Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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En el camino de vuelta a Oxford Gardens, Mix compró dos botellas de vino blanco de California en la vinatería, los restos baratos del cajón de las ofertas. Se lo bebieron en la cama de la chica y después Mix no creyó haberse desenvuelto muy bien. Pero ¿qué importaba eso? Los dos estaban borrachos y ella no era la clase de chica con la que sientes que tienes que hacer un buen papel. Frente a la puerta, el suelo y el techo se mecían como las olas del mar, se alzaban, descendían y se agitaban. Mix se dirigió a la escalera agarrado a la barandilla, tropezó, estuvo a punto de caerse de rodillas y la chaqueta se le subió a la nuca. Se la arregló lo mejor que pudo, empezó a bajar y se cruzó con un hombre que subía y que se apartó, encogiéndose inequívocamente cuando percibió su aliento. Otro inquilino, conjeturó su mente embotada, un tipo de Oriente Próximo de rostro cetrino y bigote negro; todos parecían iguales. Mix no volvió la vista atrás y no vio que el tipo recogía una pequeña tarjeta blanca del rellano frente a la habitación de Danila.

Mix se fue a casa arrastrando los pies en medio de la noche húmeda y bochornosa. Un aire más frío tal vez lo hubiera despejado un poco, pero aquello era como un baño templado. Otto volvía a estar en las escaleras, lamiéndose los bigotes como si hubiese estado comiendo algo. Mix encontraba que había algo extraño y quizá desagradable en el hecho de que el gato pasara tanto tiempo allí arriba en las escaleras. Cuando se mudó, esto no ocurría. La antipatía era mutua, por lo tanto no era él lo que atraía al animal. ¿Qué era entonces?

8

Nerissa iba a dar una fiesta. Ninguno de sus amigos estaba invitado a ella, ni Rodney Devereux, ni Colette Gilbert-Bamber ni la modelo que había acabado con un tobillo más grueso que el otro, sino únicamente su propia familia. Las únicas personas con las que no tenía parentesco a las que había invitado eran los Jones, los vecinos de sus padres. Envió una de sus hermosas tarjetas color púrpura grabadas con letras doradas al señor Bill Jones y señora, y al señor Darel Jones, y al pie anotó con tinta blanca: «No faltéis. Con cariño, Nerissa».

Le llegó una carta bastante amable, aunque un tanto fría, de parte de Sheila Jones. En ella le comunicaba que no podían asistir y que lo lamentaba, pero no decía por qué no podían. Nerissa no tenía muy buena opinión de su propia inteligencia, pero incluso ella pudo leer entre líneas que la señora Jones pensaba que la fiesta sería demasiado espléndida para ellos, que asistiría demasiada gente elegante, que se expondría demasiada moda y que se hablaría demasiado sobre cosas que ellos no entenderían. Nerissa se llevó una decepción, y no sólo porque la negativa incluía a Darel. Los Jones eran el tipo de personas que a ella le gustaban, francos, sencillos y con los pies en la tierra.

Ojalá supieran la clase de fiesta de la que se trataba en realidad, que la daba para celebrar el cumpleaños de su padre (lo cual había dicho en la invitación) y que asistirían sus hermanos con sus esposas y los siete hijos que tenían entre todos; su primo, que era una estrella en el poderoso sindicato Transport and General Workers’ Union; la hermana pequeña de su madre, elegida concejala del municipio de Tower Hamlets; la hermana mayor de su madre, que encontró y se casó con el novio al que no había visto desde hacía toda una vida; la tía de su madre, que vivía en Notting Hill; sus tres sobrinas pequeñitas y su sobrino de tres años; y su abuela, la matriarca nacida en África hacía noventa y dos años.

