Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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¡Menudo era bebiendo! Desde la última vez que había estado allí arriba habían ido a parar a la caja de reciclaje una botella de ginebra vacía, una que había contenido vodka y cuatro botellas de vino. Resultaba evidente que no comía mucho en casa, puesto que la nevera volvía a estar prácticamente vacía y olía a antiséptico. Encima de la mesa de centro había un libro grande encuadernado en cuero. Como no podía pasar junto a un libro sin abrirlo, Gwendolen abrió aquél. Allí no había más que fotografías de una chica de color con faldas muy cortas o trajes de baño. Quizá fuera eso lo que llamaban pornografía; la verdad es que nunca lo había sabido.

Junto al libro había un ejemplar del Daily Telegraph del día anterior. A Gwendolen le gustaba bastante el Telegraph y también lo compraría si no fuera tan ruinosamente caro. Le desconcertó que Cellini lo hubiese comprado. Sin duda los tabloides eran más de su estilo y la mujer no se habría sorprendido de saber que ese ejemplar se lo habían regalado. Ed había visto un artículo en él sobre máquinas de hacer ejercicio que mencionaba especialmente a Fiterama y se lo había pasado.

De la misma forma en que Gwendolen no podía pasar junto a un libro sin abrirlo, le resultaba imposible ver la letra impresa sin leerla. Por encima, claro está. Leyó la primera plana ignorando el artículo sobre las máquinas de ejercicio, luego pasó a la página siguiente y, aunque se las arregló bastante bien, lamentó no haber traído consigo la lupa. Cuando llegó a los nacimientos, bodas y defunciones, dejó el periódico y se fue a la puerta a escuchar. Él casi nunca regresaba en mitad del día, pero no estaba de más ser precavida. ¡Qué ordenado que estaba todo! Le hacía gracia pensar que, de ellos dos, se diría que la anciana era él, con su limpieza y sus manías, en tanto que a ella todo el mundo la vería como una persona cultivada, fina y cortés, más parecida a un hombre, en realidad.

No le interesaban mucho las bodas y los nacimientos, nunca le habían interesado, pero paseó la mirada (en realidad, la forzó y aguzó) por la columna de los decesos. La gente ya no tenía aguante y cada día morían muchas personas más jóvenes que ella. Anderson, Arbuthnot, Beresford, Brewster, Brown, Carstairs… Una vez había conocido a una tal señora Carstairs que vivía más abajo en aquella misma calle, pero no era ella; ella se llamaba Diana, no Madeleine. Davis, Edwards, Egan, Fitch, Graham, Kureishi. Había tres Nolan, lo cual era muy extraño puesto que no era un apellido muy común. Palmer, Pritchard, Rawlings, Reeves… ¡Reeves!

¡Qué coincidencia tan extraordinaria! Era la primera vez que leía el Telegraph desde hacía meses y va y se encuentra el anuncio de la muerte de su esposa. Porque se trataba de su esposa, desde luego.

El 15 de junio falleció en su casa Eileen Margaret, de 78 años, amada esposa del doctor Stephen Reeves de Woodstock, Oxon. El funeral se celebrará el 21 de junio en la iglesia de San Beda, Woodstock. No se aceptan flores. Sí donaciones para la investigación contra el cáncer.

Le resultaba terriblemente difícil leer aquella letra tan pequeña, pero no había ninguna duda al respecto. ¿Se daría cuenta él si le recortaba el periódico? Podría ser; no obstante, ¿qué iba a hacer si se daba cuenta? Ahora tenía que encontrar las tijeras. Las suyas puede que estuvieran en el botiquín del cuarto de baño o en el horno que, como rara vez lo utilizaba, le resultaba un armario muy útil, o en alguna parte en la librería, pero una anciana como él guardaría las suyas bien colocadas en un cajón junto a otros artilugios como pelapatatas o abridores. Seguro que de estos últimos tenía varios.

Gwendolen fisgoneó por la cocina de Mix prestando una atención especial al microondas cuya función era un misterio para ella. ¿Qué salía de allí dentro, tostadas o música? Podría incluso tratarse de una lavadora muy pequeña. Encontró las tijeras en el lugar exacto en el que se figuró que estarían y cortó el anuncio del fallecimiento de la esposa del doctor. Abajo podría estudiarlo cuando le viniera bien con la ayuda de su lupa.

