Benito Pérez - Episodios Nacionales - Memorias de un cortesano de 1815

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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815: краткое содержание, описание и аннотация

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Escóiquiz criticaba mucho al gobierno porque no era bastante enérgico y consentía que un Macanaz soñase con resucitar las Cortes, aunque vestidas a la antigua. Ostolaza y yo hacíamos un espurgo de todos, absolutamente de todos los individuos que figuraban por aquellos días. Señalábamos los que nos parecían buenos a carta cabal, los tibios o fililíes y los sospechosos a quienes precisaba quitar de en medio lo más pronto posible. Aquí era donde yo me lucía, porque se me ocurrían invenciones tan peregrinas para echar por tierra a cualquier señorón de los más trompeteados, sin hacer ruido ni ofenderle descubiertamente, que se embobaban oyéndome. Bien pronto llegué a hacerme tan importante en la pequeña corte del infante, que este mismo, siempre que se hablaba de algo referente a zancadillas en proyecto o quiebros por realizar, me miraba atentamente para conocer mi opinión antes de emitir la suya.

¡Y cuidado si era sabio el príncipe! Como que la Universidad de Alcalá le hizo doctor de golpe y porrazo, dándole patente de Aristóteles. Nombrole el Rey poco después gran almirante de sus escuadras, por cuyo motivo, aunque nunca había visto el mar, diose al estudio de la náutica, y en la conversación corriente encajaba términos de marina, diciendo con mucho énfasis: «Las cosas van viento en popa», o bien «echaremos a pique a los liberales».

Yo crecía en favor, en importancia, en poder de día en día. Eran tantos los asuntos delicados, espinosos y resbaladizos que se me confiaban, que me vi obligado a valerme de agentes. ¡Y cómo me festejaban y mimaban los grandes señores, sin dejarme nunca de la mano! Todo era «Pipaón acá, Pipaón allá», y a cualquier hora Pipaón para todo.

Pues ¿y las peticiones de destinos? Como las minutas que yo extendía en la tertulia del infante, pasaban muy bien recomendadas a manos de quien sabía despacharlas con gran primor, no había candidato que no cuajase, ni ahijado mío que no se viese en camino de papa o senescal desde que yo le tomaba por mi cuenta. Así es que llovían las peticiones. Las cartas entraban en mi casa por almudes, no siempre solas, en verdad, sino a menudo acompañadas del bocadito, de la caja de cigarros, del tarro de dulce. Siempre que iba a mi vivienda encontrábala tan atestada de hambrones menudos, como portería de convento en tiempos de miseria.

Yo procuraba quitarme de encima tanto gorrón holgazán que, cual enjambre de langosta, caía o anhelaba caer sobre la Real Hacienda; pero son los pretendientes como las moscas, que cuanto más las sacuden más se pegan. A muchos coloqué; pero como el frecuente ir y venir de oficina en oficina me obligaba a gastar mucho tiempo y no pocos zapatos, discurrí que era preciso hacer que los interesados me indemnizaran módicamente de aquellas pérdidas.

Cuando se me presentaba alguno en cuya facha conocía yo que era hombre de posibles, mayormente si venía de provincias con cierto cascarón de inocencia, le recibía cordialmente, conferenciábamos a solas, le persuadía de la necesidad de tapar la boca a la gente menuda de las oficinas, conveníamos en la cantidad que me había de dar, y si se brindaba rumbosamente a ello, cogía su destino. Siempre era una friolera, obra de diez, doce o veinte mil reales lo que cerraba el contrato, menos cuando se trataba de una canonjía, pensión sobre encomienda u otro terrón apetitoso, en cuyo caso había que remontarse a cifras más excelsas. Si nos arreglábamos, se depositaba la cantidad en casa de un comerciante que estaba en el ajo, y después yo me entendía con los superiores, si no me era posible despachar el negocio por mi propia cuenta.

Asunto era este delicadísimo y que exigía grandes precauciones. Por no tomarlas y fiarse de personas indiscretas, no dotadas de aquella fina agudeza a pocos concedida, cayó desde la altura de su poltrona a la ignominia de un calabozo un célebre ministro de Gracia y Justicia.

