Sophie Hannah - No es mi hija
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– Oh, vamos, sabes cómo es. Cree que somos un par de críos tontos -insistió Charlie.
«Sabes cómo es». ¿Dónde había oído Simon esa frase, o algo similar? Le había parecido extraño entonces, la recordaba, pero no podía recordar quién la había pronunciado, ni el tema o el contexto. Frunció el ceño, intentando recuperar ese recuerdo.
Charlie movía sus rodillas impacientemente.
– Señor, se me ocurre…
– ¿Tiene algo que ver con toallas?
– No.
– Me alegra oírlo.
– Señor, usted tiene aproximadamente la edad de Vivienne Fancourt. Usted es un oficial sénior. Ella cree que nos puede controlar a Simon y a mí, y somos mucho más jóvenes que ella. Pero si usted nos acompaña… No se ofenda, señor, pero puede ser jodidamente terrible cuando quiere.
– ¿Yo? -Proust estaba aterrado. Se aferraba al borde del escritorio con las dos manos-, ¿No me estará sugiriendo que hable con ella, no?
– Pienso que es una idea brillante. -Charlie se inclinó en su silla-. Usted podría hacer su papel de hombre de hielo, realmente la intimidaría. Señor, es el único de los tres que tiene la posibilidad de arrancarle una confesión. Sus poderes persuasivos son imposibles de resistir.
– Proust solamente notaba y desaprobaba la adulación cuando estaba dirigida a personas que no fuesen él mismo.
– Bueno, no estoy seguro… y tampoco estoy seguro de lo que significa ese papel de hombre de hielo.
– Por favor, señor. Realmente podría marcar la diferencia. Vivienne Fancourt ya me conoce bien. Si vamos los tres…
Charlie se detuvo. Hace unos días habría sido demasiado orgullosa y testaruda para pedirle ayuda a Proust. Estaba irritada, ligeramente, por el pensamiento de que podría estar volviéndose más madura. ¿Por qué debería convertirse en una persona mejor cuando nadie jamás lo hacía? Simon no lo hacía. Proust evidentemente tampoco.
– A los dos -les dijo Simon-: yo no pienso ir. Había otro sitio al que tenía que ir. «Ya sabes cómo es Alice». Excepto que, por primera vez desde que la había visto al final de las escaleras, Simon no estaba en absoluto seguro de que fuese así.
Capítulo 37
Viernes , 3 de octubre de 2003
Entro a la habitación del bebé y dejo la puerta entreabierta. David no se ha despertado, ni tampoco Vivienne. Nadie me ha oído. Todavía. Debo ser rápida, tan ligera como pueda, sin cometer errores tontos. Los ojos pintados del caballito de madera me miran al cruzar la habitación. Me acerco a la cuna nerviosamente, con el presentimiento que La Pequeña no esté allí y hallar solamente las sábanas de la cuna y sus juguetes al inclinarme sobre ella. Otra de las bromas crueles de David.
Afortunadamente, está allí, donde tiene que estar. Sus mejillas parecen tibias en la incandescencia de la luz nocturna del Osito Pooh. Puedo ver por su respiración que está profundamente dormida. Ahora es tan buen momento como cualquiera. Y debe ser ya.
Retiro el moisés de debajo de la cuna. Ya tiene una sábana y una manta dentro. Aparte de esto no me llevo nada: nada de ropa, ni accesorios, ni siquiera un biberón de leche en polvo. No quiero que mi salida parezca planeada. Todos los libros que leí mientras estaba embarazada contaban que salir de casa con un bebé es como una gran expedición, a causa de la cantidad de equipaje que hay que llevar. Eso no es del todo cierto, si una se prepara adecuadamente, y yo lo estoy. Todo lo que necesitamos La Pequeña y yo nos está esperando en Combingham.
Levanto su diminuto cuerpo dormido y la coloco suavemente dentro del moisés, cubriéndola con la manta amarilla.
Entonces, tan silenciosamente como puedo, salgo de la habitación y bajo las escaleras, todavía en camisón y calzando zapatillas en lugar de zapatos, para no hacer ruido mientras camino por la casa.
