Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Había mucha gente por la calle. Siempre ocurría lo mismo en las noches cálidas como aquélla. Cualquiera de los hombres jóvenes podía ser Frank. El que subía por Notting Hill Gate podría ser él, o ese que estaba saliendo de un coche. En cualquier caso, ninguno de ellos pareció reconocerle. Mix podía coger el autobús o ir andando, pero sería más fácil que lo vieran si se quedaba de pie en la parada del autobús, en tanto que si caminaba se alejaría de la zona de peligro y, aparte, le haría bien.

Normalmente, cuando regresaba a Saint Blaise House, si no era muy tarde, se veía una luz tenue en dos o tres ventanas. Un resplandor amarillo verdoso iluminaba la media luna de cristal que había sobre la puerta principal, las hojas de las ventanas del salón y tal vez la del dormitorio de la mujer. Aquella noche no había ninguna, la casa estaba llena de una oscuridad total, una oscuridad lo bastante intensa y densa como para aplastarse contra las ventanas desde el interior. «Deja de imaginarte cosas -se dijo-, ya sabes que todo está en tu cabeza.» Abrió la puerta con la llave y entró en el silencio que esperaba y quería.

«Los fantasmas no existen. Esa Shoshana diría cualquier cosa por dinero. No cierres los ojos cuando llegues arriba. Cualquier cosa que veas sólo está en tu cabeza.» Mantuvo los ojos abiertos, miró por los pasillos y no vio nada. «Y ahora que estás en casa no empieces a beber, mantén la mente despejada.»

Mientras caminaba de vuelta a casa había decidido bajar el cadáver aquella misma noche. Pero ¿por qué? No había ninguna necesidad de hacerlo de inmediato. La vieja Chawcer estaría fuera una semana. «Déjalo para mañana, intenta volver a casa hacia las cuatro y hazlo entonces. Luego puedes cavar el agujero el sábado durante el día. Si algún vecino te ve cavando por la noche, va a sospechar.»

Lo empezaría todo mañana y mientras tanto se tomaría una copa muy pequeña de ginebra y se iría a la cama. Una vez allí, cómodo y abrigado, empezó a preocuparse por la entrevista de la mañana siguiente con el señor Pearson. ¿Y si le decía que iban a tener que prescindir de él? Pero no iban a hacer eso sólo por haberse saltado unas cuantas visitas. ¿Se molestaría Frank en ir a hablar con la policía? Y si lo hacía, ¿cómo podía saber a quién había visto con Danila? La chica podría haber tenido otros novios y cualquiera de ellos podía haberla acompañado hasta Oxford Gardens. Mix se durmió, se despertó, volvió a quedarse dormido, se levantó, encendió la luz y contempló su reflejo en el espejo alargado. ¿Cómo lo describirían a él, a todo esto? Era un hombre de aspecto común y corriente, no tan delgado como debería estar, de tez rosada, nariz chata, ojos ligeramente grises o de color avellana y cabello rubio tirando a castaño. Una rueda de reconocimiento sería una cosa completamente diferente, pero incluso Mix en su estado de nervios actual se dio cuenta de que, una vez más, se estaba dejando llevar por la imaginación.

El señor Pearson no iba a despedirlo tal como Mix se había temido en cierto modo, sino que iba a darle una última oportunidad. El hombre era propenso a dar pequeñas charlas sentenciosas a sus empleados cuando éstos tenían problemas y en aquella ocasión le dio una a Mix.

– No se le exige un comportamiento ejemplar simplemente por usted, y ni siquiera por mí. Es en beneficio de toda la comunidad de técnicos de esta empresa y por la reputación de la misma. Piense en lo que ahora mismo significa usted para un cliente cuando habla con él por teléfono en nombre de la compañía. El cliente tiene una agradable y cálida sensación de seguridad, de tranquilidad y satisfacción. Todo irá bien. Lo harán, y con prontitud. No importa cuál sea el problema, esta empresa lo resolverá. Y luego piense en lo que significa cuando un técnico falla repetidas veces al cliente, no aparece cuando prometió y no devuelve las llamadas. ¿Acaso el cliente (o, más probablemente, la clienta) no empezará a considerar que la empresa es informal y poco de fiar, que ya no es de primera? ¿Y lo más seguro no es que entonces se diga: «Tal vez debería buscar otra empresa en las Páginas Amarillas »?

