Ruth Rendell - Carretera De Odios
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– Más bien suena a que enviarán otro mensaje, señora Barker. Me gustaría que me lo repitiera todo para que podamos grabarlo. ¿Le importaría?
En el primer momento, a Wexford lo asombró que Ryan Barker se aliara con Planeta Sagrado, pero, por supuesto, no era la primera vez que un rehén se unía a sus secuestradores y abrazaba su causa. Y aquella causa en particular ejercía un gran poder de atracción sobre los jóvenes. Eran los jóvenes quienes ardían de indignación ante la destrucción del medio ambiente, su futuro medio ambiente, y que abogaban fervorosamente por la inversión del «progreso» y el restablecimiento de un paraíso natural no identificado.
– Ryan idealiza a su padre, ¿verdad? -preguntó a Audrey Barker cuando ésta acabó de grabar la conversación que había sostenido con su hijo-. Me pregunto si verá en Planeta Sagrado algo que su padre habría aprobado. Tengo entendido que su padre mostraba un interés especial por la historia natural.
La señora Barker se lo quedó mirando como si de repente, inexplicablemente, hubiera empezado a hablar en una lengua extranjera. Se había apoderado de ella una fatiga universal que le hundía el rostro y los hombros. Wexford reformuló la frase para hacerla más inteligible.
– Sé que su esposo murió en la guerra de las Malvinas y también sé lo del álbum de dibujos. Tengo la impresión de que Ryan ha hecho lo que hacen algunos niños que han perdido a su padre o su madre, es decir, idealizarlos, ponerlos en un pedestal e intentar imitarlos. Ryan ve Planeta Sagrado, equivocadamente, por supuesto, como una organización que su padre habría admirado y apoyado, y por ello él hace lo mismo.
Audrey Barker se encogió de hombros con todas sus fuerzas para subrayar al máximo la negación.
– No era mi marido -explicó con amargura-. No llegamos a casamos. Le conté a Ryan que su padre había muerto en las Malvinas…, y bueno, lo cierto es que murió en aquella época.
Wexford la observó con expresión interrogante.
– Dennis Barker murió en una pelea de navajeros en Deptford. Nunca detuvieron a nadie por el crimen; la verdad es que no creo que se molestaran en buscar al culpable, porque sabían qué clase de tipo era. Tenía que decirle algo a Ryan, así que me monté toda la historia, y mi madre siempre me ha apoyado.
– ¿Y qué hay de la historia natural? -preguntó Wexford-. Los dibujos, el álbum…
– Eran de mi padre, John Peabody. Mire, nunca le he contado otra cosa al niño, pero…, bueno, la verdad es que los niños se engañan para soportar mejor las cosas.
Y los padres también, agregó Wexford para sus adentros.
– El quid de la cuestión no es la verdad, sino lo que él ha llegado a considerar verdadero. De esta forma se pone en el lugar de su padre, se convierte en su padre -comentó Wexford.
– ¡Su padre! Era un delincuente de poca monta, por el amor de Dios. En fin, supongo que Ryan está siguiendo sus pasos uniéndose a esa panda de terroristas, ¿no?
– Haré que la lleven a casa, señora Barker, y que intervengan el teléfono de su madre. Grabaremos todas sus conversaciones telefónicas y, con su permiso, tomaremos la precaución de apostar a un agente en su casa durante el día de mañana para que esté presente cuando llame Ryan.
Si es que llamaba. Si es que no enviaban una carta u otro cadáver… Tenía que contárselo a Dora.
Le sorprendió que su mujer no se sorprendiera.
– Ryan estaba esperando algo así -comentó-. Ésa es la impresión que me daba cuando hablábamos. Creí que lo había encontrado en una persona, en Owen Struther, una especie de padre-héroe, pero Owen lo defraudó o al menos eso creía él, cuando los de Planeta Sagrado se los llevaron a él y a Kitty. Ahora comprendo que Ryan estaba buscando algo en que creer, una causa, una razón para vivir. Claro que no es más que un niño…
– Eso mismo dice su madre.
– Pobre mujer.
Le contó lo del padre real y el imaginario en la esperanza de que se escandalizara al menos un poco. A nadie le gusta que le engañen, aun cuando quien engaña apenas sea consciente de que miente y quien le escucha sea un primo. Pero Dora se limitó a menear la cabeza y extendió las manos con gesto de impotencia.
