Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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Un sótano rectangular de diez metros por siete, una puerta de entrada grande y pesada, otra que daba a un cuarto de baño. Una ventana alta con un fregadero debajo. La ventana bloqueada por una estructura de madera parecida a una conejera, por cuyos intersticios se vislumbraba algo verde y una suerte de escalón de piedra. Suelo de baldosas de piedra, paredes encaladas. Una vaquería, ahora lo sabía…, pero ¿de qué le servía saberlo?

La leche de soja, que al principio se había antojado tan prometedora, podía obtenerse en todo el país. La maldita Rosy Underwing los había lanzado a una caza de fantasmas… o de mariposas por todo el sur de Inglaterra.

Quedaba aquella cosa azul que iba y venía ante la ventana. ¿Colada tendida a secar? ¿La gente aún tendía la ropa? ¿Un coche? Podía ser un coche azul. Los coches se desplazaban de un sitio a otro, y el azul siempre estaba de moda. Sí, pero ¿a tres metros de altura? ¿Una ventana que al abrirse revelaba una pantalla de lámpara o una cortina azul? No le convencía ninguna de esas posibilidades. Lo que desconcertaba era el hecho de que la cosa azul se moviera.

Acababa de llegar un informe sobre el robo de veinte sabuesos en un laboratorio de investigación cerca de Tunbridge Wells. Alguien había robado los perros e incendiado las instalaciones. El laboratorio se hallaba en Kent, fuera de su jurisdicción y de la de Montague Ryder.

Comprobó que alguien ya había establecido la conexión con Mid-Sussex. Karen Malahyde tema todas las pruebas necesarias contra Brendan Royall. ¿Significaba eso que, después de todo, Royall no tenía nada que ver con Planeta Sagrado? Probablemente. Y Damon Slesar no había conseguido nada con Conrad Tarling quien, aparte de dar largos paseos para inspeccionar distintas zonas de la obra, permanecía casi siempre encerrado en su cabaña.

De camino a Savesbury, Wexford pasó cerca del campamento. En toda la zona de la nueva carretera de circunvalación reinaba el silencio más absoluto. En ese punto, más o menos el centro de la obra proyectada, aun no habían dado comienzo los trabajos. No habían talado ningún árbol; seguía siendo la misma campiña salvaje de profundas veredas, prados jugosos y colinas a lo lejos. El granjero que había retirado sus ovejas de la zona las había vuelto a traer. Savesbury Hill seguía intacto, un pico abrupto y aislado con su aureola de árboles en pleno hábitat de la Araschnia levana. Wexford tema poco tiempo, pero aun así dio un rodeo para intentar hallar indicios de la evaluación medioambiental. No había rastro de ella, a menos que se hubiera equivocado de lugar.

La última vez que pasara por allí lucía un sol caprichoso. El viento soplaba con fuerza suficiente para restregar sin pausa las nubes contra la cara del sol, de modo que la luz iba y venía, y las sombras de las nubes flotaban sobre las colinas verdes como bandadas de pájaros inmensos y oscuros. El bosque debía de estar atestado de activistas a la espera de averiguar cuál sería el siguiente movimiento, pero no vio a ninguno. Alguien le había dicho que en el extremo de la obra más cercano a Stowerton, donde los niños habían encontrado los huesos, ya crecían hierbajos sobre los montículos de tierra removida.

En la terraza de la tetería de Framhurst vio a varios moradores de los árboles, o tal vez se trataba de excursionistas. Ni rastro de Conrad Tarling, Gary, Quilla ni Freya. Tal vez estaban vigilando a los Struther, aunque no lo creía. De algún modo sabía que no era así en absoluto, que se había equivocado, que había considerado todo el asunto desde una perspectiva errónea. Pero ¿de qué le servía saberlo si desconocía en qué sentido era errónea?

Bibi le abrió la puerta. Andrew la había avisado de su llegada, y le dijo que lo encontraría «por la parte de atrás». Wexford cruzó una arcada de ladrillo hasta un lugar pavimentado como un tablero de ajedrez, alternando entre baldosas de piedra y cuadrados de hierba. Aquí y allá se veían macetas de petunias rayadas y margaritas jamaicanas, pruebas de las habilidades hortícolas de Kitty Struther. Manfred, el perro, estaba levantando la pata contra una frondosa planta trepadora que se encaramaba por una de las paredes. Wexford se volvió cuando Andrew Struther dobló una esquina del edificio georgiano y lo siguió al interior de la casa.

