Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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– De no ser por mí, que detuve a ese crío asesino, ahora estarías muerta -le decía a su hija. Y a su hijo pequeño-: Tendrás que vigilarle, te matará en cuanto te despistes.

En ocasiones Mix pensaba que matar a tu padrastro por venganza sería una manera de hacerse famoso. Sin embargo, Javy los había abandonado cuando él tenía catorce años. La madre de Mix lloró, sollozó y se puso histérica hasta que él se hartó de todo aquello y le pegó un bofetón.

– ¡Yo sí te voy a dar un motivo para hacerte llorar! -le había gritado presa de la furia-. ¡Quedarte de brazos cruzados mirando cómo me pegaba!

Lo mandaron al psiquiatra por haber golpeado a su madre. Un maltratador en ciernes, fue la descripción que oyó por casualidad de boca de un asistente social. Su madre seguía viva, aún no había cumplido los cincuenta, pero Mix no había vuelto a verla.

Era sábado, de modo que en Westbourne Park Road se podría estacionar más o menos en cualquier parte en la que pudiera encontrar un hueco. Resultó que lo hizo en el mismo estacionamiento que había utilizado Nerissa. Mix estaba tan perdidamente enamorado que eso le hizo muchísima ilusión, lo mismo que le ocurriría si tocara algo que hubiera tocado ella o si leyera algún letrero que hubiese leído ella horas antes. Se dirigió a la puerta y llamó al botón inferior de una serie de timbres. La puerta emitió un zumbido y se abrió a un vestíbulo poco atractivo que olía a incienso y en el que había una escalera estrecha y empinada y un flamante ascensor todo de acero y cristal como el espejo que tenía en casa. Éste lo llevó un par de pisos hacia arriba, donde, para alivio de Mix, todo era del mismo estilo, un brillante diseño funcional de líneas elegantes. Había varias puertas que daban al pasillo y en cuyos rótulos se leía Reflexología, masaje y podología. El gimnasio estaba lleno de jóvenes que se ejercitaban en cintas de correr y bicicletas estáticas. A través de un gran ventanal vio chicas en biquini y hombres con el aspecto que él quería tener, sumergidos o sentados en el borde de un amplio jacuzzi burbujeante. Una chica delgada y morena vestida con unas mallas y una bata blanca abierta encima le preguntó qué quería. Mix había tenido una idea. Explicó a qué se dedicaba y preguntó si necesitaban a alguien para ocuparse del mantenimiento y la revisión de las máquinas. Su empresa consideraría hacerse cargo de dicho trabajo en el gimnasio Shoshana.

– Es curioso que diga eso -comentó la chica-, porque el tipo que iba a hacerlo nos dejó plantados ayer mismo.

– Creo que nosotros podríamos encargarnos -dijo Mix. Le preguntó qué les cobraban los que los habían plantado. La respuesta le agradó. Podía dar un presupuesto más bajo. Empezó a pensar con osadía en asumir el trabajo personalmente, lo cual iba en contra de las normas de la empresa, pero ¿por qué iban a enterarse?

– Tendré que preguntárselo a Madam Shoshana. -La joven tenía una voz vacilante y unos ojos brillantes y nerviosos como los de un ratón-. ¿Querría llamarme por teléfono más tarde?

– Lo haré, no hay problema. ¿Cómo te llamas?

– Danila.

– Es un nombre muy curioso -comentó él.

La chica parecía tener unos dieciséis años.

– Soy de Bosnia. Pero llevo viviendo aquí desde que era pequeña.

– De Bosnia, ¡vaya! -Allí había habido una guerra, pensó vagamente, tiempo atrás, en la década de los noventa.

– Por un momento temí que quisiera hacerse socio -dijo Danila-. Tenemos una lista de espera larga interminable. La mayoría no vienen más de cuatro veces seguidas, es lo habitual, cuatro veces, pero están registrados, ¿no? Son socios.

A Mix sólo le interesaba una de sus socias.

– Te llamaré más tarde -dijo.