Eran los Jones los que se lo perdían, se dijo Nerissa con actitud desafiante en tanto que Lynette y ella repartían tazas de té a los que no querían cóctel de champán. No obstante, admitió calladamente que ella también salía perdiendo, y cuando Lynette y el primo del TGWU hubieron retirado algunos muebles y empezó el baile, imaginó lo feliz que habría sido en brazos de Darel, deslizándose con suavidad por el suelo. Para empeorar aún más las cosas, justo cuando su abuela le estaba explicando una historia fascinante sobre su propia madre y un hechicero, sonó el teléfono. Era Rodney. Nerissa se llevó el teléfono al estudio y escuchó con impaciencia mientras él le preguntaba por qué no había sido invitado a la fiesta y si estaba loca agasajando a todos esos parientes.

– Es bien sabido que todo el mundo odia a sus padres -dijo Rodney-. Ya sabes qué dijo ese como se llame: «Te joden la vida, papá y mamá». [*]

– Pues los míos no lo han hecho. Y quienquiera que dijera eso estaba enfermo.

– ¡Por Dios! Escaquéate y te recogeré dentro de cinco minutos.

– No puedo, Rod -respondió Nerissa-. Papá va a cortar la tarta.

Regresó a la fiesta, y como a ninguno de los pequeños les gustaba el pastel de fruta, les dio de comer galletas de chocolate y helado.

– Dentro de un par de años tú también tendrás uno igual -comentó su tía de Tower Hamlets.

– ¡Ojalá! -Nerissa pensó en Darel, que habría salido a alguna parte con su novia, sin duda. Quizás incluso se estuviera prometiendo con ella… ahora mismo, mientras ella hablaba-. Pero primero tendré que casarme.

– La mayoría ya no se molestan en hacerlo -terció su tía de Notting Hill…, bueno, su tía abuela, en realidad.

– Yo lo haría -dijo Nerissa mientras le limpiaba la boca a un niño.

Puso a Johnny Cash cantando «I Walk the Line», subió el volumen del reproductor de cedés y fue a bailar con su padre.

Gwendolen se hubiera horrorizado y escandalizado profundamente de haber sabido las fantasías que su inquilino le imputaba sobre su vida pasada. Pero había olvidado la breve conversación que habían mantenido en el vestíbulo sobre el tema de su visita al número 10 de Rillington Place. De haber sabido que Mix Cellini había llegado a creer que ella había conocido a Christie tan bien como lo habían conocido Ruth Fuerst o Muriel Eady, que había realizado frecuentes visitas a su casa y que él había acudido a Saint Blaise House porque necesitaba un aborto, se hubiese sentido humillada de un modo indescriptible. Cellini había ido aún más allá al concluir que, como Gwendolen seguía viva, al final debía de haber rechazado la oferta de Christie de una operación ilegal porque no podía permitirse el lujo de pagarla y, por lo tanto, debió de tener un hijo. Actualmente sería un hombre o una mujer de mediana edad… ¿Alguna vez pasaba por allí? ¿Acaso él, Mix, había visto alguna vez a esta persona misteriosa? Pero Gwendolen, afortunadamente para ella, no sabía nada de esta actividad febril de la mente de Mix.

Ya había sufrido bastante humillación en su visita al Internet café, donde estuvo un rato sin recibir ayuda de nadie. Y ella estaba completamente en la inopia. No sabía si a los demás, todos ellos personas muy jóvenes y expertas en el uso de ordenadores, les resultaba absurdo su desconcierto, pero tenía la sensación de que así era e interpretó la media sonrisa de un rostro y una cabeza que se volvía como muestras de desprecio divertido. Aunque ya había pagado y odiaba derrochar el dinero, se habría levantado y marchado de allí, abandonando para siempre este medio de búsqueda de Stepeh Reeves. No obstante, en el preciso momento en el que, desesperada, empujó la silla hacia atrás, un joven que acababa de entrar le preguntó si tenía algún problema.

– Me temo que, por lo visto, no puedo hacer que…

– ¿Qué es lo que quiere saber? -le preguntó el joven.

¿Qué mal había en contárselo a un desconocido? No volvería a verle. Y él no iba a adivinar la razón por la que buscaba a Stephen Reeves, ¿no? Resolver si confiar en él fue una de las mayores decisiones que Gwendolen había tenido que tomar en su larga vida.

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