La casa parecía más limpia y mejor atendida, más parecida a lo que a la pobre Kitty Struther le gustaría encontrar al volver. Sentado en su elegante salón, con su zaraza y sus alfombras de colores suaves, su plata y su porcelana china, Wexford volvió a examinar la fotografía enmarcada de los dos últimos rehenes, una copia de la cual Andrew le había llevado a su despacho. De ella no se desprendía que Kitty Struther pudiera desmoronarse de manera tan fulminante bajo la presión y que su marido se transformara en un pseudohéroe bravucón. En la fotografía, la mujer parecía mucho más aventurera que él, una esquiadora casi atlética que había dejado atrás las pistas verdes hacía mucho tiempo. Owen Struther le recordaba las fotografías que en su juventud había visto del difunto sir Edmund Hillary, y lo cierto era que parecía tan capaz como él de escalar el pico más alto del mundo.

– ¿Trae noticias? -preguntó Andrew Struther.

– Nada alentador, me temo. He venido para decirle que sus padres son ahora los únicos rehenes de Planeta Sagrado.

– ¿Qué hay del chico?

Wexford se lo contó. Struther apretó los puños; al cabo de unos instantes bajó la cabeza y se oprimió la frente con ellos. Parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano para dominarse, respirando profundamente y tensando los músculos de los hombros. No se asemejaba en nada al hombre arrogante y engreído que una semana antes había echado a Burden y Karen. La tensión había acabado con aquella fachada.

– Es posible que reciba una llamada. Hemos intervenido su teléfono, pero me gustaría que cooperara.

– Si se refiere a que le diga a ese cabroncete lo que pienso de él, puede contar con mi cooperación.

– Me refiero a todo lo contrario, señor Struther. Quiero que lo haga hablar lo más posible. No se enfrente a él. Hable de sus padres si quiere; lo más natural es que pregunte por su bienestar, y cuanto más le pregunte y hable, más probabilidades hay de que le dé alguna pista acerca de su paradero.

– ¿Cree que llamará aquí?

– No, no lo creo, pero quiero estar preparado por si acaso.

La señora Peabody había limpiado y engalanado la casa como si esperara la visita de la familia real. A las ocho de la noche anterior la habían avisado de que irían los dos policías, y eso le había bastado. Por lo visto, la limpieza de primavera había tenido lugar entre ese momento y las nueve de la mañana siguiente, hora a la que llegaron Burden y Karen. La señora Peabody debía de haberse levantado a las cinco de la mañana. El antimacasar que cubría el respaldo de uno de los sillones aún estaba ligeramente húmedo por el lavado, aunque planchado y almidonado a la perfección. Karen lo rozó con la yema del dedo, sonrió y a renglón seguido se dijo que como no tuviera cuidado se convertiría en otra señora Peabody, una anciana que atusaba los cojines antes de que llegaran las visitas e incluso ordenaba a alguien…, quien fuera…, ¿quizás Damon Slesar?, que se quitara los zapatos al entrar en casa.

– Daría algo por saber lo que está pensando, sargento Malahyde -comentó Burden al ver que se ruborizaba.

– Estaba pensando que puedo convertirme en una ama de casa quisquillosa como la señora Peabody si no me ando con ojo.

– Yo también -confesó Burden-, o al menos en el equivalente masculino.

Audrey Barker debería contestar al teléfono cada vez que sonara. Iba de un lado para otro, ayudando a su madre en las tareas que le quedaban por hacer, apareciendo y desapareciendo con el ceño fruncido y la mirada ansiosa… En un instante en que se quedó a solas en la cocina con Karen, le explicó, sin que ésta se lo preguntara, que la habían operado de piedras en la vesícula, lo que daba al traste con el cuento sensacionalista de Ryan que Dora Wexford había repetido en la grabación. Karen se maravilló ante la inteligencia, por no mencionar la imaginación de un chico de catorce años que podía inventar la fantasía de una biopsia uterina.

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