Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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– Ya. Pero estamos igual. Omar murió, y entre tú y yo, al abogado ese que se lo cargó deberían pagarle un balneario en lugar de meterlo en la cárcel.

– Desde luego nadie echará de menos a Omar -convino Savall-. Te juro que pocas veces he tenido tratos con alguien tan vil.

– Sí, le recuerdo. Bueno, aquí lo tienes todo. -Martina pensó su siguiente frase durante unos instantes-. Lluís, sé que no estoy en disposición de hacerlo, pero quiero pedirte algo. Leire ha hecho todo esto en su tiempo libre, déjala en paz. Si tienes que abrirme un expediente, hazlo.

Él desdeñó esa posibilidad con un gesto muy suyo.

– Sabes que no voy a hacerlo. Llevamos demasiados años juntos, Martina.

– Gracias -le dijo ella. En el fondo lo esperaba, aunque algo así nunca podía saberse a ciencia cierta-. Precisamente por la confianza que nos tenemos, quiero que sepas que ni yo ni Castro nos habríamos metido en esto si la investigación hubiera estado en otras manos.

Lo decía con sinceridad, aunque al mismo tiempo, Martina también sabía que la desaparición de Ruth Valldaura parecía condenada a no esclarecerse nunca. No era la primera vez que sucedía algo así, ni sería la última.

Savall le dirigió una mirada de reconvención.

– No creo que te puedas permitir el lujo de criticar a Bellver. No ahora, ni delante de mí. Y -añadió- si te refieres a Salgado, no quiero que se vuelva a meter en esto. Fue un error permitírselo al principio. Iba contra toda lógica, y lo sabes. Además de contra toda norma.

– Las normas… Los buenos tenemos demasiadas y los malos casi ninguna. Eso también lo sabes. -Martina se disponía a levantarse, pero no lo hizo. En su lugar, miró a su jefe y añadió, en voz baja-: Como mínimo, pon el caso en manos de otro, Lluís. Si yo fuera Héctor y Bellver se ocupara de algo que me concierne personalmente… Bueno, es igual. Mejor me callo.

– Sí. -Él inspiró profundamente y su corpachón pareció hincharse-. Dejémoslo, es viernes y ya es de noche. Los comisarios no deberíamos trabajar a estas horas.

– Las madres de familia tampoco -replicó ella, yendo hacia la puerta.

– Hablando de madres, ¿cómo está Castro? -preguntó Savall.

– Bien. El parto se le ha adelantado unas semanas, pero todo ha ido sin demasiados problemas.

– No me cuesta creer que el hijo de la agente Castro tuviera prisa por nacer -bromeó él-. Pocas veces he tenido a mi cargo a alguien más impaciente.

Martina sonrió. Ése era el comentario general de todos cuantos conocían a Leire Castro.

Desde la ventana de su habitación en el hospital, también Leire contemplaba aquella nevada densa, impropia en Barcelona, y se dijo: todo parece estar cambiando. Empezando por ella misma. Acababa de estar con Abel; sólo un rato, porque el bebé pesaba poco y debía permanecer en la incubadora como una indefensa cobaya llena de tubitos de plástico. Cuando la enfermera le anunció que debía devolverlo a aquella urna, Leire obedeció, pero no pudo evitar una sensación extraña. Habría permanecido horas observándolo, cerciorándose de que estaba bien. Entero, sano, perfecto. La enfermera debió de leer sus pensamientos porque la tranquilizó con la eficiencia de quien lleva años manejando bebés prematuros y madres neuróticas. Y, con esa misma autoridad, la envió a su habitación, a descansar. «Tranquila», le dijo, «yo estaré aquí toda la noche, con estas cuatro criaturas. A Abel no le pasará nada.»

