Ruth Rendell - Carretera De Odios
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– Eso es lo que deben de haber hecho.
– No se me da muy bien describir a la gente -terció su marido-. Supongo que es porque veo a demasiadas personas. El chico era alto, muy, muy alto, tan alto como yo…
– Ya sabemos qué aspecto tiene el chico, señor Dickson -lo interrumpió Wexford con la mirada clavada en el tatuaje que el hombre lucía en el antebrazo izquierdo; ¿Una mariposa? ¿Un pájaro? ¿Un dibujo abstracto?-. Se trata de Ryan Barker, uno de los rehenes. Ya que pregunta de qué va todo esto, le diré que guarda relación con Planeta Sagrado. ¿Cree que eso puede refrescarle la memoria a la hora de describir a esas personas?
– Está de guasa -musitó Dickson con los ojos abiertos como platos.
– No, no estoy de guasa. Si estuviera de guasa, le aseguro que me habría inventado un chisté más gracioso.
– Planeta Sagrado. Joder. ¿Se refiere a esos chalados que secuestraron a esa gente y mataron a la chica?
– Intente describir a esos chalados, ¿quiere?
Cuando por fin lograron sonsacarle una descripción, resultó encajar con la de Roger Gardiner y Sandra Colé. Ninguno de los tres era demasiado observador y por lo visto no les inspiraba ningún interés el prójimo. El verosímil cuento del shock anafiláctico, que por lo visto sólo había mencionado la mujer, probablemente para atraer su atención, no les había parecido más que un galimatías impronunciable. Intentaron recordar. Roger Gardiner incluso se rascó la cabeza con ademán pensativo. Tras encoger los voluminosos hombros, William Dickson expuso sus observaciones lo mejor que supo.
La mujer era menuda pero musculosa, con aspecto de estar en forma. No llevaba maquillaje y tenía el cabello oculto bajo una gorra de béisbol. Era joven, pero resultaba imposible precisar qué edad tenía, tan sólo que se encontraba entre los veinte y los treinta. Su compañero era un hombre alto y delgado que también llevaba gorra de béisbol y gafas de sol. Vestían ropas tan anodinas que ninguno de los tres testigos supo describirlas. Tal vez vaqueros y chaquetas de colores oscuros o neutros. Nadie se había fijado en el color de sus ojos ni en ninguna particularidad. El hombre había hablado. La voz de la mujer era…, bueno, corriente.
– Como en Eastenders [4]-comentó Roger Gardiner. Wexford sabía a qué se refería o al menos eso creía. Clase trabajadora de Londres, aunque ya no era políticamente correcto hablar de ello en esos términos. Cockney… ¿Empleaba aún alguien esa expresión? ¿O tal vez se refería a que hablaba como un actor de serie televisiva? Gardiner no lo sabía, no podía responder, tan sólo repetir lo que ya había dicho, que hablaba como un personaje de Eastenders.
– Me gustaría echar un vistazo por fuera -dijo Wexford a Dickson.
– Adelante, caballero. Soy un hombre razonable y dispuesto a cooperar, no como otros que yo me sé, que no conocen el significado de la palabra modales.
El aparcamiento estaba inundado. Los charcos parecían más bien lagunas poco profundas, y la lluvia caía de los aleros del barracón que se alzaba tenebroso por entre cortinas de agua. Había dejado de llover, pero el cielo plomizo amenazaba otra tormenta. Se había levantado un viento bastante fuerte que zarandeaba las ramas de los castaños en el prado que se extendía al otro lado de la valla.
Wexford no albergaba grandes esperanzas. La verdad es que no albergaba ninguna esperanza, pero de todos modos echaría un vistazo al interior de ese edificio. Un salón de baile… Bueno, con unos cuantos fluorescentes, la puerta doble de amianto abierta y un par de personas risueñas vendiendo entradas… No, siempre sería un antro de mucho cuidado, un granero cavernoso cuyo mejor destino sería el derribo.