¿Y si Nerissa se encontraba allí en aquel momento? Recorrió sin prisas el pasillo entre las máquinas. Unos pequeños televisores colgaban a la altura de la cabeza frente a cada una de ellas y en todos se veía o bien concursos de la tele, o bien dibujos animados muy antiguos de Tom y Jerry. La mayoría de los usuarios estaban viendo los dibujos mientras pedaleaban o corrían. Nerissa no estaba allí. No le hubiera hecho falta mirar con atención. Ella destacaba entre los demás como un ángel en el infierno o una rosa en una cloaca. Esas piernas largas, ese cuerpo de gacela y ese cabello negro como el azabache debían de causar sensación en aquel lugar.

Mientras consideraba la posibilidad de ir a ver una película y después a tomar una copa con Ed en el Kensington Park Hotel, el pub que Reggie había frecuentado y al que llamaba KPH, pensó en la figura con la que había alucinado en las escaleras. ¿Y si no fuera una alucinación, sino un fantasma de verdad? ¿Y si hubiera sido Reggie? Es decir, su fantasma. Su espíritu, condenado a rondar los alrededores del lugar en el que había vivido. Mix sabía que en realidad Reggie no se parecía a Richard Attenborough; ni tampoco a él, ahora que lo pensaba. Su aspecto habría sido totalmente distinto, más alto y delgado y mayor. En sus libros aparecían muchas fotografías. Mix se asustó mucho cuando intentó evocar una imagen del hombre de las escaleras. Además, no podía hacerlo. Sólo sabía que era un hombre, que no era muy joven y que tal vez llevara gafas. Sí, podía ser que lo de las gafas se lo hubiera inventado, ¿no? Podrían haber estado sólo en su mente.

Puede que Reggie hubiera estado en Saint Blaise House en vida. ¿Por qué no? La señorita Chawcer se le había escapado, pero podría ser que él hubiese acudido allí a por ella. Mix, que conocía meticulosamente los detalles de la vida de Reggie después de su llegada a Notting Hill, se la imaginó yendo a Rillington Place, tal y como era entonces, para un aborto, pero luego le entró miedo y se marchó corriendo. Tuvo suerte de librarse. ¿Acaso Reggie había intentado persuadirla para que le permitiera hacerlo en su propia casa? No, porque tenía que deshacerse del cadáver. Fue allí para conseguir que volviera…

¿Existían los fantasmas? Y de ser así, ¿era el espíritu del asesino el que había visto? ¿Por qué había regresado? ¿Y por qué estaba allí y no en Rillington Place, que había sido la tumba de tantas mujeres muertas? Resultaba bastante evidente por qué no había vuelto. No reconocería el lugar después de lo que le habían hecho, la casa victoriana de tres plantas y todas las demás como ella arrasadas. Todas esas hileras de casas adosadas, los árboles y el ambiente «jovial» le habrían quitado las ganas de volver nunca más. Podía haber ido al lugar de Oxford Gardens donde su primera víctima, Ruth Fuerst, había tenido una habitación. El hueso de la pierna que habían encontrado apoyado en la verja del jardín de Reggie era suyo. O a casa de su segunda víctima, Muriel Eady, que había vivido en Putney. Sin embargo, Saint Blaise House se encontraba más cerca y «no había cambiado». Eso debió de gustarle, una casa tal y como había sido en los años cuarenta y cincuenta. Allí se sentiría cómodo y, además, aún tenía asuntos inacabados de los que ocuparse.

Ahora ella era vieja, pero él no. Él tenía la misma edad que cuando lo habían ahorcado y siempre sería así. ¿Acaso no era lo más probable que hubiera regresado a buscar a la vieja Chawcer y llevársela con él al lugar de dondequiera que viniera? «No pienses así, para ya -se dijo Mix mientras subía las cincuenta y dos escaleras-, o te vas a morir de miedo.»

5

En su casa de Campden Hill Square, Nerissa Nash se estaba preparando para ir a cenar a casa de sus padres. Si hubiera ido a ver sólo a su madre, cuando su padre estuviera en el trabajo, por ejemplo, se habría puesto unos vaqueros, unas botas y un jersey viejo debajo de su abrigo de piel de borrego. Pero a su padre le gustaba verla elegante porque se enorgullecía mucho de ella.

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