VII

Con estas y otras artimañas iba yo viento en popa como diría el infante. Era tan considerable el número de mis amigos, que no acertaba a contarlos.

Seguía en buenas relaciones con mi antiguo protector D. Buenaventura, pero ni este se atrevía a ocuparme en viles menesteres, ni yo lo habría consentido. Despachábamos juntos y mano a mano algunos asuntos delicados, tocantes al Real Consejo, porque ha de saberse que el D. Ventura, desde que cuajara el despotismo y se restableciera el régimen antiguo, alcanzó la plaza de camarista, por la cual tenía antojos el pobrecito señor desde su mocedad, o casi desde el vientre materno. ¡Oh! ¡Ningún arrimo se puede comparar al arrimo del Real Consejo y Cámara! Daba gana de dormir en aquellos sillones, bajo aquellos techos eminentes, en medio de aquella paz, de aquel reposo, de aquella estabilidad inalterable, de aquella majestuosa petrificación de los siglos, de aquel silencio, sólo turbado por los estornudos de algún camarista y el ruido de los viejos, polvorosos y amarillos folios cuando la flaca, la rapante mano del escribano los volvía. Era una tumba para el mundo y un paraíso para los que estaban dentro… Para el reino la muerte, para los privilegiados dulce y reposada vida.

– «No hay institución más sabia que esta del Consejo – me decía D. Buenaventura, con aquel entusiasmo que ponía siempre en sus palabras, al hablar de las cosas venerandas, sublimadas por los siglos. – Eso de que no pueda moverse un dedo en todo el reino sin que nosotros entendamos de ello, es admirable para el buen concierto de las Españas y sus Indias. Nuestra sala de Alcaldes es un primor. Con ser tan pequeña todo lo abraza. Sin que ella lo autorice no puede el español sacar un pececillo de las aguas de un río, ni vender una libra de uvas, ni echar la sal al puchero. Todo lo pequeño está en nuestras manos, lo mismo que lo grande. Sin nuestro permiso el reino no puede sublevarse ni tampoco rascarse. No puede hacer revoluciones, ni cambiar de dinastía, ni reunir cortes, ni establecer formas de gobierno, ni tampoco ir a los toros, ni cazar con hurón, ni tener un desahoguillo mujeril, ni escupir, ni toser.

«Somos una máquina admirable que con sus grandes palancas aporrea al mundo y con sus dientecillos roe lo que encuentra. Aquí todo se convierte en polilla. Nada se nos escapa, y el vasallo de Fernando VII tiene que venir aquí para que le digamos dónde tiene las manos. – ¡Ay de aquel que se atreva a alterar la dulce armonía en que vive la nación, regocijándose en sí misma y mirándose en el espejo de su estabilidad secular, como Narciso en la fuente! Si alguna cabeza hueca concibe proyecto de aparente utilidad para desviar el suave curso de la española vida, bien alterando las leyes del comercio, bien las de la fabricación, ora los impuestos, ora la agricultura, nosotros acudimos solícitos allí donde prendió el incendio de la reforma y procuramos apagarlo, apoderándonos del proyecto o solicitud o requisitoria o informe o memorándum para ponerle encima una losa de papel, bajo la cual se queda criando musgo, si no gusanos, por los siglos de los siglos.

«En suma, es nuestra misión sostener en las esferas todas del país el estado de sabrosísimo sueño que constituye su felicidad desde que renunció a las conquistas. Nosotros arrullamos esta inmensa cuna cantando el ro-ro; y si por acaso en la agitación de su placentero dormir saca una mano, se la metemos entre las sábanas; si pronuncia alguna palabra, le tapamos la boca; si suspira, le rociamos con agua bendita; si se mueve ¡ay!, si se mueve, nos asustamos mucho porque creemos que se va a despertar… Pero ahora tenemos tranquilidad para un rato, amigo mío: el turbulento niño duerme; todo es calma, todo es silencio, todo es paz, y apenas oímos el rugido del descontento en el fondo de este gran pecho, que suavemente se alza y se deprime con el reposado aliento de la satisfacción».

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