Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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El sonido de unas ruedas que se acercaban hizo volverse a Wexford. El hombre se acercaba por el patio desaliñado empujando su silla de ruedas tan deprisa como si de una bicicleta se tratara. Guardaba un parecido tan asombroso con Conrad Tarling que podría haber sido él. ¿Eran gemelos? Bastaba con imaginar al Rey del Bosque desprovisto de su porte, reducido a la persona sentada ante ellos en aquella silla, sin la capa dorada, despojado de toda fuerza física…

Al igual que Conrad, llevaba la cabeza rapada. Sin duda había sido tan alto como su hermano en los buenos tiempos, pero ahora su cuerpo aparecía encogido y encorvado, con las rodillas dobladas bajo la manta que las cubría. Sobre aquellas rodillas apoyaba las manos grandes, pero de dedos rechonchos. El rostro era casi idéntico al de Conrad, pero aún más parecido al Ultimo Mohicano, penetrante, oscuro, como moldeado en bronce y contraído de dolor.

– ¿Qué buscan? -preguntó con una voz profunda y bella, aunque llena de resentimiento.

– Inspección de rutina, señor Tarling -explicó Burden, lo que hizo reír a Colum Tarling.

Su risa era amarga, sin sentido del humor alguno, forzada y artificial. Resulta mucho más fácil forzar la risa que el llanto.

– De ésas tenemos muchas -exclamó-. En fin, no les entretendré… Bueno, tampoco podría aunque quisiera, ¿eh? La verdad es que ya no puedo hacer nada. No se puede hacer nada con la médula espinal destrozada.

Desde luego, las personas que se hallaban en semejante situación tenían el poder único de incomodar a los demás si eso les proporcionaba satisfacción, y a todas luces era el caso de Colum Tarling.

– Te gustan todas las cosas buenas, trabajas para defender y proteger la civilización, los seres vivos, la decencia y la humanidad, y lo que hacen es castigarte seccionándote la médula espinal bajo las ruedas de un camión. ¿Le gustaría decir algo al respecto?

A Wexford le habría encantado; de hecho, podría haber hablado durante media hora sin vacilación alguna.

– Puesto que ha tenido la amabilidad de permitimos que continuemos con nuestro trabajo, creo que aprovecharemos su generosidad.

Colum Tarling no había esperado semejante cortesía.

– ¡Vaya! -exclamó-. Un auténtico caballero en la profesión equivocada.

Su padre había salido de la casa y se había detenido tras la silla de ruedas. Wexford observó una mueca de dolor en su rostro al oír que su hijo hablaba con tanta brutalidad de su médula destrozada. En aquel instante apoyó una mano en el hombro de Colum y le susurró algo al oído.

– Entra en casa, Colum -añadió en voz más alta.

– Se limitan a hacer su trabajo -dijo Colum-. ¿Es eso lo que me has susurrado? Es que no te he oído bien.

Acto seguido dio la vuelta a la silla y regresó a la casa más despacio que antes. Sin lugar a dudas, su padre soportaba más de lo mismo cada día, conjeturó Wexford, y aún más cuando el Rey del Bosque iba de visita tras recorrer cien kilómetros por el campo, durmiendo bajo los setos, y aún más cuando iba a ver a su otro hijo a la cárcel. La madre escucharía día y noche historias del horror de quedar aplastado bajo las ruedas de aquel camión, las secuelas fisiológicas de la desgracia, los detalles clínicos, el dolor… Así transcurrirían las conversaciones en esa casa, con la pobreza aristocrática como telón de fondo. Se le antojaba una vida insoportable, pero…

El padre seguía allí.

– Está bastante trastornado -murmuró-. No piense que…

– No estoy pensando nada en particular, señor Tarling.

– Quiero decir que no tiene la médula exactamente «destrozada», en absoluto. Se rompió la espalda, pero hoy en día saben arreglar esas cosas, y claro que ha perdido bastante estatura, pero es su pobre mente la que…

Wexford asintió con un gesto.

– Me gustaría echar un vistazo a esos cobertizos -pidió-, y luego iremos arriba si nos lo permite.

