Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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En el suelo había un periódico doblado. «Este ejemplar del Sun será viejísimo -pensó Mix-, probablemente lo dejaron aquí en la década de los cincuenta.» Sin embargo, cuando lo recogió y, bajo la luz amarillenta, distinguió la fecha, vio que sólo era del último mes de octubre. Lo más terrible era la fecha, el 13. La vieja bruja debía de haber subido allí y se olvidó el periódico. ¿Quién hubiera imaginado que leía el Sun ? Mix pensó que la vieja habría dejado el diario de esa fecha para asustarlo. Debía de ser eso.

La habitación de enfrente, situada al otro lado de la pared en la que colgaba la fotografía de Nerissa y en la que había asesinado a Danila, también contaba con electricidad, carecía también de bombilla y en ella el ambiente estaba igual de cargado. Estaba vacía, salvo por una cama sin colchón. Descorrió las finas cortinas. Lo único que podía distinguir afuera era lo mismo que podía ver desde las ventanas de su piso, los tejados de la casa de al lado, los árboles puntiagudos y arbustos achaparrados que el anciano tenía plantados en macetas en el techo de una cochera, una chimenea enorme con una docena de salidas de humo y el techo de cristal roto de un invernadero abandonado. Pensó que todo aquello facilitaría el acceso a la habitación de al lado. Cualquiera podría trepar y entrar. Pero cuando probó la puerta se la encontró cerrada, y cuando se agachó e intentó mirar por el ojo de la cerradura, no vio ninguna llave. Al menos Chawcer había cerrado la puerta. Había tomado precauciones contra los ladrones, aunque fueran un tanto endebles. Era asombroso que el ambiente no la asfixiara.

Quedaba una habitación más. Ésta estaba del todo vacía, hasta el punto de haber sido despojada de lo que antes hubiera contenido. Había una barra para las cortinas, pero no había cortinas. Antes hubo algún tipo de alfombra clavada al suelo y en algunos sitios pegada a él, pero la habían arrancado dejando los agujeros de los clavos y zonas con aspecto pegajoso. La mujer subía allí de vez en cuando, eso Mix ya lo sabía, pero no entraba en las habitaciones que tenían luz de gas. La primera en la que había entrado él, la que lo había sorprendido por los medios por los que había sido iluminada, ésa iba a ser la última morada de Danila.

Christie había depositado el cadáver de Ruth Fuerst debajo de las tablas del suelo. Mix recordaba que hacía años, siendo él adolescente, una de las tuberías de la casa de Coventry en la que vivía con su madre se había congelado. Ella dijo que tenía lumbago y que no podía hacer nada, fue una de las veces que Javy la había dejado (siempre acababa regresando, hasta la última vez), de modo que Mix había subido al cuarto de baño en el que hacía un frío glacial y, siguiendo las instrucciones de su madre, sacó tres de las tablas del suelo. Primero había tenido que arrancar las baldosas. Aquello sería mucho más fácil, allí no tenía que levantar nada más que las tablas, que además eran muy viejas.

Las únicas herramientas de las que disponía entonces eran las que utilizaba para el mantenimiento de las máquinas de hacer ejercicio. Entró en su piso, donde estuvo a punto de tropezar con el cuerpo que había dejado en el pequeño vestíbulo y, con los dedos sudorosos, rebuscó en la bolsa donde guardaba su juego de herramientas. Una llave inglesa, un martillo, destornilladores… Tendría que arreglárselas con la llave inglesa más grande y, si era necesario, estropearía el destornillador utilizándolo para sacar las tablas haciendo palanca. Regresó al rellano, dejó la puerta de su piso abierta y se quedó un momento escuchando la casa. Le daba la sensación de que, si bien siempre estaba en calma, aquel silencio era extraño. Siendo las doce y media de la noche, haría horas que la vieja bruja estaría durmiendo, por supuesto, pero ¿dónde estaba el gato? Casi siempre pasaba sus noches en algún lugar de la escalera. ¿Y por qué no había aparecido Reggie?

