Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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Amanda y Manel también han bajado ya del vehículo, pero no se mueven, como si allí, pegados a la furgoneta, estuvieran a salvo. Gaspar y Sara los imitan, ella con el teléfono móvil en la mano.

– Hay que llamar a una ambulancia. O a la policía. No sé.

– No llames a nadie. Espera un momento -ordena César, y sigue hablando en voz baja con Sílvia.

El mundo parece detenido en esa porción de camino oscuro y tenebroso. Ya no se sienten jóvenes y libres, sino nerviosos y asustados. El silencio del campo, invadido por susurros desconocidos, los intranquiliza.

– No quiero verlo -dice Manel-. No puedo soportar la sangre.

Toma el sendero hacia la casa, a toda prisa, huyendo de todo aquello.

– Sí -dice César-. Entrad en casa. Vamos, Gaspar, acompaña a Sara y a Amanda. Y no llaméis a nadie. Ya nos ocupamos nosotros de esto.

Todos comprenden que quiere quedarse a solas con Sílvia, que sigue en el interior del vehículo, y con Octavi. Quizá incluso con Brais.

Gaspar recoge la pala del suelo, la que había lanzado César desde la furgoneta, y empieza a andar. Sara y Amanda van detrás de él: se desvían un poco para no pasar cerca del cadáver aunque resulta evidente que Amanda no puede evitar echarle un vistazo rápido.

Y entonces, una vez más, sucede lo imprevisto. Oyen un grito en el patio de la casa, una voz de alarma que sólo puede proceder de Manel. Sara y Amanda se detienen, asustadas, y Gaspar, con la pala en la mano, corre hacia aquellas sombras que se debaten en el suelo. Lo siguiente que se oye es un ruido intenso y metálico.

El crujido de un cráneo al partirse.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Héctor, impresionado a su pesar.

Sílvia Alemany había adoptado una voz neutra durante todo el relato, una voz que parecía no formar parte de la historia, no ser la de una de sus protagonistas.

– ¿A usted qué le parece? -preguntó, y en su tono se advertía de nuevo a la mujer que Héctor había conocido esos días-. Eran dos moros, seguramente un par de ladronzuelos. Un par de inmigrantes sin papeles a los que nadie echaría de menos.

– ¿Convencieron a todos de no denunciarlo?

– Más o menos. No resultó muy difícil, créame. Gaspar estaba anonadado y Octavi lo convenció de que no merecía la pena acabar en la cárcel, lejos de su hija, por un ladrón sin familia ni futuro. Sara se mostró leal a la empresa, a mí, igual que César. Manel aceptó porque sabía que podría sacar algo a cambio. Y Amanda… sinceramente, inspector, no sé en qué pensaba Amanda Bonet.

En su historia personal, se dijo Héctor. Estaba seguro de que eso había sido una obsesión para Amanda: la intensidad de su entrega a Saúl así lo indicaba.

– ¿Y Brais?

– Fue el más difícil de persuadir. Nunca he sabido por qué accedió. Creo que lo hizo por Gaspar. Brais es huérfano, ¿sabe? No estoy segura, no es un hombre previsible. Eso sí, es un hombre de palabra

– Así que decidieron ocultarlo -concluyó Héctor-. Y les salió bien, o al menos todo pareció quedar olvidado hasta…

– Hasta que sucedió lo de Gaspar. Estuvo muy raro durante los meses previos al verano, tanto que temí que fuera a contarlo todo. Por eso, cuando Octavi nos comunicó lo de su excedencia, decidimos que un ascenso le iría bien. Le pondría más de nuestro lado. Pero no fue así: se sentía aún peor… No sé si también recibió alguna foto de los perros antes de morir.

– ¿La foto? -Héctor se irguió, súbitamente alerta-. ¿La recibieron todos?

– Creo que sí, aunque después. De hecho, nos llegó hace poco. Después de la muerte de Sara.

La mente de Héctor funcionaba sin parar, uniendo datos, planteando preguntas y respondiéndolas de la única manera que, en realidad, parecía posible. La crueldad con la familia de Gaspar, la cena de Sara antes de morir, las fotos… Le faltaban datos, pero tenía que ser así. Necesitaba pensar. Cuando tomó la palabra, lo hizo con voz seria y acusadora.

