Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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– Adelante.

Nerissa no había entrado nunca en una habitación tan colmada, atestada y abarrotada de cachivaches como aquélla. Casi hacía demasiado calor incluso para ella, y eso que le gustaba el calor. Las cosas extrañas no tan sólo llenaban los estantes y cubrían las superficies, sino que además brotaban del suelo y pendían del techo. Había macetas con plantas artificiales, en su mayoría cipreses, pero también azucenas y pasionarias, que se alzaban por allí como estalagmitas en tanto que del techo pendían, a modo de estalactitas, varas, campanillas, móviles y colgantes de cristal. Lo más raro de todo aquello era la propia Madam Shoshana, una anciana flacucha envuelta en varias capas de tela de muchos tonos, pero todos ellos eran los colores de un cielo tormentoso, índigo y carbón, gris paloma y gris pizarra, violeta y blanco sucio, azul tempestuoso y plata. La cabellera de un blanco amarillento le llegaba a la cintura y los mechones desgreñados le colgaban por encima de los hombros y le bajaban por la espalda enredándose en ciertos sitios con las cadenas de plata y sartas de cristal que llevaba alrededor del cuello. Aunque había creado una gama de cosméticos que vendía en el local a precios inflados, ella nunca llevaba maquillaje y daba la impresión de no lavarse mucho la cara. Nerissa pensaba que sus uñas parecían garras de ave, en absoluto humanas.

Las cortinas de terciopelo estaban corridas y, por alguna razón que sólo Madam Shoshana conocía, prendidas en varios puntos con broches anticuados de diseño celta. Unos cuantos pájaros disecados entre los que predominaba un gran búho blanco se hallaban dispuestos de forma que miraban al suplicante cuando él o ella entraba en la habitación, pero quizá su detalle más inquietante fuera la figura de un hombre parecido a Merlín (o a Gandalf), ataviado con unas vestiduras grises y que, inexplicablemente, sostenía un báculo de Esculapio. Esta figura de cera quedaba a espaldas de Madam Shoshana cuando ésta tomaba asiento frente a su amplia mesa de mármol como si la asesorara sobre la sabiduría antigua, la hechicería, la nigromancia, los pronósticos astrológicos o lo que quiera que ella pudiera requerir. No había más luz que la que proporcionaba una única lámpara de mesa de poca potencia y de diseño un tanto Art Nouveau, hecha de peltre y cristales de colores apagados.

Sobre la mesa de mármol había un círculo formado con cristales de cuarzo rosa, espato de Islandia, cuarzo amatista, esquisto de olivino, basalto y lapislázuli en el centro del cual había un tapete redondo de encaje tejido a ganchillo. La silla de Shoshana era de ébano con incrustaciones de cristales blancos y amarillos por todo el respaldo y los brazos, pero la del cliente era una Windsor de madera sencilla, manchada aquí y allá de una cosa que parecía sangre, pero que probablemente fuera ketchup .

– Siéntate.

Nerissa ya conocía la rutina y obedeció. A una orden de Madam Shoshana, colocó las manos sobre el tapete de encaje del círculo de piedras; aquella misma mañana se había hecho la manicura y llevaba las uñas pintadas de un color dorado ligeramente más pálido que el de la piel de sus dedos. Shoshana miró las manos de Nerissa y dejó que su mirada vagara en círculos pasando de un cristal a otro, como un gato que siguiera un punto de luz en movimiento.

– Dime cuál de las piedras sagradas puedes sentir más próxima a tus dedos. ¿Cuáles son las dos piedras que atraes gradualmente?

El hecho de que Nerissa nunca pudiera sentir, y mucho menos ver, que alguno de los cristales se moviera, era motivo de consternación para la joven. La adivina siempre le reprochaba que no fuera capaz. Madam Shoshana parecía dar a entender que era debido a una ausencia de sensibilidad por su parte, o a la falta de concentración. Convencida de que, una vez más, fallaría, dijo:

– Creo que son la azul oscuro y la rosa.

– Inténtalo otra vez.

– La azul oscuro y la verde.

Shoshana meneó la cabeza con más pena que furia. Había algunos clientes a los que conocía desde hacía años, pero nunca los trataba con más amistad o familiaridad de lo que lo había hecho en su primera visita. Miró a Nerissa como si la viera por primera vez.