«En otras palabras, lo que está diciendo es que he defraudado a la empresa -pensó Mix-. Bueno, déjalo. De todos modos no volverá a ocurrir.»

– No volverá a repetirse, señor Pearson.

Abajo, en la sala de los técnicos donde Mix podía utilizar una mesa, telefoneó al gimnasio de Shoshana. Contestó ella misma, pues la empleada temporal se había marchado y todavía no había encontrado sustituta para Danila.

– La semana que viene iré a echar un vistazo a esas máquinas.

– Supongo que eso quiere decir el próximo viernes por la tarde -dijo Shoshana con maldad.

– No tendrá que esperar tanto. -Mix trató de sonar jovial.

– Espero que así sea. -Cuando colgó el auricular, Shoshana marcó el código que le permitiría saber el número desde el cual la había llamado. Se esperaba un resultado negativo, ya que suponía que la llamaba desde el móvil o desde el teléfono de su casa, pero en cambio obtuvo el prefijo de Londres y siete dígitos que no le resultaban familiares. Los anotó con esmero.

A continuación Mix llamó a Colette Gilbert-Bamber y recibió un torrente de insultos. Después de todo lo que había hecho por él, según dijo ella, la trataba como a una prostituta a la que podía conseguir y dejar cuando se le antojara… Había averiguado cuál era el nombre del presidente ejecutivo de su empresa y había considerado contarle al señor Pearson lo que había estado a punto de contarle a su marido, que Mix había intentado violarla.

– ¿Y bien? ¿Qué te parece eso?

– Nunca he oído semejante sarta de estupideces. -Estuvo por decirle que a ella nunca la violarían porque la violación sólo tenía lugar cuando la víctima se resistía, pero se lo pensó dos veces y colgó sin decir nada. Después entró en el almacén donde guardaban un número limitado de máquinas nuevas para entregar de inmediato y encontró lo que andaba buscando, una bolsa muy grande de un plástico grueso, pero de un azul claro transparente, de las que se utilizaban para proteger las bicicletas estáticas y las cintas de correr.

Guardó bien la bolsa en el maletero del coche y condujo para ir a visitar a un cliente tras otro, soportando sus reproches y prometiendo rapidez en las visitas de seguimiento. A las dos, con un sándwich del Pret-a-Manger y una lata de Coca-Cola (de la baja en calorías porque estaba a dieta), se dio el gusto de pasar un rato frente a la casa de Nerissa.

Era su primera visita desde hacía días, pero, aunque estuvo allí más de una hora, ella no apareció. En cuanto se hubiera ocupado de ese cadáver tendría que idear una nueva estrategia, un verdadero plan de campaña porque de momento, tal como se recordó a sí mismo, sólo había hablado con ella en una ocasión. Poco después de las tres y media realizó una última visita, esta vez en una gran vivienda que daba a Holland Park y hacia las cinco menos diez ya estaba en Saint Blaise House llevando la bolsa de plástico.

Y Queenie Winthrop también estaba allí, aunque Mix no lo supo hasta que, después de subir las escaleras hasta su piso, volvió a bajar para comprobar que pudiera sacar el cuerpo al jardín por la cocina y las dos habitaciones diminutas que había más allá. La mujer estaba en la cocina, con un delantal encima de su vestido rojo floreado, ordenando las cosas y limpiando las superficies.

– ¿Se acordó de darle de comer al gato? -preguntó ella.

– Ahora lo haré.

La abuela Winthrop repuso en el tono triunfante de quien ha conseguido un reto y espera que le feliciten por ello:

– No se moleste. Ya lo he hecho yo -dijo, y añadió-: Aunque no parecía muy hambriento que digamos.

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