Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Danila estaba sentada detrás de su mostrador bebiendo una taza de café solo.

– ¿Por casualidad no habría otro de ésos?

– Podría ser, pero no digas nada, ¿quieres? -Desapareció en algún lugar del interior del local y regresó con un café, una jarrita de leche y edulcorante en unos paquetitos tubulares-. Aquí tienes, Shoshana me mataría si lo supiera. Se supone que no debemos ofrecer café a nadie que no sea del personal.

– Eres un cielo -dijo Mix, y obtuvo una sonrisa como respuesta. «No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy», pensó, y sin perder de vista la puerta por si Nerissa entraba precisamente a las doce menos veinte, añadió-: ¿Te apetece ir a tomar una copa? Digamos el miércoles o el jueves si quieres.

La joven se sorprendió. Él hubiera preferido que diera por descontado este tipo de invitaciones, como un deber.

– No me importaría -respondió ella, y entonces lo estropeó diciendo-: ¿Estás seguro?

– Entonces te pasaré a buscar. ¿Dónde vives?

– En Oxford Gardens. -Le dio el número.

– No queda lejos de mi casa -comentó él-. Iremos al KPH -anunció, olvidando que ella no sabría lo que significaban dichas iniciales-. ¿Te parece bien a las ocho?

Mix pensó que no tenía sentido pasar toda la noche con ella. ¿Y si Nerissa pertenecía a esa clase de clientes que Danila había mencionado la última vez que estuvo allí, los que sólo iban al gimnasio cuatro veces y luego perdían interés? No debía impacientarse por el hecho de que Nerissa no hubiera acudido hoy; la chica no iba a ir cada día, por muy entusiasta de la buena forma física que fuera. La próxima semana efectuaría el mantenimiento el miércoles en lugar del martes. Y tal vez se mentalizara y fuera andando. No podía haber más de kilómetro y medio.

Olive había olvidado que se había dejado el hueso de plástico en casa de Gwendolen y lo había buscado por todo el jardín comunitario del edificio e incluso en varias papeleras frente a las tiendas. Kylie , el perrito blanco, estaba desesperado. Así pues, el hecho de llamar a Gwendolen no fue para recuperar el hueso, sino para desahogarse con alguien comprensivo.

Gwendolen nunca lo era. Escuchó las penas de su amiga con cierto regocijo. El hueso se lo había enviado a Kylie una amiga norteamericana que compartía el amor de Olive por los caniches. A Kylie le había encantado desde el principio. Ahora lo había perdido y Olive no tenía ni idea de qué hacer, puesto que allí era imposible comprar un juguete como aquél. Tampoco se atrevía a escribir a su amiga a Baltimore para confesarle su falta de cuidado y pedirle otro.

Gwendolen se echó a reír.

– Se han terminado tus problemas. Está aquí.

– ¿El hueso de Kylie ?

– Te lo dejaste aquí. Pasé por tu casa para dártelo, pero habías salido, por supuesto.

Si a Olive le desagradó ese «por supuesto», no dio muestras de ello. Gwendolen buscó el hueso en su cocina sucia y desordenada y al final lo encontró encima de una pila de periódicos que databan de la época del profesor y debajo de un paquete de bolsas de aspiradora de hacía veinticinco años.

– Acabas de hacer muy feliz a un perrito, Gwen.

– Es un alivio.

Olive no captó el sarcasmo de Gwendolen, estaba tan contenta por haber recuperado el hueso que no lo advirtió. Salió de casa alegremente en dirección a Ridgemount Mansions. Gwendolen, que prefería su propia compañía a la de sus amistades, se alegró cuando la mujer se fue. Durante los últimos días había decidido, con arrojo, intentar averiguar dónde estaba Stephen Reeves entonces y había considerado pedirle ayuda a su inquilino. Él tenía ordenador. Un día que se encontraron por casualidad en el vestíbulo había visto que lo llevaba.

– Pensará que me estoy buscando problemas llevando esto encima -le había comentado-, pero no lo dejaré a la vista sobre un asiento. Irá en el maletero.