– Hoy están en tu Círculo del Destino el basalto y la amatista -la voz de Shoshana sonó como si llegara de muy lejos y de un pasado remoto. Tal como quizá sonaría la de una momia si pudiera hablar-. Los dos están empujando con fuerza para romper la barrera de energía que hay entre ellos y tus dedos. Tienes que relajarte y dejar que vengan. Vamos, relájate y pídeles que se acerquen a ti.

Nerissa ya había pasado por aquella rutina muchas veces. Intentaba relajar las manos, pero era muy consciente del búho blanco y de la figura de cera de vestiduras grises que la miraban, ella creía que de manera acusatoria. «Vamos, vamos, vamos», entonó. De repente se le ocurrió que eso era exactamente lo que un arrogante ex novio suyo solía susurrarle cuando estaban haciendo el amor y tuvo que morderse el labio para no echarse a reír.

– Concéntrate -dijo Shoshana con severidad.

Nerissa pensó en lo mucho que se asustaría si el basalto y la amatista se movieran de verdad a su antojo. Pero la única que podía verlo era Madam Shoshana. Empezó a hablar:

– Tu equilibrio profético está muy mal alineado. Las piedras hablan de confusión, duda y temor. Me hablan de un hombre moreno cuyo nombre empieza por de. Él es tu destino, para bien o para mal. Y su destino es vivir junto al agua… Estás apartando las piedras… Vaya, demasiado tarde. Han dejado de hablar. Ya ves cómo se encogen cuando les sale el alma.

A Nerissa le parecía que las piedras estaban igual que antes, pero sabía que era debido a su ceguera espiritual. Shoshana se lo había comentado en ocasiones anteriores. La adivina le había dicho que era demasiado mundana, que no pensaba en otra cosa que no fuera su apariencia, las posesiones y los artefactos. Ella no sabía muy bien cuál era el significado de «artefactos», y aunque quería buscar la palabra en el diccionario, siempre se le olvidaba. Los pájaros disecados y la figura del mago la miraban con desprecio. Nerissa bajó la mirada, humillada.

La sesión había terminado. Su tarea consistía en prestar mucha atención al hombre cuyo nombre empezaba por de y al agua con criaturas nadando en ella, aunque no se trataba de peces. Nerissa se levantó y rebuscó el billetero en el bolso. Madam Shoshana de pie era muy distinta a Madam Shoshana sentada. Se volvía más práctica y comercial, menos consciente del alma y más del bolsillo.

– Cuarenta y cinco libras, por favor, no acepto euros ni tarjetas de crédito -dijo, como si se tratara de un cliente nuevo.

Nerissa caminó pensativamente por Westbourne Grove. Cuando Madam Shoshana dijo que el hombre moreno era su destino, el corazón le había dado un vuelco porque estaba segura de que se refería a Darel Jones. Pero ¿y si no era así? ¿Y si se refería a Rodney Devereux?

Podía habérselo preguntado, pero sabía que no hubiera servido de nada. Shoshana se habría limitado a decir que las piedras ya no le decían más, dando a entender que la culpa era de Nerissa por bloquearlas con su energía. En cuanto a lo del agua, lo que le vino a la cabeza de inmediato fue el restaurante Pacific Rim que a Rodney le encantaba y al que siempre la llevaba, aunque a Nerissa no le gustaba ver nadar los peces por esas enormes peceras con la parte posterior de espejo y al cabo de diez minutos comerse uno de ellos. No sabría decir por qué era distinto de comprar el pescado en el Harrods Food Hall y comérselo después, pero de algún modo lo era.

De todos modos, Shoshana debía de referirse a esto cuando lo dijo justo después de mencionar al hombre con una de por inicial. Claro que ella había dicho explícitamente que no eran peces, pero en aquellas peceras también había otras cosas: caracoles de conchas coloreadas, unas cosas pequeñas que se arrastraban y una criatura que parecía una serpiente de agua. La última vez que fueron allí temió que Rodney se comiera la serpiente y eso le revolvió el estómago. Había estado a punto de decirle que nunca más volvería al Pacific Rim, pero por algún motivo no lo había hecho. Y ahora tendría que ir allí. Era su destino.

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