Ella desvió la mirada, pero no pudo evitar un fugaz gesto de asentimiento.
– Pobre Sara… -dijo Héctor-. Era reservada, discreta, y al mismo tiempo estaba muy necesitada de afecto. Y tú te presentaste ante ella como lo que eras entonces: una chica cuyo hermano había muerto de forma trágica; una joven sin empleo, y tal como están las cosas, sin un futuro muy halagüeño. Le dijiste que habías encontrado la nota de Gaspar y que la habías ocultado para no hacer más daño a tu familia. Sara, con un padre que no la quería, se conmovió y confió en ti.
Mar seguía encerrada en un mutismo hosco y Héctor continuó:
– Sara te hizo regalos y gastó dinero en cenas y otras cosas porque llegó a apreciarte y porque, como todos, necesitaba a alguien con quien hablar. No sólo de eso, también de sí misma y de la empresa, incluso de Amanda y de sus hábitos sexuales. Además, si salía el tema de Garrigàs, no sentía que estuviera traicionando a nadie: la habías convencido de que ibas a guardar un secreto del que ya sabías algo, no por ellos, sino por el bien de tus padres, y poco a poco fuiste sonsacándole el resto de la información. Al fin y al cabo, ella debió de pensar que te asistía cierto derecho a saberla. Sólo hubo una cosa, un detalle que se resistía a revelar a pesar de tus insinuaciones: qué habían hecho con los cuerpos.
El inspector hizo una pausa. Había muchas cosas que no sabía, que debía intuir; datos que obtener de aquella chica que en ese momento parecía dispuesta a permanecer en silencio para siempre.
– ¿Qué pasó, Mar? ¿Intentaste convencerla de que te ayudara en ese chantaje? -Había estado hablando con Víctor Alemany esa misma mañana, y el director de los laboratorios le había contado su extraño encuentro con Sara en el despacho de Sílvia la noche de la cena de Navidad-. ¿Le dijiste que ambas merecíais algo mejor? ¿Un premio tangible a cambio de vuestro silencio?
Mar Ródenas se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? -dijo por fin-. Eso era lo único que podían darme.
– Pero Sara no pudo hacerlo. No creo que fuera capaz de traicionar a los suyos; no se atrevió a dejar la fotografía de los perros en el despacho de Sílvia.
– ¡Sara no tenía ni un ápice de ambición! -saltó Mar.
– No -dijo Héctor-. Sara era leal, aunque de golpe vio que sus lealtades se dividían. Por un lado estaba el pacto con sus compañeros; por otro, la simpatía que sentía por ti. En cualquier caso, su fidelidad al pacto acabó ganando. Y tú te enfadaste, ¿verdad? Había pasado de ser una aliada a un obstáculo: sabía demasiado.
El inspector Salgado iba ordenando los hechos siguiendo un razonamiento que le llevaba a una única conclusión posible.
– Así que esa víspera de Reyes tú decidiste encontrarte con ella para, una vez más, insistir en lo que te faltaba por saber. Y ella se negó en redondo. Discutisteis. Por cierto, eras rubia entonces, ¿verdad? Os teñisteis el pelo las dos: tú de rubio y ella de negro azabache.
Mar se volvió hacia él. Un leve rastro de furia brillaba aún en sus ojos.
– Intentó disuadirme, y comprendí que era como los demás. Y se lo dije. -La furia de su mirada se tornó ira-. Se lo solté todo, la insulté. Le recordé que en cualquier momento podía volver a pasarle aquello que tanto temía.
– Sara Mahler había sido víctima de una agresión sexual, ¿verdad? -Era una posibilidad muy razonable teniendo en cuenta lo que sabía de Sara.
– Hace años -dijo con desprecio-. Sara era una frígida y los hombres la aterraban. Ni siquiera era capaz de coger un taxi; todo para no estar a solas con un hombre.
– ¿Qué le hiciste? -preguntó Héctor, en voz baja.
– No le hice nada. Sólo le dije que mi novio y sus amigos se ocuparían de ella. Lo tenía decidido: si Sara no respondía a las buenas, callaría a las malas.
Héctor meneó la cabeza, intentaba recomponer la situación.