Cavernoso, sí, señor. Era un espacio de unos veinte metros por trece, y el techo, o más bien el tejado rematado de vigas y placas de yeso, tenía al menos diez metros de altura. A ambos lados del barracón se veían ventanas de marco metálico, y al fondo, una especie de escenario. Vine abrió la puerta que parecía llevar tras el escenario. Al cruzar el umbral comprobaron que conducía a dos lavabos. En la puerta de uno de ellos se veía la imagen de un pavo real con la cola desplegada, y en la otra, el dibujo de una pava gris y aburrida; era lo más machista que había visto en su vida, comentó Karen Malahyde con enojo. Más allá se abría un pasillo y una espaciosa habitación sin muebles que quizás se había utilizado en su momento para preparar el té e incluso cocinar. El lugar aparecía cubierto de polvo y descuidado, y cuando Dickson aseguró que lleva años en desuso, todos le creyeron.
Pero aun así, ¿por qué habían llevado a Ryan allí? ¿Qué sentido tenía? De regreso al edificio principal del Brigadier, Wexford se preguntó si habría sido por miedo a volver a la cabina telefónica desde la que ya habían llamado tres veces, teniendo en cuenta que tampoco podían llamar desde ningún teléfono instalado en el lugar donde tenían a los rehenes. ¿Sabían que el pub estaría casi desierto a aquellas horas? ¿Qué Dickson y su mujer eran personas muy poco observadoras?
– Puesto que el establecimiento permanecerá cerrado y no estará usted muy ocupado esta noche, si nos lo permite aprovecharemos la ocasión para hablar de sus clientes -propuso-. Me refiero a quién viene, quiénes son sus parroquianos más asiduos, etcétera.
– ¿Se lo llevan a la comisaría? -preguntó Linda Dickson con voz estridente sin soltar al terrier.
– ¿Representaría eso un problema, señora Dickson? -replicó Wexford-. Pero no, no nos lo llevamos. Charlaremos aquí mismo, en su despacho.
Hennessy estaba desconectando el teléfono con las manos enguantadas para meterlo en una bolsa de plástico.
– ¡No puede llevarse mi teléfono!
– De hecho, pertenece a la compañía telefónica, señor Dickson, de modo que ya hablaremos con ellos. No tardaremos en devolvérselo.
Wexford tomó asiento sin esperar a que lo invitaran a hacerlo, pues estaba bastante convencido de que dicha invitación no llegaría.
– Imagino que no había visto nunca a esas personas.
– Nunca.
– ¿Vienen muchas personas del pueblo al Brigadier o depende usted de viajeros que se dirigen a la costa?
En cuanto comprendió que las preguntas de Wexford no lo implicaban de forma directa ni pretendían poner en peligro su sustento ni ahuyentar a su clientela, Dickson empezó a pasarlo bien. Wexford sabía por experiencia que eso sucedía. A todo el mundo le gusta dar información, y quienes mejor lo pasan son los ignorantes y los poco observadores.
– Bueno, un poco de todo -explicó el hombre-. Vienen muchos jóvenes y muy poca gente mayor, porque se necesita un medio de transporte para llegar, y poca gente mayor tiene. Viene mucho el señor Canning, de Framhurst.
– Se refiere a Ron Canning, de la granja Goland – aclaró Linda Dickson mientras dejaba en el suelo al terrier de Yorkshire, que se puso a temblar de inmediato-. Ya sabe, el que deja a los de los árboles aparcar los coches en su campo…, si es que se les puede llamar coches.
El perro olisqueó los zapatos de Wexford y le lamió la puntera izquierda. El inspector jefe desplazó el pie, lo que no resultaba fácil en un espacio tan reducido.
– ¿Qué es ese tatuaje que lleva en el brazo izquierdo, señor Dickson? ¿Es un insecto, un pájaro o qué?
– Se supone que es una golondrina -repuso Dickson al tiempo que se ruborizaba, para sorpresa de Wexford-. Me lo voy a hacer quitar, porque a la parienta no le gusta, pero aún no me ha dado tiempo.
Cogió al perro en brazos, oprimió la mejilla enrojecida contra el hocico del animalillo y volvió sobre el tema central de la conversación.
– También vienen bastante los del teatro Weir, de Pomfret. Se llaman a sí mismos los Amigos del Teatro Weir, y el jefe es un tipo que se llama Jeffrey Godwin. Es actor o algo así.
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