Pues porque se había protegido con la cruz o porque se lo había imaginado, se dijo a sí mismo con severidad. Sin embargo, esa imaginación exasperante seguía funcionando y entonces creó la figura con sus gafas relucientes de pie a su lado, observando lo que hacía, hasta que cerró los ojos para no verla. Con la respiración agitada, se metió de nuevo en su piso iluminado. Otra copa. Cerró la puerta y se sirvió la copa de ginebra más generosa de toda la noche, se sentó en el suelo al lado del cadáver y se la bebió sola y sin hielo. El alcohol ardió en su interior, y cuando se puso de pie, hizo que se tambaleara.

No obstante, después de efectuar otro reconocimiento y otra escucha en lo alto de las escaleras, sacó el cuerpo a rastras. Tiró del bulto envuelto en tela roja por el pasillo y lo metió en la primera habitación de la izquierda. Cerró la puerta sin hacer ruido y encendió la linterna. Alguien dijo que en Londres la oscuridad nunca reinaba del todo y entraba suficiente luz (gracias a Dios por el hombre de las gallinas de Guinea que parecía dejar las luces encendidas hasta altas horas) para permitirle ver los clavos que sujetaban las tablas del suelo en su sitio. Éstos salieron fácilmente con la ayuda del destornillador y el mango plano de la llave inglesa. Debajo había un espacio entre las vigas que, por lo que pudo ver, tendría unos treinta centímetros de profundidad, aunque lo cruzaban unos cables y unas viejas tuberías de plomo. Cuando sacó las manos las tenía cubiertas de un denso polvo grisáceo, aunque resultaba un misterio cómo podía meterse allí dentro.

La luz de la linterna despertó a las moscas, que empezaron a danzar en torno a su haz resplandeciente. La intención de Mix era echar un último vistazo al cuerpo antes de meterlo en el hueco que había abierto, pero en aquellos momentos había olvidado por qué y no fue capaz de destapar de nuevo ese rostro y volver a ver esa herida. El cuerpo era ligero como una pluma y se deslizó en el agujero que Mix había hecho sin apenas un sonido. Encajó tan bien como si fuese una tumba a medida. Sólo tardó un momento en volver a colocar las tablas. Una mosca se paseó por su mano e intentó matarla de un manotazo con una furia desproporcionada. Dada la hora que era, no se atrevió a utilizar el martillo para volver a colocar los clavos. Ya lo haría por la mañana, cuando ni a la vieja ni a cualquier otra persona le extrañara que diera unos cuantos golpes, diría que estaba colgando un cuadro.

Sintió un escalofrío y tuvo la sensación de que Reggie estaba detrás de él, observando sus movimientos, quizás inclinado y pegado a su espalda, atisbando por encima de su hombro, y en aquella ocasión se asustó y se quedó paralizado de miedo. Reggie le caía bien, lo admiraba sinceramente y le daba mucha pena que hubiera tenido una muerte tan horrible, pero aun así estaba aterrorizado. Era lo que te ocurría cuando la persona que admirabas era el muerto que había regresado. Si se daba la vuelta y veía a Reggie, se moriría de miedo, su corazón no resistiría el terror. Mix cerró los ojos y, acuclillado, empezó a balancearse y a gimotear suavemente. Si hubiera notado una mano en el hombro, también se hubiera muerto del susto; si además la cosa respirara y se oyera su aliento, el corazón se le hubiera quebrado y partido en dos.

Agarró la cruz. Allí no había nada. Por supuesto que no, nunca lo había habido. Todos los sonidos, el suspiro, la puerta que se abrió, todo ello era una ilusión provocada por aquel entorno propio de una película de terror, por la desagradable y espeluznante atmósfera de aquella casa. El simple hecho de regresar a su piso le supuso un enorme alivio. Entonces agradeció el silencio, la condición correcta de aquel lugar a aquella hora. Y las sensaciones corporales que tenía eran un sabor amargo en la boca, una creciente náusea y el inicio de un martilleo en la cabeza. Sabía que no era muy sensato beber nada más, pero lo hizo, llenó el mismo vaso que había contenido la ginebra con el dulce y barato vino Riesling que había traído la chica. Cuando cayó en la cuenta, fue a trompicones al dormitorio donde su ropa aún estaba tal y como ella la había dejado cuando provocó su irritación colocándola pulcramente sobre la silla.

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