– Eso no son más que suposiciones, inspector.
– ¡Por favor, Mar! No intentes tomarme el pelo: tú hiciste el chantaje, tú amenazaste a Sílvia con que alguien moriría si no entregaba el dinero. Amanda murió para que tus amenazas fueran creíbles. No pretenderás que nadie se crea que fue casualidad. -Héctor sonrió-. Ahora mismo uno de mis hombres está acusando a tu Iván de ello, y por mucho que te quiera no cargará con eso. Lo sabes.
Héctor bajó la voz y miró a Mar Ródenas fijamente.
– Sólo respóndeme a una pregunta: ¿por qué los odiabas tanto?
Mar le sostuvo la mirada sin pestañear.
– Usted me pinta como un monstruo, inspector -dijo entonces-. Y habla de la pobre Sara como si fuera una santa. Pero los monstruos eran ellos. Habían matado a dos personas y seguían adelante con sus vidas, con su dinero, con sus empleos, con sus parejas. Incluso después de lo de mi hermano. Yo sólo quería lo mismo: un trabajo, una casa, un futuro. No me diga que no tengo derecho a eso. ¿Sabe cómo va a acabar todo esto? Yo iré a la cárcel y ellos seguirán libres. Porque nadie se molestará en buscar los cuerpos de los desgraciados a quienes asesinaron. Los pobres no le importamos a nadie.
»Lea la nota que dejó Gaspar, inspector. La llevo siempre conmigo. Léala y no me diga que esos hijos de puta no merecen morir. Léala delante de mí y se lo confesaré todo por escrito.
Y Héctor la leyó.
Alba llora. No puedo hacerla callar. Había escrito una confesión completa, pero ya no tengo tiempo, ni fuerzas para repetirla… Es igual. Este mundo no te deja hacer las cosas bien. Primero los demás y esta noche Susana. Se lo conté todo, le dije que lo único decente que podía hacer era confesar, contar la verdad. No puedo vivir con esos muertos en la cabeza. Con la imagen de esos perros muertos, con el ruido de esa pala. Con un ascenso que es el pago del crimen. Un crimen que ocultamos entre todos: Sílvia, Brais, Octavi, Sara, César, Manel y Amanda. Se lo dije a Susana, se lo expliqué, pero ella no lo entendió.
Joder, no para de llorar… Se lo dije a Susana y no lo entendió, me dijo que estaba bien, que yo no era más culpable que los demás, que no permitiría que lo echara todo por la borda. Era como hablar con Sílvia, o con Octavi…
Redacté la confesión de todas formas. Esta noche. Mientras dormían. Lo puse todo, sin omitir detalle. Y cuando por fin hube terminado me sentí otro. Tranquilo, por primera vez en meses. Entré en el cuarto de Alba… Su habitación huele tan bien, a sueños limpios, a bebé dormido. Le di un beso y salí.
Susana estaba en el cuarto de baño. Había roto mi confesión en pedazos, la estaba tirando en el retrete. Oí el agua llevándose toda mi verdad, como si fuera mierda.
Alba no para. Cuando se pone así, Susana es la única capaz de consolarla. No puedo… No puedo dejarla llorando ahora que su madre ya no está.
Eran casi las nueve de la noche del viernes y Héctor seguía en el despacho, a solas. La confesión, que Mar había firmado finalmente, estaba en su mesa. La incluyó en el expediente, a falta del informe definitivo que le tocaría redactar al agente Fort, sin poder sacarse de encima la sensación incómoda, desasosegante, que solía asaltarle al final de casos tan complejos como ése, aunque nunca con tanta fuerza.
Te estás haciendo viejo, Salgado, se dijo. No tenía claro que fuera sólo la edad. Estaba seguro de que había hecho un buen trabajo, de que Mar Ródenas había matado a Amanda Bonet y había inducido al suicidio a Sara Mahler. Pero en algo sí tenía razón: los dos chicos muertos en Garrigàs merecían justicia. Y él no descansaría hasta conseguirla.
Adjuntó la nota al resto de papeles sin saber si era rabia, impotencia o pura y simple desolación lo que le nublaba la vista. El dolor que desprendía esa carta desesperada era más del que nadie debía soportar y sabía que, en sus horas de insomnio, las palabras de Gaspar Ródenas volverían a su mente. Necesitaba algo que le devolviera la poca fe que le quedaba en el ser humano o ya nada valdría la pena.
