Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Mix no dijo nada. ¿Cuánto rato iba a pasarse ahí? Ella le contestó aun cuando él no se lo había preguntado.

– Tengo trabajo para un par de horas más. He ordenado el cuarto de las botas y el lavadero y acabo de empezar con la cocina. ¡Menudo trastero está hecho este lugar!

La palabra que utilizó para una de esas pequeñas habitaciones traseras hizo que Mix diera un respingo.

– ¿Lavadero? ¿Hay un lavadero?

– Ahí fuera. Mire.

La siguió hacia un cuarto que era más bien un cobertizo con paredes de ladrillo sin revoque. Una cosa abultada, como una especie de horno antiguo, ocupaba uno de los rincones.

– ¿Qué es eso?

– Es un caldero. Me imagino que nunca había visto nada parecido, ¿verdad? Mi madre tenía uno y hacía la colada en él. Era horrible. Las mujeres utilizaban un palo para remover la ropa y una tabla de lavar. Era terriblemente perjudicial para sus órganos internos.

Mix retuvo aquello lo mejor que pudo. Las palabras «caldero» y «tabla de lavar» no le decían nada, pero «lavadero» sí. Era precisamente en el que había en el número 10 de Rillington Place donde Christie había dejado todos los cadáveres hasta el momento de enterrarlos. Mix haría lo mismo en cuanto esa condenada mujer se marchara. Debería haber tenido la sensatez de pedirle que le devolviera la llave. El día anterior, cuando le estaba diciendo que diera de comer al gato, él tendría que haberle pedido la llave. Pero ¿y si le decía que no?

– Sería mejor que la llave de la señorita Chawcer la tuviera yo.

– Pero ¿por qué? -dijo ella en tanto que volvía a meterse en la cocina y rociaba enérgicamente todo el fregadero con un limpiador perfumado de color azul-. Le dije a Gwendolen que la guardaría yo. Podría necesitarla para entrar y salir. Si no le importa, me la voy a quedar. Puede que Olive y yo decidamos hacer limpieza general de toda la casa para darle una sorpresa cuando regrese. Me temo que la pobre Gwendolen no es muy buena ama de casa.

No había más que decir. Mix regresó a su vivienda preguntándose si la mujer habría estado en el piso de arriba. De haber subido, ¿no le habría llegado el hedor y le hubiese comentado algo? De nada le sirvió sentarse a intentar ver la televisión, ni siquiera leer el libro sobre Christie. Tenía que hacer algo, dar los pasos preliminares. Con mucho cuidado, cargado con la bolsa de plástico y la caja de herramientas, salió al rellano y escuchó. Abajo no se oía nada. Abrió la puerta del dormitorio de al lado. Había cogido una bufanda y se la ató en torno a la cabeza de manera que le tapara la nariz. Seguía percibiendo el olor, si bien con menos intensidad. La cosa empeoró sobremanera cuando levantó las tablas, pero se dijo que tenía que continuar, seguir adelante, no pensar en ello y respirar por la boca.

El cuerpo estaba igual que cuando lo había metido allí, pequeño, ligero, envuelto en su mortaja de sábanas rojas. Para poder levantarlo le fue preciso acercar mucho la cabeza y la cara y tuvo arcadas dos veces. No obstante, logró sacarlo y dejarlo en el suelo. Si bien su apariencia no había cambiado, parecía haber ganado peso. Allí donde se había quedado, encima de las vigas llenas de polvo, estaba el tanga, de color negro y escarlata, una prenda frívola de elástico y encaje. ¿Cómo se le había pasado por alto su ausencia cuando tiró el resto de su ropa? Lo recogió y se lo metió en el bolsillo. Lo más fácil fue introducir el cuerpo de la chica en la bolsa. Una vez lo tuvo dentro Mix se sintió mejor, y cuando hubo cerrado la abertura de la bolsa enrollando en ella un pedazo de alambre, lo embargó un gran alivio. ¿Y si esa vieja estaba esperando en la puerta o subía por las escaleras embaldosadas? La mujer no estaba y Mix consiguió arrastrar la bolsa con el cadáver hasta su propio piso. Una vez lo hubo entrado, tuvo que regresar para volver a poner las tablas del suelo en su sitio y comprobar el olor. Si es que aún persistía.

