Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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– ¿Yo? Hombre, no me hacen demasiada gracia las serpientes. Me pongo un poco nervioso en los terrarios.

– No es lo mismo. Si tuvieras auténtica fobia a las serpientes, ni siquiera podrías acercarte a los terrarios. Yo sí tengo una.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál? -preguntó Burden muy interesado.

– No te lo diría por nada del mundo. No es nada personal, es que no se lo diría a nadie. Mi mujer lo sabe. Lo que ocurre con las fobias es que no se las cuentas a nadie porque no te atreves. Phobos significa miedo. Imagina que algún bromista te enviara el objeto de tu fobia a casa en un paquete. Por esa razón, Roxane no debería haber revelado a Planeta Sagrado que sufría esa fobia, pero la pobre no pudo evitarlo. No podían enviarle el objeto de su fobia en un paquete, pero sí encerrarla en una habitación pequeña. El sábado por la tarde, loca de terror, intentó escapar. Tal vez había una tubería de desagüe o alguna planta trepadora a la que asirse, o un tejado al que saltar, o una comisa que alcanzar… o al menos eso creía ella. Pero no lo consiguió, perdió pie y cayó. Cayó desde una altura de diez metros y se mató, Mike. Al caer se rompió el brazo, dos costillas y las dos piernas, y además se dio un golpe tremendo en la cabeza. Quizás no se habría caído en circunstancias… ¿podríamos decir normales? Pero los fóbicos no están en circunstancias normales, no cuando se han visto expuestos al objeto de su fobia durante dos días y una noche.

– Cabe la posibilidad de que no esperaran semejante desenlace -terció Burden tras cavilar unos instantes-, de que quedaran horrorizados ante lo que ocurrió.

– Si son unos aficionados que han abarcado más de lo que pueden apretar, seguro. Lo más probable es que esperaran conseguir lo que querían y dejar en libertad a los rehenes sin hacerles ningún daño. Pero la cosa no salió bien y se encontraron con el cadáver de una persona a la que no habían matado.

– Pero es como si la hubieran asesinado al encerrarla en esa habitación -señaló Burden.

– Eso podemos decirlo tú y yo, Mike, pero no se sostendría ante un tribunal.

– ¿Por qué la trajeron aquí?

– Tal vez porque no querían quedarse con el cadáver. Era una carga para ellos. ¿Qué iban a hacer con él? Cuando tienes un cadáver, lo único que puedes hacer es enterrarlo. Imposible lastrarlo y arrojarlo al agua a menos que estén en la costa, cosa que no tenemos razones para creer. Para eso se necesita tener acceso a una embarcación, intimidad total, oscuridad… Pero ellos no la mataron, Mike, sólo la pusieron en una situación que acabó con ella. Si enterraban el cadáver y más tarde lo encontrábamos, ¿quién se habría tragado que no eran los responsables directos de su muerte? Si devolvían el cuerpo, el forense no tardaría en descubrir que, casi con total certeza, su muerte había sido accidental. Por ello se deshicieron del cadáver. El sábado por la noche, seguramente de madrugada, lo metieron en un saco de dormir y se lo llevaron. Creo que dejaron a Roxane en Contemporary Cars porque les tienen manía. Así mataban dos pájaros de un tiro. Tal vez lo hicieron para vengarse de Samuels, Trotter y compañía, por habernos avisado en seguida después del asalto. Empiezo a pensar que son unos tipos muy vengativos.

Los interrumpió la llegada de Pemberton, que creía haber encontrado el origen del saco de dormir.

– ¿Londres? ¿Qué parte de Londres? -inquirió Wexford.

– Outdoors no suministra a demasiados establecimientos comerciales -explicó Pemberton-, y sólo venden a tiendas de deportes, no a grandes almacenes. Casi todos sus artículos van al norte de Inglaterra, pero también suministran a una tienda del norte de Londres, en el distrito NW1, y otra en Brixton.

Brixton… ¿Por qué le sonaba? Fuera lo que fuese, lo encontraría en el ordenador.

– Siga.

– La tienda del norte de Londres está en Marylebone High Street. Ahí es donde tuve un poco de suerte, señor. La tienda había comprado seis de esos sacos con estampado de camuflaje y seis en verde y lila, pero mientras que los de colores se habían agotado, no habían vendido ni uno solo de los de camuflaje.