– Por supuesto -espetó Tarling entre desairado e indiferente.

Por lo visto, su hijo Colum creía o fingía creer que buscaban explosivos. Estaba sentado en su silla de ruedas al pie de la escalera, sermoneando a sus padres y a los cuatro policías sobre la vivisección, las especies en peligro de extinción, la caza y la destrucción del dodo.

Puesto que ni Charles ni Pamela Tarling interpusieron objeción alguna, los policías registraron las dos plantas superiores. También allí, de un modo curioso, casi sobrenatural, las características de Queringham Hall se parecían a ciertos aspectos del lugar que Wexford imaginaba como encierro de los rehenes. No, no es que se parecieran, sino que más bien eran… ¿imágenes reflejadas? Era como si Queringham Hall se hallara en una dimensión, y la cárcel de los rehenes, en un universo paralelo donde las cosas eran parecidas, pero con diferencias sutiles porque los acontecimientos y las estructuras habían evolucionado por caminos distintos.

Al igual que el sótano se presentaba como una vaquería en desuso, en el desván encontraron lo que bien podrían haber sido la última prisión de Roxane Masood, un habitáculo pequeño, chato y de techo bajo. Sin embargo, la ventana era demasiado pequeña para que se colara por ella siquiera una mujer muy delgada, y a menos de dos metros de distancia, el tejado de un cuarto de baño sobresalía lo suficiente para amortiguar una caída.

No, aquella sensación se debía a que las casas de campo inglesas con frecuencia se parecen mucho entre sí, pensó Wexford. Sin embargo, ahora sabía algo con certeza. Lo que buscaban era una casa de campo, no una fábrica, un taller o un granero.

Si había mostrado desaprobación hacia aquella habitación o su ocupante en su anterior visita, Karen Malahyde no se había dado cuenta. Siempre procuraba comportarse de forma neutra, sin importar la suciedad ni la pobreza o, para el caso, el lujo y la ostentación de los lugares que visitaba. Pero debía de haber exteriorizado sin darse cuenta sus verdaderos sentimientos, debía de haber hablado en tono reprobatorio o delatado desdén en la mirada, pues Frenchie Collins se negó en redondo a hablar con ella.

– No pienso decir una sola palabra a una estreñida como usted -espetó antes de volverse hacia Damon-. Mírele la cara, con la nariz arrugada como si hubiera pisado una mierda.

– Lo siento, señora Collins -se disculpó Karen con voz tensa-, pero le aseguro que no tiene usted razón.

Era mentira, por supuesto, pues quedó más horrorizada si cabe que la primera vez al ver la pobreza de aquel minúsculo cuarto interior, la ventana que daba a una pared de ladrillo gris y, en efecto, el olor que le recordaba a algo que no percibía desde las clases de química en la escuela, el hedor a col podrida del carburo cálcico.

– Sólo queremos hacerle unas preguntas.

– Sólo querían eso la última vez -replicó Frenchie Collins-. Y sólo se portaron como si yo fuera… la mierda que ha pisado ella.

Se notaba que era joven, aunque costaba precisar por qué, ya que en su cuerpo se advertían todas las señales de la edad: cabello canoso y reseco, piel llena de surcos, dos dientes frontales desaparecidos en combate, manos arrugadas que temblaban. Llevaba el cuerpo esquelético envuelto en un albornoz antaño blanco y los pies sepultados en unos calcetines de lana gris.

– Señora Collins…

– He dicho que no pienso hablar con usted. Con él no me importaría hablar. Parece un chico bastante simpático.

Karen y Damon cambiaron una mirada.

– Está bien -suspiró Karen-. Si eso es lo que quiere, no diré nada.

– Quiero que se vaya -exigió Frenchie Collins-. ¿Ha quedado claro? Hablaré con él a solas, aunque Dios sabe qué le voy a decir. No sé nada de esa gente de Planeta Sagrado. En cuanto a usted -dijo a Karen-, espere en el coche…, porque habrán venido en coche, ¿no?

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