Ruth Rendell - Carretera De Odios
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El teléfono sonó por primera vez a las diez y veinte. La señora Peabody acababa de sacar tazas de café con leche muy espumoso, su versión particular del capuccino. Sobre la bandeja yacía un tapete veteado de blonda, el plato de las galletas estaba protegido con una servilleta de adorno, el azucarero contenía terrones y sobre cada platillo se veía una cucharilla de metal muy labrado. Audrey Barker lo miró todo con el aborrecimiento de una mujer a quien importa muy poco el aspecto de los utensilios domésticos, pero que ha sufrido toda la vida las reconvenciones de una madre orgullosa de su casa. El timbre del teléfono le hizo dar un respingo y llevarse las manos a la cabeza. Burden le indicó por señas que descolgara.
De inmediato se puso de manifiesto que no era Ryan. Burden y Wexford habían dudado de la existencia del hombre que, según Ryan había contado a Dora, estaba prometido con su madre. ¿Se trataría de otro producto de su imaginación desbordada? Por lo visto no, tal como explicó Audrey Barker al colgar el teléfono un par de minutos después.
– Mi amigo -dijo-. Me llama cada día. Dos o tres veces al día, de hecho.
A Burden le parecía que el tiempo pasaba muy despacio. La señora Peabody retiró las tazas de café y recogió dos migas de galleta invisibles de la alfombra, entre los pies de Burden. Para matar el rato, el inspector preguntó a Audrey Barker por su hijo, sus gustos, sus intereses, sus progresos en la escuela. La mujer empezó a hablar, y la tensión de su rostro empezó a disiparse. Al parecer, Ryan despuntaba en biología y geografía, lo que no extrañaba a nadie. Poseía una considerable colección de libros de historia natural. La señora Barker le había regalado una guía de pájaros de Gran Bretaña por Navidad y ya le había comprado una serie de vídeos de documentales para su siguiente cumpleaños…
El teléfono volvió a sonar a mediodía, y puesto que eran las doce en punto, lo que se antojaba una buena hora para Planeta Sagrado, cuando Audrey descolgó, Karen se levantó y se acercó lo suficiente para oír la voz de su interlocutor. Sin embargo, no era Ryan, sino Hassy Masood.
– El también llama cada día -explicó Audrey al término de la breve conversación-. Es lo que entiende por tener un grupo de apoyo. Sé que es muy amable por su parte, pero la verdad es que podría prescindir perfectamente de sus llamadas. Ella no quiere hablar, y no me extraña. El señor Masood siempre me dice que Clare no quiere hablar.
La siguiente llamada fue de alguien que se había equivocado de número. Observando a Audrey, Karen comprendió por primera vez en su vida el significado de la expresión «con los nervios a flor de piel».
El laboratorio forense no proporcionó a Wexford pista alguna sobre la procedencia del saco de dormir. Nicky Weaver se había propuesto localizar su origen ahora que era evidente que se habían equivocado al suponer que se trataba del mismo que había comprado Frenchie Collins en Brixton. Ya había descartado el norte de Londres y en compañía de Hennessy había ampliado el radio de búsqueda a los Midlands, mientras Damon Slesar seguía vigilando a Conrad Tarling.
Pero si bien el informe del laboratorio no revelaba nada acerca del origen del saco de dormir, sí proporcionaba gran cantidad de información acerca de los lugares en los que había estado tras caer en manos de Planeta Sagrado.
Era de un material lavable y había sido lavado al menos una vez. Después de que Frenchie Collins lo trajera consigo de África, pensó Wexford, pero no lo había traído consigo, no era suyo. Le había dicho a Slesar que no era suyo. ¿Por qué iba a mentir?