Y Leire la creyó, aunque luego, mientras miraba cómo esos copos cambiaban la ciudad y la convertían en un escenario de postal navideña a finales de enero, pensó en lo terrible que debía ser que tras esa enfermera de rostro amable se escondiera alguien capaz de hacer desaparecer al niño, decirte que había muerto, y venderlo como si fuera un objeto. Un bebé como Abel, o como Ruth…

Se dijo que seguía teniendo en su poder algo que no probaba nada e insinuaba mucho, algo que abría la puerta a un nuevo enigma en torno a Ruth Valldaura. Si las sospechas se confirmaban, la vida de Ruth había dibujado un círculo tristemente perfecto: desapareció de una cuna al nacer, y de su casa, de ese loft que compartía con su hijo, treinta y nueve años después. Quienes habían disfrutado de ella como hija, como madre, como amante o como esposa, ahora se veían obligados a buscarla como quizá lo hizo una mujer muchos años atrás. Una mujer sola que tal vez tuvo que enfrentarse a todo un mundo que iba en su contra. A una jerarquía de bata blanca y hábito negro, piezas aliadas en ese ajedrez perverso, que contaba además con cómplices en otros estamentos para poder moverse con impunidad.

No dudó en aplicar la palabra «perverso». Leire opinaba que en este mundo, en esta ciudad que ahora se disfrazaba de pureza, existía gente mala. Y no pensaba en delincuentes, ni siquiera en asesinos, sino en monstruos sin conciencia como el doctor Omar. Las imágenes de Ruth en la consulta de aquel viejo seguían vivas en su memoria, y, estaba convencida de ello, seguían formando parte de ese rompecabezas imposible. Sólo había logrado añadir nuevas piezas a un puzzle incompleto. Tendré que conformarme con esto, pensó. Alguien le había dicho una vez que madurar es rendirse un poco. Pues bien, ella se rendía, al menos durante unos meses. Y sin sentirse mal por ello.

Leire se quedó un rato más en la ventana, disfrutando de aquella noche blanca, pensando en Abel. En sus propios padres, que llegarían al día siguiente, pillados por sorpresa primero por un alumbramiento impuntual y luego por un clima adverso. En Tomás, que desoyendo los consejos de todos, había emprendido el viaje y estaba entonces atrapado en un tren. Y recordó lo que le había dicho su madre aquel día en la cocina, la premonición que de hecho parecía cumplirse. «Al final, cuando llegue el momento, estarás sola.»

Pero, mientras veía caer la nieve, Leire descubrió que no se sentía en absoluto así. Y con una sonrisa se dijo que, en realidad, era todo lo contrario. Desde el día anterior ya nunca volvería a estar realmente sola.

Seis meses atrás

Ruth había tardado poco en preparar lo que quería llevarse. Serían dos días, así que sólo necesitaba cuatro cosas que metió en una bolsa pequeña de viaje. El sol que invadía el interior de su casa le daba más ganas aún de irse. En una hora podría estar tumbada en la playa, leyendo un libro. Sin más obligaciones que usar crema protectora y decidir dónde quería comer. Era una buena idea. Necesitaba un par de días para ella sola. Sólo eso, un fin de semana de mar, serenidad y aburrimiento. Se merecía ese pequeño premio después de unas semanas complicadas, y en algunos momentos muy desagradables. Aún no se había quitado de la cabeza a aquel hombre siniestro y que él hubiera desaparecido tampoco la tranquilizaba demasiado. Basta, se dijo. Había cometido un error yendo a verlo, pero flagelarse por ello no le hacía ningún bien. No se lo había dicho a nadie… A veces ni ella misma comprendía por qué se metía en esos líos que, de hecho, no la incumbían.

Ya se iba, pero antes, por pura manía, revisó los grifos del cuarto de baño y de la cocina, y, ya que estaba en ella, guardó los platos del desayuno que había fregado antes. Eso son cosas de vieja, se regañó mientras lo estaba haciendo. Luego cogió aquel equipaje mínimo y se aseguró de que en el bolso había metido todo lo imprescindible: las llaves de la casa de Sitges, el móvil, el cargador… Sacó las gafas de sol, con ese día no podría conducir sin ellas.

Se dirigía a la puerta cuando sonó el timbre y en su cara se dibujó un gesto de fastidio. No tenía intención de demorarse por nadie, pero se sorprendió al ver quién era.

– Hola, Ruth. Perdona que haya venido sin avisar. ¿Tienes un momento?

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