Gwendolen no había pensado nada parecido, puesto que no tenía ni idea de qué le estaba diciendo.

– ¿Qué es?

Él la miró con recelo, tal como los desconsiderados miran a los mentalmente perturbados.

– Es un PC. -Ella mantuvo su expresión perpleja-. Un ordenador…, ¿sabe? -dijo él, desesperado.

– ¿En serio? -Gwendolen encogió sus delgados y ancianos hombros-. Pues será mejor que vaya a hacer lo que sea que tenga que hacer con él.

La información que necesitaba… ¿acaso de un modo u otro se depositaría automáticamente en esa cosa que había dentro de aquel maletín pequeño y plano? ¿La proporcionarían todos los aparatos? ¿O necesitabas alguna especie de máquina unida a ellos? ¿Y dónde estaba la pantalla que había visto que tenían en las tiendas? Era muy consciente de que su ignorancia había resultado ridícula para el señor Cellini y por nada del mundo quería volver a quedar como una idiota. No es que hubiera nada esencialmente estúpido en el hecho de que una persona que había leído por entero a Gibbon y las obras completas de Ruskin no supiera cómo funcionaban esos inventos modernos. De todos modos, prefirió no preguntárselo. También prefirió no preguntárselo a Olive. Si pasaba por Golborne Mansions, tendría que presenciar el éxtasis de Kylie , oír la historia del hueso perdido una y otra vez y quizás el dechado de virtudes de la sobrina o la madre de ésta estuvieran allí, cosa que, injustificadamente, siempre le producía pavor.

No perdía nada con visitar uno de esos Internet restaurantes…, no, cafés. Ella era lista, lo sabía. Stephen Reeves la había llamado intelectual e incluso su padre le había dicho varias veces que era muy inteligente para ser una mujer. Por lo tanto, seguro que podría llegar a dominar el manejo de uno de esos ordenadores y conseguir que vertiera su información. Mientras se ponía el sombrero reflexionó sobre el que llevaba Olive, un fedora de un rojo vivo que hacía juego con sus uñas; luego cogió la chaqueta de seda negra y los guantes negros de red porque hacía calor. Se los había regalado su padre cuando cumplió cincuenta y dos años y era increíble lo mucho que le habían durado. Hoy no le hacía falta llevarse el carro.

Era un día de sol radiante. Aquel verano había hecho calor todos los días y la temperatura estaba subiendo. Varios chicos y chicas jóvenes iban por la calle con camisetas de manga corta y sandalias. Había una joven que llevaba la parte superior del biquini y un chico que parecía haberse dejado la camisa en alguna parte porque sólo llevaba un chaleco. Gwendolen meneó la cabeza preguntándose qué habría dicho su madre si ella hubiera intentado salir a la calle en sujetador.

Nerissa había ido al gimnasio, donde recibió un masaje integral y facial y ahora, de nuevo con las gafas oscuras que se había puesto para ir hasta allí sin que la reconocieran, se dirigía al piso de arriba para ver a Madam Shoshana.

Las escaleras eran estrechas y empinadas. Estaban cubiertas de un linóleo marrón de una época en la que ni la madre de Nerissa había nacido. Los peldaños tenían una moldura metálica en el borde que se había soltado en algunas partes, con lo que cabía la posibilidad de tropezar y el riesgo de sufrir un accidente serio era grande. Subió con mucho cuidado. Una modelo amiga suya se había fracturado la tibia en unas escaleras muy poco seguras y cuando la fractura se soldó, un tobillo le quedó más grueso que el otro. Aunque el ventanuco que había a medio camino estaba abierto de par en par, la escalera apestaba, olía como a col rancia y hamburguesas baratas. El aire hizo ondear una cortina de encaje muy sucia contra el rostro de Nerissa. Ella ya estaba acostumbrada. Subía allí una vez por semana para que le predijeran el futuro.

En la combada puerta de color marrón había un letrero en el que se leía: «Madam Shoshana, adivina. Llamen a la puerta, por favor», y debajo, escrito en bolígrafo de cualquier manera: «(Aunque tenga cita)». Nerissa llamó. Una voz suave e inquietante respondió:

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