. Es el procedimiento adecuado, ni más ni menos. No me asustaré hasta que sea el momento. Simon no puede entrar en la cocina, a menos que tenga una orden de registro.
Me pregunto cuánto tiempo me queda, cuánto tiempo tengo antes de marchar por la puerta trasera y atravesar el camino, con La Pequeña, hasta el coche aparcado en la siguiente calle.
Es el procedimiento de emergencia convenido.
No quiero irme. Esta casa es mucho más acogedora que lo que Los Olmos han sido durante mucho tiempo. La Pequeña y yo tenemos un dormitorio atrás bastante escondido. Las paredes son de un amarillo tenue, con algunas zonas blancas aquí y allí donde ha saltado la pintura. Sospecho que solía ser el dormitorio de un adolescente y las marcas blancas sobre los muros se deben a que tuvieron que arrancar los carteles de las bandas musicales favoritas antes de que los anteriores propietarios de la casa se mudaran. La moqueta es verde oscuro, y hay una quemadura en una esquina, cerca de la ventana -un cigarrillo ilícito que cayó sin querer.
A pesar de estos rastros de un inquilino anterior, ya pienso en la habitación como si nos perteneciese a mí y a La Pequeña. Está repleta de todo lo que necesitamos. Botellas, ropa, mantas, pañales, baberos de muselina, cajas de leche de fórmula, un esterilizador a vapor, una cuna de viaje; todo lo de mi lista estaba aquí cuando llegamos. No tenemos mucho espacio, naturalmente nada comparado con nuestro extravagante alojamiento en Los Olmos, pero es cálido y hogareño. Un aire suave, inocente, invade toda la casa.
Creo que siempre fui consciente, en el fondo, de que Los Olmos tenía un ambiente oscuro y sofocante incluso mucho antes de que fuera infeliz allí. Quizás sentí la presencia de cosas difíciles de describir, o quizás ello sea fruto de mi estado de ánimo, pero siento como si siempre hubiese sabido que era una casa que escondía algo. Recuerdo intensamente la conversación con David cuando él sugirió que nos mudásemos a la casa de su infancia, a la casa de la infancia de su madre. Estábamos en el invernadero. Vivienne nos había dejado solos mientras preparaba café.
Al principio reí.
– No seas tonto. No podemos vivir con tu mamá.
– ¿Tonto? -Oí un tono en su voz y vi una mirada en sus ojos que me alarmó, como si en ese instante el David que conocía y quería, se hubiese desvanecido y hubiese sido reemplazado por una persona totalmente diferente. Quería que esa persona se fuera para que David volviera, así que rápidamente di marcha atrás, fingiendo que me había malinterpretado.
– Solo me refiero a que ella seguramente no nos querría aquí, ¿no?
– Por supuesto -dijo David-, A ella le encantaría. Lo ha dicho muchas veces.
– Ah. Ah, bien… ¡estupendo! -dije, con tanto entusiasmo como pude. David resplandeció, y yo estaba tan feliz y aliviada que me dije qué no importaba dónde viviésemos, mientras estuviésemos juntos. Nunca más sugeriría que algo de lo que dijese David fuese tonto. Es curioso, nunca he pensado en este incidente hasta ahora. ¿Habría otras señales de advertencia que ignoré, señales que volverían a mí gradualmente, como destellos de horror?
– ¿No trabaja hoy?
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