– ¿Qué será de él?
– ¿Quieres decir cuando los cojamos? Nada, supongo. Como dice todo el mundo, no es más que un niño.
– Me pregunto qué habrá pasado -suspiró Dora.
– ¿A qué te refieres?
– Te conté que nunca nos hablaban, que no había comunicación alguna. ¿Cómo es que las cosas cambiaron y se pusieron a hablar con él cuando me fui? ¿Lo abordaron ellos, o los abordó él? Yo más bien me inclino por la segunda posibilidad, ¿tú no? Debía de sentirse muy solo y desesperado por oír una voz humana, así que empezó a hablar con ellos, tal vez para preguntarles por qué hacían todo eso, qué querían. Y ellos aprovecharon la ocasión. Menuda ventaja tener a un invitado en lugar de un rehén, ¿no te parece? Seguro que es el sueño de todo secuestrador con causa.
– Hasta cierto punto -matizó Wexford-. Si todos tus rehenes se convierten, pierdes tu arma negociadora.
– Los Struther jamás se convertirían, jamás. O sea que ahora sólo quedan ellos. Owen y Kitty…
– Es casi lo mismo tener dos rehenes que cinco -comentó Wexford.
A la mañana siguiente, ambos se despertaron temprano, y Dora empezó a hablarle de las dos personas a las que hasta entonces menos había mencionado. Era como si hubiera pensado en ellos durante las largas vigilias nocturnas o como si sus pensamientos y análisis hubieran cristalizado mientras dormía. Dora le llevó una taza de té a la cama y se sentó junto a él.
– Kitty tenía sólo cincuenta y pocos años, pero diría que pertenece a una especie en extinción, una clase de mujeres que han vivido siempre protegidas por los hombres, sin hacer nada por sí solas, sin tomar decisiones ni iniciativas. Oh, ya sé que yo tampoco soy más que una ama de casa, pero no de ésas que se limitan a cocinar un poquito, arrancar de vez en cuando unas malas hierbas y dar órdenes a la mujer de la limpieza. Esas mujeres sólo tienen un hijo, por lo general un varón, y lo meten en un internado a la primera de cambio. Así era Kitty Struther. Apenas hablaba, pero lo sé. Al tener que enfrentarse a algo distinto, una situación amenazadora, se desmoronó por completo. Lo único que decía era «Owen, tienes que hacer algo» y «Owen, haz algo». Y la reacción de Owen consistía en comportarse como un prisionero de guerra resuelto a escapar del campo de concentración. Se veía a la legua cómo era su matrimonio… Ella dependía por completo de él, y él, por su parte, para mantener la ilusión de que era un hombre valiente y admirable, se veía en la necesidad de impresionarla constantemente.
– ¿La mujercita? Eso es lo que decían los creadores de imperios.
– El gran hombre y la mujercita… Da escalofríos. ¿Recuerdas cuando Sheila estaba casada con Andrew, y su madre se refería a ella como su «mujercita»?
– Será mejor que me levante, porque de lo contrario no voy a impresionar a nadie.
– No los matarán, ¿verdad, Reg?
Era la única pregunta previsible que le había formulado en toda la conversación.
– No si puedo evitarlo.
Savesbury House y el teléfono de Andrew Struther intervenido, así como el de Clare Cox, aunque Wexford consideraba improbable que Ryan Barker la llamara. Su hija había muerto, por lo que su relación con Planeta Sagrado había terminado. Con toda probabilidad, el chico llamaría de nuevo a su madre. Al menos estaban recibiendo mensajes; cualquier cosa era preferible al silencio.
Acompañado de Karen Malahyde, Burden fue a la casa de Rhombus Road para esperar la llamada en el salón de la señora Peabody. Si es que llegaba la llamada. Los ordenadores del antiguo gimnasio seguían almacenando información, cientos de miles de bytes, añadiendo los comentarios de Dora Wexford sobre los Struther, la transcripción de la cinta de Audrey Barker, los escasos resultados obtenidos por Karen Malahyde y Damon Slesar en su entrevista con Frenchie Collins… Wexford se sentó ante el ordenador de Mary Jefferies para leer el documento que esperaba acabara por conducirlo hasta Planeta Sagrado.
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