Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Si no había pasado ya medio siglo desde que había visto a Stephen por última vez, no tardaría en cumplirse. Actualmente había maneras de encontrar a las personas, maneras mucho más fáciles y seguras que cuando ella era joven. Había una forma de hacerlo con un ordenador. Utilizabas el ordenador y entrabas en una cosa que se llamaba la «red» o la «web» y allí te lo decían. Había lugares (había uno en Ladbroke Grove) llamados Internet cafés. Durante mucho tiempo Gwendolen había pensado que se trataba de establecimientos para tomar un café y comer pasteles, pero Olive, riéndose como una tonta, la había sacado de su error. Si iba a uno de esos sitios, ¿podría encontrar a Stephen Reeves al cabo de cincuenta años?

Pensó en todo esto mientras regresaba andando a casa con la compra. Después de decirle que era una joven muy agradable y que le tenía mucho cariño, ella se sentó en su dormitorio y estuvo practicando a escribir su nombre tal y como sería pronto. Firmaría como Gwendolen Reeves o G. L. Reeves , pero en las tarjetas de invitación sería la señora de Stephen Reeves. La señora de Stephen Reeves recibe… y El doctor Stephen Reeves y señora agradecen su amable invitación, pero lamentan no poder aceptarla… Resultó que estas últimas estaban reservadas para Eileen. Ahora eso no debía preocuparla, puesto que Eileen estaba muerta. De algún modo sabía que no había sido un matrimonio feliz a pesar de eso de «amada esposa». Tenía que ponerlo así, como hacía todo el mundo, era la costumbre. Era posible que, cuando Eileen y él discutían, como sin duda hacían con frecuencia, él le dijera que no debería haberse casado nunca con ella.

– Debería haberme casado con Gwendolen -habría dicho él-. Ella fue mi primer amor.

Gwendolen nunca le había expresado sus sentimientos. No habría estado bien que una mujer hiciera eso, pero ahora las cosas parecían muy diferentes. Podría ser que Stephen Reeves no supiera lo que sentía por él, puede que nunca lo hubiese sabido. Tenía que conseguir decírselo de un modo u otro y entonces todo se arreglaría.

7

Ya había leído Las víctimas de Christie , pero hacía mucho tiempo, unos seis o siete años atrás cuando empezó a coleccionar su biblioteca sobre Reggie. Lo recordaba, por supuesto. Pero aun así le resultó fascinante volver sobre sus pasos por el Notting Hill de aquella época y por la vida de uno de los asesinos en serie más famosos de todos los tiempos.

«John Reginald Halliday Christie se trasladó a vivir a Londres en 1938», leyó Mix mientras desayunaba,

y con él llegó su esposa Ethel. Era un hombre curioso. Debe de haber algo extraño, por no decir espantoso, en cualquier necrófilo. La idea de la necrofilia no solamente resulta repugnante a todo el mundo, sino que además, para satisfacer su deseo, a menos que tenga acceso a un depósito de cadáveres, lo cual es poco probable, el hombre que sufre de esta aberración primero tiene que matar a sus víctimas. Considerándolo desde la perspectiva del siglo XXI, el matrimonio de Christie no fue feliz. Al cabo de cinco años de la boda, Ethel lo abandonó y se fue a vivir a Sheffield. Su separación duró varios años hasta que Christie le escribió pidiéndole que volviera con él. Después de su reencuentro, Ethel se ausentaba con frecuencia para ir a ver a su familia al norte. Christie había sido proyeccionista de cine, obrero en una fábrica y cartero, empleo éste en relación con el cual fue enviado a prisión por robar giros postales. Volvieron a encarcelarlo por robar el coche de un sacerdote católico que se había hecho amigo suyo y no obstante se presentó voluntario para la Reserva de Emergencia de las Fuerzas Policiales de Londres y fue aceptado el mismo año en que él y su esposa se mudaron a Rillington Place en Notting Hill, al oeste de la ciudad. Por lo visto, la policía no investigó su pasado o, si lo hicieron, no les pareció lo bastante grave como para descalificarlo, por lo que en 1939 se convirtió en agente especial a jornada completa. Cuatro años después, cuando todavía era policía, conoció a la chica que iba a ser su primera víctima asesinada…

