Frente a ella, en la mesita, estaban las fotos de Ruth; su expediente y la cinta con la grabación en la consulta del doctor Omar. No se sentía con ánimos para verla de nuevo y, de repente, se dio cuenta de que empezaba a quedarse sin ánimos para seguir con aquel caso. La estaba afectando demasiado, invadía su conciencia, la intranquilizaba. Esto no puede seguir así, se dijo. Y lentamente, asumiendo que por primera vez se rendía ante un caso antes de haber agotado todas las posibilidades, fue guardándolo todo en el mismo sobre que le había dado Martina Andreu. Tras unos momentos de duda, dejó fuera sólo el documento de la donación. Se lo daría al inspector Salgado, que él hiciera lo que considerase oportuno.
Ya estaba decidido: le devolvería todo a la subinspectora Andreu diciéndole que estaba demasiado cansada para seguir investigando. Hablaría con Héctor Salgado y le comunicaría los detalles que enturbiaban el nacimiento de su ex mujer. Y luego se dedicaría a esperar que naciera Abel, sin sobresaltos ni conversaciones tan angustiosas como la que había mantenido con la madre de Ruth.
Pero la memoria jugaba con reglas propias y la cara de Ruth, tal como aparecía en la foto, se empeñaba en reaparecer. Ruth, quizá adoptada sin saberlo. Manipulada por su madre hasta que tuvo el coraje de decidir por sí misma. ¿Cómo se habría sentido Ruth al enterarse del accidente mortal de Patricia? Como la protagonista de Al final de la escapada , se había asustado de sus propios sentimientos, y, a su manera, había delatado a su amiga ante su madre. Para la señora Martorell, todo había terminado ahí, pero no para su hija.
Ruth había guardado la foto de Patricia, había escrito que el amor generaba deudas eternas. Incluso con aquellos a quienes ya no amabas, con aquellos que en algún momento te habían querido. Por ese sentimiento de responsabilidad mal entendido, Ruth había ido a ver al doctor Omar para interceder por su ex marido. Sí, estaba segura. ¿Qué le había dicho aquel viejo perverso? Nada muy serio, porque Ruth había cambiado poco a partir de esa visita, de la que no habló con nadie. Héctor había hablado con Leire de la última vez que vio a su ex mujer, cuando ella le acompañó al aeropuerto a buscar su maleta extraviada. La vio normal, como siempre… Y luego desapareció.
No puedo más, se dijo Leire. Estaba segura de que, si Ruth tenía alguna forma de ver lo que sucedía en el mundo, no se sentiría traicionada por aquella agente embarazada. Al revés, la entendería perfectamente.
A media tarde abandonaba la comisaría, ya con el bolso vacío, embargada por una mezcla de sensaciones que iban desde el alivio a la culpa, pasando por todo un abanico de emociones distintas. El inspector Salgado estaba ocupado interrogando a todo un grupo de testigos de un caso y no pudo verle. No importaba mucho, lo que tenía que decirle podía esperar.
Martina Andreu la había comprendido a la perfección y se había hecho cargo de todo. «Es mejor así», había añadido. «No sabes el lío que se ha montado por aquí con lo del expediente.» Y debía de haberle visto mala cara, porque sus palabras habían sido las mismas que las de la señora Martorell. «Descansa, Leire.» Y sí, por una vez pensaba hacerles caso: sólo quería volver a su piso, tumbarse en el sofá y no hacer nada en lo que le quedaba de embarazo. Intentó alejar de su mente la imagen de Ruth sin conseguirlo del todo, pero decidida a lograrlo.
Por eso, cuando en la puerta del edificio donde vivía se encontró con Guillermo, tuvo la tentación de decirle que no subiera, que no se encontraba bien. Pero no lo hizo: el chico parecía tan nervioso, y ella estaba tan fatigada, que no tuvo más remedio que invitarle.
Disculpa que me haya presentado así -dijo él, ya dentro de su casa-. Te he llamado, pero no respondías…
Sacó el móvil para demostrárselo y lo dejó en la mesita.
– Tranquilo, no pasa nada. -Ella se dejó caer en el sofá, la habitación le daba vueltas.
– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.
– Un poco mareada, eso es todo. Se me pasará en cuanto haya descansado un rato. Si quieres beber algo, puedes cogerlo tú mismo de la nevera.
Guillermo rechazó la invitación, pero se ofreció a llevarle algo si ella quería.
– Sí, ¿me traes un vaso de agua, por favor?
– Claro. -Él obedeció y regresó enseguida.
Le tendió el vaso al tiempo que se sentaba a su lado.
– Dijiste que podía hablar contigo sobre mamá.
Sí, se lo había dicho, pensó Leire, aunque en ese momento era lo que menos le apetecía. Dio un sorbo al agua y se dispuso a escuchar. Él se sentó a su lado. Estaba preocupado, de eso no cabía duda. Incluso mareada podía advertirlo.
– Supongo que debería contárselo a papá -dijo él-, pero hace días que anda muy ocupado y pensé que antes podía hablarlo contigo.
– Por supuesto. -El agua le sentaba bien-. Dime, ¿ha pasado algo?
Él asintió.
– ¿Conoces a Carmen? ¿A la dueña del edificio donde vivimos?
Leire la conocía de oídas y sabía que mantenía una estrecha relación con Héctor y su familia, una relación que iba más allá de la que solían mantener las caseras con sus inquilinos.
– Carmen tiene un hijo -prosiguió él-. Se llama Charly, aunque no vive con ella. Llevaban años sin verse.
Recordaba haber oído algo sobre el tal Charly en boca del inspector Salgado, y desde luego no eran precisamente elogios.
– Bueno, pues Charly ha vuelto a casa, con su madre.
– Diría que no es una buena influencia para ti… -aventuró Leire-. ¿Le conoces mucho?
Guillermo negó con la cabeza.
– De hecho no le recuerdo de antes de que se fuera, pero…
– ¿Pero qué? -La curiosidad ganaba terreno al mareo.
Él tardó en hablar, como si estuviera traicionando una confidencia.
– Pero sé que mamá le dejó dormir en casa, en el loft, alguna que otra vez.
Leire se incorporó.
– ¿Qué?
– Ya. A papá no le habría gustado nada y mamá me pidió que no se lo contara. Según ella, Charly no era tan malo y, en cualquier caso, dijo que lo hacía por Carmen. Cosas de madres. Fueron sólo tres o cuatro noches desde que vivimos allí, él nunca se quedaba demasiado. Se me había olvidado, pero estos días, al volver a verlo, he pensado que quizá podría ser importante, ¿no?
– Quizá sí. Has hecho bien en decírmelo.
– ¿Crees que él pudo hacerle algo? Yo no estuve en casa durante toda esa semana. Me había ido a Calafell, a casa de un amigo…
Parecía tan acongojado que Leire se esforzó por consolarlo.
– No lo sé, Guillermo, aunque no lo creo. -No sabía muy bien por qué, pero dudaba que aquel caso tan complejo se resolviera de repente con la aparición de un delincuente de poca monta-. Habrían encontrado sus huellas, seguro que está fichado. Además, tu madre no solía equivocarse, ¿no? Tal vez Charly no sea tan mal tipo.
En la cara de Guillermo se dibujó una sonrisa de agradecimiento.
– De todos modos, tienes que decírselo a tu padre. -Al recordar que ella también tenía cosas que contar al inspector Salgado, añadió-: Yo también tengo cosas que contarle.
– ¿Sí?
Leire dejó el vaso en la mesita. No quería hablar de eso con aquel chaval. Y, ya que no podía encontrar a Ruth, se dijo que lo menos que podía hacer por ella era darle algo de cenar a su hijo.
Guillermo no sólo aceptó la invitación, sino que se ofreció a preparar la cena, algo que, para sorpresa de Leire, resultó dársele bastante bien. Ella se esforzó por estar animada y probar la pasta que el chico había hervido al tiempo que hacía una salsa de tomate natural aderezada con pimienta negra y un poco de carne picada que encontró en la nevera. No pudo comer mucho, el mareo regresaba a ratos. Y no precisamente solo.
Читать дальше