No me pongo el abrigo. Estar afuera en el frío durante unos cuantos minutos, con solo un camisón de algodón encima, no será nada comparado con lo que he sufrido a lo largo de esta semana. Será fácil. Mi abrigo lo encontrarán mañana por la mañana, en el perchero del vestíbulo. Voy a la cocina, busco mis llaves que están aún colocadas bajo la ventana, y abro la puerta trasera. La puerta delantera es demasiado gruesa y fuerte. Abrir y cerrarla haría demasiado ruido.
Una vez que nos encontramos fuera, cierro la puerta de la cocina. Tiemblo mucho, pero no sé si es por el frío o mis nervios. Dejo el moisés sobre la hierba húmeda por un segundo y me pongo en puntillas para dejar caer las llaves por la ventana abierta. Aterrizan exactamente en el lugar correcto, junto a mi bolso y el teléfono. Cuando Vivienne denuncie mi desaparición, la policía creerá que es significativo que todas mis posesiones se hayan quedado en Los Olmos. Les hará suponer con más facilidad que no me marché de aquí por decisión propia, que me puede haber ocurrido algo malo. No me siento culpable por engañarlos. He sufrido más daño del que hubiese creído posible hace unos cuantos meses.
En todo caso, no tiene sentido alguno que me lleve el bolso. Si llego a usar mi dinero en efectivo o la tarjeta de crédito, me encontrarían casi de inmediato, antes que la policía tuviese la posibilidad de comenzar a investigar.
Levanto la canastilla y recorro la casa. La húmeda hierba me hace cosquillas en los tobillos desnudos mientras cruzo el césped para llegar al camino. Me detengo durante un segundo frente a la casa y miro directamente hacia la puerta de hierro distante. Entonces empiezo a andar, acelerando gradualmente, sintiéndome como un avión a punto de despegar.
Paso junto a mi coche de camino a la carretera. Lamento dejarlo, pero los coches son demasiado fáciles de localizar. Es solamente metal y pintura, me digo a mí misma, intentando no llorar. Si mis padres me estuviesen viendo, desde dondequiera que estén, sé que me entenderían. Espero que no estén allí. Tuvieron una vida feliz, y preferiría la muerte antes que tenerlos vivos en espíritu en algún sitio, temiendo por mí de la misma manera que temo por Florence. Cuando tu espíritu se consume por el miedo y la incertidumbre, comienza a perecer.
En cuanto estoy al otro lado de la puerta, me siento más ligera, como si me hubiese quitado un peso de encima. Es extraño pensar que la mayor parte de la gente está dormida aún, mientras La Pequeña y yo esperamos en las sombras junto a la carretera. Me pregunto cuántas noches he dormido profundamente, ajena a todo, mientras no demasiado lejos, personas desconocidas han caminado de puntillas por la oscuridad hacia un futuro incierto.
Espero detrás de un árbol de tronco robusto, el moisés a mis pies. La Pequeña aún duerme, gracias a Dios. Siempre lo hace a esta hora. Dentro de una hora empezará a despertarse, cuando el cuerpo le diga que es hora de su próximo biberón. David no sabe que la mayor parte de las noches yo también me despierto en cuanto ella murmura, que conozco el ritmo del reloj de su cuerpo tan bien como él.
Miro la carretera en dirección a Rawndesley. Veo los coches, porque la carretera está iluminada, pero es improbable que los conductores me vean en este oscuro espacio entre la reja de Vivienne y la hilera de árboles. Miro el reloj. Es exactamente la una y media de la madrugada. El momento ha llegado ya. No queda mucho más mucho tiempo de espera. En ese instante, veo aproximarse el Fiat Punto rojo. Reduce la velocidad a medida que se acerca.
Nuestro transporte acaba de llegar.
Capítulo 38
1 0/1 0/03, 11,00 horas
Charlie esperaba no haber cometido un error pidiéndole a Proust que la acompañase. No había hecho nada malo -no todavía, si tan siquiera habían llegado allí aún- pero ya le disgustaba la presencia del inspector. Añoraba a Simon. Puramente como compañero, en esta ocasión. Ambos habían realizado entrevistas juntos muchas veces, conocían la rutina, cómo leerse las señales entre ellos.
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