– No sé cómo te las arreglaste, supongo que mientras ella estaba en el servicio, pero le cogiste el móvil y borraste toda la información para evitar que, al menos esa noche, cuando la acosarais, ella pudiera llamar a alguien. Y luego, además, eso te resultó muy conveniente para que no encontráramos ningún rastro de vuestra amistad. -Héctor cambió el tono-. Llamaste a Iván, tu novio. Para que esperara a Sara en la estación. Sara se marchó alterada y fue hacia el metro. Se sentía fatal: había traicionado a sus compañeros y tú la habías decepcionado. Además, estaba aterrada por tus amenazas.
Héctor había dejado la proyección lista.
– Ninguno de los dos teníais previsto que Sara muriera. Os bastaba con asustarla. Pero las cosas se os fueron de las manos -dijo, pensando en la explicación de Fort, que había resultado ser cierta a medias-. Esta mañana nos llegaron las imágenes grabadas del andén contrario. Creo que en ellas descubriremos a tu Iván. Vuestra gran esperanza era el anonimato, que nadie os relacionara con esto. Que sospecharan los unos de los otros. Que no supiéramos a quién buscar.
Mar desvió la mirada de la pantalla y la clavó en el inspector.
– No -dijo Héctor-. Quiero que veas cómo murió Sara. Te mereces verlo.
Activó la grabación: el gris andén apareció ante ambos. Y Sara, nerviosa, mirando hacia atrás, con el móvil en la mano.
– Al ver su teléfono vacío tuvo que darse cuenta de que maquinabas algo -prosiguió Héctor-. De que tus amenazas no iban en broma. ¡Mírala! -ordenó-. Ten la decencia de ver lo que hicisteis.
Mar Ródenas obedeció. Y, en honor a la verdad, su semblante fue alterándose.
– Entonces tú le mandaste la foto, desde un locutorio próximo al restaurante. Podía haberle llegado más tarde, pero aún la pilló en el andén. El miedo en ella se hizo más fuerte. E Iván, que la había visto bajar, sólo tuvo que salir un instante: llamarla, o enseñarle una navaja. Y Sara estaba tan desesperada que hizo lo único que se le ocurrió para huir.
El metro llegaba a la estación. Los dominicanos ocupaban el primer plano pero Héctor casi podía ver lo que las imágenes no mostraban: a la pobre Sara saltando a las vías para evitar algo que, en su mente, era todavía peor que la muerte.
– No tiene ninguna prueba de eso, inspector -le retó Mar.
– Bueno, estoy seguro de que tu novio confesará cuando le planteemos la otra posibilidad: que la empujara deliberadamente. No creo que lo hiciera, la verdad. Demasiado arriesgado y, además, para matar a alguien a sangre fría hace falta un motivo mayor… No, Iván quería asustarla.
Mar Ródenas bajó la cabeza. Para entonces, el miedo era palpable en su semblante.
– Eso sí, una vez pasado el trago decidiste seguir adelante con tu plan y enviaste la foto a todos. Empezaron a ponerse nerviosos. Sara siempre tenía el ordenador encendido así que en alguna visita a su casa conseguiste los correos electrónicos. No te importó no saber todos los detalles de la historia: ya no había opción de averiguarlo y no pensabas renunciar a lo que considerabas tuyo. Además, supusiste que la muerte de Sara también los habría intranquilizado. Pero Sílvia no te lo puso fácil: se negó. Te enfureciste tanto… estoy seguro. Tus amenazas no eran tomadas en serio.
Héctor vio cómo las lágrimas acudían a los ojos de Mar. De pena por sí misma, de rabia o simplemente de miedo. Daba igual: prosiguió sin tregua, alzando la voz, acusando a esa chica del crimen que sí tenía que haber cometido.
– A esas alturas ya no te importaba nada: la muerte de Sara os había convertido en asesinos involuntarios, así que el paso al crimen ya no era tan difícil. Y Amanda era la víctima perfecta. Sara te había contado sus juegos, escandalizada ante esas prácticas, y te dijo dónde dejaba Amanda la llave todos los domingos por la tarde. Encontrarla medio dormida te vino bien; no sé si habrías sido capaz de matarla en cualquier otro caso.
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