– ¿A eso lo llama suerte?

– Después fui a Brixton. La tienda se llama Palm Springs y está en High Street. Me dijeron que sólo habían comprado cuatro de esos sacos y que les quedaban dos. El jefe de la tienda se quedó uno porque estaba a punto de irse de camping. Eso fue en agosto del año pasado, lo recordaba perfectamente. Pero lo bueno es que también recordaba haber vendido el otro porque fue el mismo día.

– Supongo que no sabe a quién se lo vendió -intervino Burden.

– Bueno, eso es mucho pedir. Recuerda que era una mujer y que se iba a Zaire. Primero dijo Zimbabwe, pero luego se corrigió y dijo Zaire.

– Buen trabajo -alabó Wexford-. Y ahora siéntese delante del ordenador de Mary y revise el millón de kilobytes almacenados hasta que encuentre la conexión.

– ¿Hay una conexión?

– Estoy convencido de ello.

Setenta horas sin noticias de Planeta Sagrado.

Tras cambiar de coche con Damon Slesar, Karen se hallaba ante la verja de Marrowgrave Hall, a la espera de nuevos acontecimientos, a la espera de cualquier cosa. Le había parecido conveniente coger el coche gris y dejarle el azul a Damon, si bien no creía que Brendan Royall se hubiera dado cuenta el día anterior de que lo seguían.

Había iniciado la vigilancia en la granja Goland, estacionada entre los coches de los activistas. Ahí estaba la autocaravana, pero no sabía si Brendan Royall se encontraba en su interior. Las cortinas estaban corridas y lo único que revelaban los prismáticos era que la cabina estaba vacía. No se veía a nadie en las inmediaciones, y todas las ventanas de la casa estaban cerradas, como si sus ocupantes hubieran salido a pasar el día fuera.

Estaba cansada. Había cenado con Damon en un lugar mucho más elegante de lo que había previsto. Se trataba de La Méditerranée, el nuevo restaurante de Olive and Dove. Habían comido y hablado, llegando a la conclusión de que tenían mucho de que hablar, de que les interesaban las mismas cosas, el estado del mundo, el milenio, lo que sucedía en su entorno, la igualdad entre los sexos, la delincuencia y sus castigos… En comparación con aquella conversación, las de sus encuentros previos carecían de sentido, y cuando el restaurante cerró, fueron a un bar de High Street que abría hasta altas horas de la madrugada.

Por aquel entonces ya sólo bebían Coca Cola, pero verdad era que tendría que haberse ido a la cama mucho antes. Damon quiso subir con ella a su casa, pero Karen, muy a su pesar, se había negado. Se habían despedido con un beso apasionado, pero propio de las estrellas de Hollywood, la mera promesa de que pronto volverían a verse. Ahora estaba cansada, y el coche caldeado no era el mejor lugar para ella. Fuera brillaba el sol, y tenía miedo de quedarse dormida.

Aquella posibilidad la inquietaba tanto que decidió bajar del coche y dar una vuelta. No tenía aspecto de activista, pero podría haber pasado por una con sus vaqueros, camiseta negra y chaqueta de algodón. En cualquier caso, nadie prestaría demasiada atención a esa mujer con zapatos planos, ropa anodina, el cabello largo recogido en una cola y el rostro sin un ápice de maquillaje.

En algún lugar, uno o varios perros ladraban y aullaban. El ruido procedía de la autocaravana. Bueno, se suponía que Royall amaba a los animales. Sin lugar a dudas tenía perros, y el hecho de que estuvieran en el vehículo significaba que su amo regresaría pronto.

Cerca de la casa había gran cantidad de árboles y setos altos tras los que ocultarse. Al amparo de ellos, Karen echó un vistazo a la parte posterior del edificio, provisto de varias ventanas de iglesia. ¿Tendría ese edificio, que en su origen había sido una iglesia o capilla, una cripta en el sótano? A primera vista no lo parecía, y ninguna de las ventanas estaba tapada. Cuando acababa de volver al coche y bajar una ventanilla para dejar entrar un poco de aire fresco, un 2CV amarillo llegó al campo y sorteó las hileras de vehículos estacionados como si participara en el Gran Premio de Mónaco.

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