– Hicieron con esos hombres lo mismo que habían hecho con los perros. Deshacerse de sus cuerpos, borrarlos de la vista. Eliminarlos para que el paisaje volviera a ser normal. Pero los hombres no son perros, Sílvia.

– Ya. Algunos son bastante peores. Bichos que muerden a traición.

Héctor esbozó una sonrisa irónica.

– Esa opinión de los demás me parece de un cinismo exquisito viniendo de usted, Sílvia. -Alzó el tono para añadir-: Dígame, ¿qué hicieron con sus cuerpos?

Sílvia le miró a los ojos. Ya no le quedaban fuerzas para el desafío, pero conservaba un instinto primario: el de supervivencia.

– Eso, inspector, es lo único que no pienso contarle.

Capítulo 41

Héctor dejó a Sílvia en la sala de interrogatorios y salió al pasillo. Después de aquella confesión en voz baja, el ruido de comisaría se le antojó casi un estruendo, como si estuviera saliendo a la superficie después de bucear en aguas oscuras y traicioneras. Una superficie nítida sólo en apariencia, pensó. Seguía sin saber cómo había muerto Gaspar. Sara. Amanda. Una voz le sobresaltó.

– Inspector. He hecho lo que me dijo. Están todos en la sala dos.

– ¿Y Manel?

Roger Fort abrió las manos en un gesto que podía ser de disculpa o de burla.

– Se desmayó en la celda, inspector. Tuvimos que sacarlo de allí para reanimarlo, pero estaba totalmente ido. Le hemos enviado al hospital.

Héctor asintió. Los débiles siempre lo serían, y, de hecho, se sentía mejor habiendo hecho caer a uno de los del otro bando. Es más limpio, pensó, aunque sabía a ciencia cierta que ése era un calificativo que pocas veces podía aplicarse a su trabajo. Eran las dos del mediodía de una jornada que prometía ser extremadamente larga.

A juzgar por sus posturas, pensó Héctor al entrar, se diría que forman tres bandos: Víctor Alemany y Octavi Pujades se habían sentado muy cerca; Brais y César ocupaban dos sillas distantes entre sí y separadas de las de los otros dos. Ninguno de ellos hablaba cuando Salgado entró en la sala.

– Espero que tenga un buen motivo para todo esto, inspector.

– Usted debe de ser Octavi Pujades -dijo Héctor.

– Efectivamente, y no sé si es usted consciente de que tal vez mi mujer esté muriendo en este momento, mientras yo estoy aquí acompañando a Víctor.

A pesar del aspecto envejecido, aquel hombre conservaba el aire de autoridad típico de quienes la han ejercido durante mucho tiempo.

– Le habría hecho venir de todos modos.

– ¿De qué está hablando? -Víctor Alemany se levantó de la silla-. Esto es… una persecución hacia mi empresa. He hablado con sus superiores y le aseguro que tomarán medidas.

Héctor sonrió.

– Señor Alemany, antes de que siga hablando le sugiero que escuche. Se ahorrará hacer el ridículo.

– No le consiento…

– Calla, Víctor -le ordenó Octavi.

– Haga caso a su amigo, señor Alemany. Déjeme hablar a mí.

Y Héctor habló. Contó, de una forma resumida pero sin omitir ningún detalle importante, casi todo lo que le había narrado Sílvia. Tuvo la satisfacción de que nadie se atreviera a interrumpirle y de que cuando terminó el silencio era tan espeso como las verdades desagradables. Víctor Alemany le había escuchado y se había quedado boquiabierto, y si Héctor tenía alguna duda de que estaba al margen de ese secreto, en ese momento comprendió que así era.

– Y ahora que sabemos lo que pasó ahí arriba, ¿tienen algo que añadir, caballeros?

No hubo respuesta. Héctor estaba seguro de que, en alguna conversación previa, habían decidido cuál sería el plan si eso salía a la luz.

– ¿No hay nada que quieran contarme? -insistió.

Fue César quien respondió:

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