Bajó justo a tiempo. Cuando descendía por el último tramo de escaleras, él entró por la puerta principal.

– Buenas tardes, señor Cellini.

– ¡Hola! -dijo Mix, pensando en el embarazo de la mujer y que hubiera acudido a Reggie para que la ayudara-. ¿Qué tal está? ¿Bien?

Cuando telefoneó al gimnasio, la chica llamada Danila le dijo que Madam Shoshana estaba de acuerdo en que se ocupara del mantenimiento de las máquinas. Quizá querría acercarse cualquier momento y traer el contrato. Mix improvisó un contrato con una cabecera en la que se leía «Mix Maintenance» y de la cual estaba muy orgulloso, e imprimió dos copias.

En lugar de moderarse con el paso del tiempo, su miedo fue acrecentándose a medida que transcurrían los días. No había vuelto a ver la figura en las escaleras, aunque a veces creía oír ruidos que no debería percibir, pisadas en el largo pasillo, un curioso crujido como si alguien sacara o metiera papel arrugado de unas bolsas y en una ocasión el sonido de música, aunque eso podía haber sido de la calle. Por la noche tenía que armarse de valor para entrar. Y esas escaleras que siempre había odiado eran lo peor de todo.

Al llegar a Saint Blaise House se obligó a meter la llave en la cerradura y entrar al vestíbulo, que se iluminó con la tenue luz artificial. «Intenta no pensar en ello -se dijo mientras empezaba a subir-, piensa en Nerissa y en ponerte en forma como a ella le gustaría que estuvieras… ¿Por qué no te compras una bicicleta para hacer ejercicio? En Fiterama te la dejarían a precio de coste. Ve a caminar, haz pesas.» Siempre estaba explicando a sus clientes el maravilloso beneficio físico que obtendrían utilizando las máquinas. «Explícatelo a ti mismo -pensó-. E intenta alegrarte por estas escaleras. Subirlas también es un buen ejercicio.»

Esto funcionó como una especie de terapia hasta que llegó al rellano al pie del tramo embaldosado. La débil luz que se filtraba a través de las ramas de un árbol, del follaje y de la suciedad del cristal, atravesaba la ventana Isabella y las motas de color rozaron a Mix cuando subió. La luz se posaba en el suelo de lo alto como un dibujo hecho a tiza, difuminado y absolutamente inmóvil en aquella noche sin viento. Dos pasillos largos y oscuros se extendían alejándose del descansillo, vacíos y silenciosos, con todas sus puertas cerradas. Mix volvió a encender la luz, miró con temor hacia el pasillo de la izquierda y entonces apareció el gato por una de las puertas que se abrió y cerró sola. Vio los ojos verdes y brillantes del animal, que caminó hacia él con aire despreocupado, le bufó al pasar y enfiló hacia las escaleras.

¿Quién o qué había abierto la puerta? Mix se metió rápidamente en su piso buscando a tientas el interruptor de la luz que al final logró encender. Aquel resplandor repentino hizo que soltara el aire con un largo suspiro de alivio. Había oído hablar de gatos que aprenden a abrir las puertas y, aunque las del piso tenían pomos, no manijas, quizá las de ahí afuera eran distintas. Pero no iba a salir a mirarlo, eso seguro. La puerta en cuestión debía de tener manija y Otto , que era inteligente, si bien malvado, había aprendido a ponerse de pie sobre las patas traseras y a aplicar la presión necesaria con su zarpa. ¿Quién la había cerrado? Las puertas se cierran por sí solas, se dijo. Ocurre continuamente.

Una película alegre en televisión, un musical de Hollywood no demasiado antiguo, una taza de chocolate caliente con unas gotas de whisky y tres galletas Maryland acabaron por tranquilizarlo. De todos modos, cuando empezara con la dieta saludable, tendría que dejar de comer y beber ese tipo de cosas. En el piso hacía calor, pero no demasiado, unos veintisiete grados. Era la temperatura que a él le gustaba. El calor, la comida dulce que llenaba, un colchón grueso y mullido, haraganear y no hacer nada…; ¿por qué todas las cosas buenas eran perjudiciales?

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