Mix levantó la mirada con renuencia y deslizó un punto de libro entre las páginas. Le había dicho a Danila, la chica del Gimnasio Spa Soshana que llegaría a las diez para hacer el mantenimiento de cinco máquinas, de manera que sería mejor que se marchara. El libro, escrito por un tal Charles Q. Dudley, fue el cuarto o el quinto que había leído sobre el asesino de Rillington Place y los datos que acababa de asimilar ya le eran conocidos. Ya se los esperaba. Lo que él estaba buscando y esperaba encontrar, quizás hacia la mitad del libro, era alguna pista o sugerencia de que a veces Christie visitaba las casas de sus futuras víctimas. ¿Se había fijado en algo así cuando leyó el libro por primera vez? No se acordaba.

Mix se había tomado el día libre a cambio de haber trabajado el domingo anterior. No serviría de nada intentar hacer el trabajo para Shoshana antes o después del suyo porque en dicho horario era muy poco probable que Nerissa estuviera allí. Mix había leído en alguna parte que las modelos se levantaban muy tarde por la mañana en tanto que tenían las noches ocupadas con estrenos de cine, clubs, apariciones públicas y fiestas en casas solariegas de los Home Counties, los condados de los alrededores de Londres. Cuando llegara el feliz momento, fantaseaba Mix, ellos dos dormirían juntos hasta tarde, quizás hasta mediodía o incluso más. Una criada les traería el desayuno, pero no antes de las once, y cuando llegara, sería lo que él había pedido, cóctel buck’s fizz, tostadas con caviar y huevos a la benedictina.

Volvió a la realidad y admitió que iba a tener problemas para aparcar. Ya lo sabía antes de llegar. Al final encontró un parquímetro y pagó dos horas, pero estaba a un largo trecho del gimnasio. Se dijo que todos aquellos paseos debían de estar mejorando su figura. Llegó a las diez en punto, apartó la mirada del número trece cromado y se metió rápidamente en el ascensor. Echó un vistazo a las chicas y a un par de hombres jóvenes que hacían ejercicio y enseguida vio que Nerissa no se encontraba entre ellos. Probablemente era un poco temprano para ella. Su ojo exigente evaluó a Danila y decidió que si bien era flacucha y parecía asustada, tampoco estaba tan mal. Puede que conocerla mejor le sirviera de ayuda en su búsqueda.

– Madam Shoshana dijo que te pidiera que no toques las máquinas que los clientes estén utilizando. Sólo te digo lo que me dijo ella.

– Puedes confiar en mí -repuso él-. Sé lo que hago.

– Y también dice que no utilices ningún aceite ni nada parecido porque si los clientes se manchan la ropa se ponen hechos un basilisco. Es lo que dijo ella, no yo.

– Sólo utilizo aceite invisible sin grasa -mintió Mix.

Había traído consigo tres cintas nuevas y llaves inglesas para ajustar las piezas. El gimnasio de Shoshana no llevaba mucho tiempo abierto, de modo que no era necesario el mantenimiento, pero Mix mató el rato desmontando las elípticas y comprobando las posiciones de los manillares de las bicicletas estáticas. Saliera lo que saliera de aquello, iba a exprimir a Madame Shoshana por someterlo a esa tediosa tarea. Era una lástima que a Danila le hubieran dicho que no lo perdiera de vista, si no se habría acomodado en un rincón a leer un poco más de Las víctimas de Christie .

Danila era muy delgada. Nerissa también, pero su delgadez era distinta. No veías sobresalir sus huesos como era el caso con Danila. Y ésta tenía un rostro como el de un pájaro, con la nariz aguileña y muy poca barbilla. Con todo, tenía unas piernas magníficas y un cabello oscuro y enredado de lo más abundante que Mix no recordaba haber visto jamás en la cabeza de una mujer. Aquel día ya casi había desistido de buscar a Nerissa. Eran las once y cuarto, y si no quería que le pusieran el cepo al coche, que se lo llevara la grúa o lo que fuera que hicieran por allí, tenía que volver antes de las doce menos diez.

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