De las sustancias halladas en la ropa de Dora, en el saco de dormir sólo se habían encontrado pelos de gato, y en grandes cantidades, por cierto. También se habían detectado unas manchas en la cara externa, unas de café solo y otras de vino tinto. En el interior se habían encontrado tres piedrecillas irregulares, fragmentos diminutos de grava, pero tal vez el hallazgo más interesante fuera una hoja marchita que habían localizado en el fondo del saco y que, en opinión del forense, debía de haberse pegado a la suela del zapato de Roxane. La hoja no procedía de una planta silvestre, sino de una ipomea rubrocaerulea, una trepadora más conocida por el nombre de campánula o farolillo.
Wexford releyó aquella parte del informe. En cierta ocasión había intentado cultivar campánulas en su jardín, pero el verano había sido tan nefasto que la pobre planta no había empezado a florecer hasta octubre para luego ser destruida por las primeras heladas. Sheila le había contado que, al parecer, ciertas partes de la planta… ¿las semillas? ¿la raíz? ¿las hojas?… producían alucinaciones; sabía de personas que la masticaban, pero al consultar las propiedades de la ipomea en un libro, Wexford sólo había averiguado que de ella se obtenía un purgante, la jalapa.
En la ropa de Roxane se habían encontrado manchas de su propia sangre, de loción corporal, aplicada seguramente antes del secuestro, leche de soja y salsa de tomate. Wexford volvió las páginas del documento hasta llegar al principio y miró por la ventana sin reparar en lo que veía.
Ryan Barker llamó a su madre en el preciso instante en que Burden empezaba a perder la esperanza y se preguntaba si no se habían embarcado en otra de aquellas esperas interminables, esperas que a veces duraban días enteros.
La señora Peabody les preparó la clase de bocadillos que reciben el calificativo de «exquisiteces», diminutos triángulos de pan blanco sin corteza con lonchas transparentes de jamón o berros entre las rebanaditas. Se sentó para verlos comer. Al cabo de una hora volvió a levantarse para preparar el té y trajo un pastel, la clase de obra que habría hecho las delicias de Patsy Panick, una tarta de chocolate con cobertura de chocolate y virutas de chocolate. Para asombro de Burden, la visión y el olor del pastel le produjo una oleada de náuseas, pero la delgada y tensa Karen se sirvió una ración.
La señora Peabody se volvió hacia la repisa de la chimenea y divisó una mota de algo que no debía estar allí, de modo que fue a la cocina, volvió con un paño y puso manos a la obra. Frotaba y pulía todos los objetos decorativos de forma obsesiva. A Karen le recordó a un gato que de repente percibe un olor a suciedad en su pata y empieza a lamerse como un condenado.
El teléfono emitió un leve chasquido antes de sonar, lo que no había sucedido en las llamadas anteriores, o en cualquier caso no habían reparado en ello. El timbre se les antojó desproporcionadamente ruidoso, un sonido agudo y penetrante. Audrey recitó su número de teléfono con voz monótona, tal como le habían indicado.
Otra vez el prometido. Burden deseó haberle pedido a Audrey que le dijera que no volviera a llamar ese día. Se lo pidió entonces; la mujer asintió, pero no lo hizo. En cuanto colgó el auricular, el teléfono volvió a sonar.
Karen se acercó a ella de un salto cuando descolgó. De nuevo recitó el nombre con voz monótona.
Se oyó la voz de un chico, una voz adulta desde hacía tiempo, pero temblorosa y aguda, tal vez a causa del nerviosismo.
– Hola, mamá, soy yo.
23
– ¿Has transmitido el mensaje, mamá?
– Claro que sí, Ryan, tal como me dijiste.
Audrey Barker era una actriz pésima; su voz sonaba falsa, como si se hubiera aprendido de memoria el texto de una obrita de teléfono blanco.
– Tienen que desviar la carretera, ¿lo has entendido?
– Sí, Ryan, y ya se lo he dicho.
La voz forzada de su madre lo inquietó.
– ¿Hay alguien en casa contigo? -preguntó con suspicacia.
– ¡Claro que no, claro que no! -casi gritó Audrey.
– El gobierno tiene que anunciarlo oficialmente. De lo contrario, la señora Struther morirá. ¿Lo has entendido? O lo anuncian mañana antes de la puesta de sol, o la señora Struther morirá.
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