Se preguntó cómo habían podido vivir con ello esas cuatro personas aparentemente normales. Intentó pensar en cómo se sentirían en ese mismo momento, pero no conseguía ponerse en su lugar.
Sílvia estaba recostada en el sofá de su casa, a oscuras, viendo sin interés el parte meteorológico que anunciaba la posibilidad de una fuerte nevada en Barcelona esa noche. Había silenciado el móvil para no oír las llamadas de César, ni sus mensajes pidiendo disculpas. Si le hubiera importado de verdad, también habría sido incapaz de perdonarle. No, no había perdón para César Calvo porque simplemente no merecía la pena concedérselo. Igual que tampoco existiría para ninguno de ellos si un día se descubría toda la verdad. Estaba dispuesta a aceptarlo. A vivir con ello a cuestas. A última hora de la tarde, su hermano le había dicho que, ahora que el caso parecía resuelto, la venta de la empresa seguiría adelante, aunque había aprovechado para matizar que no podía asegurarle que los nuevos dueños quisieran seguir contando con ella. Sílvia no se había molestado en responder; estaba demasiado ocupada buscando un internado para Emma, no en el extranjero, como habían hablado alguna vez, sino en Ávila: un colegio religioso para niñas de buena familia, que su hija detestaría con todas sus fuerzas. Incluso había llamado al centro para preguntar si, como favor especial, la admitirían a medio curso. Afortunadamente, el dinero seguía abriendo puertas y Emma empezaría una nueva vida, lejos de ella, a principios del mes de febrero. Se lo había comunicado un rato antes, en un tono que no admitía discusión.
Al menos este problema está resuelto, pensó, incapaz de abordar entonces todos los demás. Apoyó la cabeza en el reposabrazos y se tumbó, con la vista fija en una pantalla donde aparecían imágenes de nevadas pasadas y, por hastío, cerró los ojos. Lo siguiente que notó fue una mano que la agarraba del cabello y una voz ronca, distinta a la que conocía en su hija, que le murmuró al oído: «Si crees que voy a ir a ese convento es que estás loca, hija de puta». Sílvia ahogó un gemido de dolor y vio a Emma, sonriente, que se iba tan silenciosamente como había llegado.
Ella se quedó quieta, acurrucada en el sofá, atacada por un temblor que era más debido al miedo que a la rabia. De no ser por el dolor, habría pensado que lo sucedido había sido una pesadilla. Pero no, era real. Tan obvio como la música que salía del cuarto de Emma a un volumen ensordecedor. Sin saber qué hacer, Sílvia buscó el número de César en la agenda del móvil y le llamó: no se le ocurrió otra persona a quien recurrir. César era fuerte, podría protegerla… Después de un buen rato de espera tuvo que rendirse a la evidencia de que nadie iba a contestarle y, aún temblorosa, apagó el televisor y se encerró en su habitación.
La música seguía sonando como una declaración de guerra. Esa noche Sílvia decidió rendirse sin luchar y fingir que no la oía.
César habría contestado gustoso si hubiera recibido la llamada una hora antes, mientras todavía estaba en casa, contemplando la puta alfombra manchada que parecía resumir todo su presente y gran parte de su futuro. Que Sílvia le perdonara le parecía tan imposible como olvidarse del sabor de Emma. Por eso, cuando se hubo fumado un paquete entero de cigarrillos esperando una respuesta que no llegaba, decidió salir a hacer algo que había dejado de lado durante mucho tiempo. Y no se llevó el teléfono.
El bar de señoritas de la calle Muntaner le acogió con la clase de afecto servil que él andaba buscando. Estaba seguro de que, por el precio de una copa, aunque fuera absurdamente elevado, aquel lugar de rincones oscuros le ofrecería lo que necesitaba para calmar su ánimo. Pensó que ni siquiera se había duchado desde la mañana, pero no le importó. Allí nadie se lo echaría en cara. En la barra, con el vaso en la mano, escrutó las caras de las chicas que trabajaban en el local, buscando a alguna que despertara en él el suficiente deseo para abrir la cartera. Después de un rato todas se le antojaron mayores, ajadas, tan distintas a lo que tenía en mente que no se sentía capaz de follar con ellas. Entonces, tras apurar de un trago el whisky, pidió otro y aprovechó para preguntarle al camarero, en voz muy baja: «Oye, ¿sabes dónde puedo encontrar una jovencita? Ya me entiendes, joven… joven de verdad».
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