Por supuesto que sí. Mucho menos intenso, pero muy desagradable. Tal vez no se notara tanto cuando hubiese vuelto a colocar las tablas. Resultaba difícil saber si sería así o no, pero con el tiempo seguro que desaparecería. Tendría que haber comprado otra botella de ginebra de camino a casa. Le quedaba muy poca. Quizá fuera mejor así. Se la bebió mientras esperaba a que Queenie Winthrop se marchara.

Finalmente lo hizo a las seis y media. Mix la oyó irse desde lo alto de las escaleras. Debería haberle preguntado cuándo volvería, aunque podría haber resultado una pregunta extraña. Cuando estuviera en casa, y por supuesto no cuando estuviera fuera, podía cerrar la puerta principal a cal y canto, y eso es lo que haría cuando bajara el cuerpo. Él era de los que solían dejar las cosas para más tarde y normalmente nunca hubiese dicho que no había que dejar para mañana lo que pudieras hacer hoy, pero en aquel momento sí lo hizo. Primero bajó y cerró la puerta principal con llave. Eso era casi como si se la hubiesen devuelto. Seguro que subir y bajar por las escaleras le hacía bien, aunque no le apeteciera. Recordó coger las llaves de su piso, sacó el cadáver de allí y lo arrastró hasta lo alto de las escaleras mientras cerraba la puerta con el pie al salir.

Mix no sabía qué podría haber hecho si la chica hubiese pesado más. En el rellano del primer piso se encontró a Otto, que maullaba frente a la puerta del dormitorio de la vieja Chawcer. Aun sin saber por qué lo hacía, Mix le abrió la puerta. Quizá sólo para descansar un poco de la pesada bolsa que llevaba a cuestas. Cuando llegó abajo, pensó que no podría dar ni un solo paso más, pero se preparó para arrastrarla por el pasillo que conducía hacia la antecocina y la cocina. Casi había llegado a la primera cuando oyó el chirrido de una llave que giraba en la puerta principal. Se quedó inmóvil, pero se le aceleró el pulso. La puerta tenía echado el cerrojo, nadie podía entrar, no tenía por qué preocuparse.

La llave volvió a girar, la tapa del buzón se abrió y la voz de Olive Fordyce gritó:

– ¡Señor Cellini! ¡Señor Cellini! ¿Está usted ahí?

Mix casi tenía miedo hasta de respirar. La mujer lo llamó de nuevo y añadió:

– ¡Déjeme entrar! ¿Qué hace cerrando la puerta con llave? ¡Señor Cellini!

La mujer gritó, volvió a intentar abrir la puerta, tocó el timbre y sacudió la tapa del buzón durante lo que parecieron horas. Cuando Mix oyó su taconeo por el sendero hacia la verja, miró el reloj y descubrió que en realidad no habían pasado más de tres minutos. La situación lo había asustado demasiado como para ponerse a cavar ahora. Se sentía débil y a punto de desmayarse. Sin embargo, reunió fuerzas suficientes para arrastrar el bulto envuelto en plástico por la cocina hasta el lugar que la otra mujer había dicho que era el lavadero. El enorme caldero dominaba un rincón de la habitación, una excrecencia de ladrillos y argamasa de aproximadamente un metro veinte de alto con una tapa de madera en lo alto. Al levantarla, la tapa reveló una tina de barro cocido, absolutamente seca y que resultaba evidente que no se utilizaba desde hacía años. Mix levantó el cuerpo entre resoplidos y jadeos y al llevarse la mano a la parte baja de la espalda notó un bulto en el bolsillo. Era el tanga. Lo echó dentro antes de cerrar la tapa. Ya lo recuperaría después y lo enterraría con el cuerpo. Nadie, ni, desde luego, una de esas viejas entrometidas, tendría motivo alguno para mirar dentro del caldero. La vieja Chawcer tenía una lavadora que, aunque era un modelo anticuado, funcionaba y que, a pesar de sus deficiencias, suponía un avance respecto a aquella antigualla.

La salida al jardín le resultó relajante e incluso reconstituyente. El calor del día había dado paso a una tarde tranquila y templada. La hierba sin cortar era del color del cabello rubio y estaba seca como un henar. En el jardín que había al otro lado de la pared del fondo el hombre hindú estaba intentando cortar el césped con una vieja segadora manual que no surtía mucho efecto. Las gallinas de Guinea andaban por ahí cloqueando.

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