Benito Pérez - Episodios Nacionales - Memorias de un cortesano de 1815
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De su piedad y devoción, ¿qué puedo decir sino que edificaba a todos, y especialmente al infante, de quien era director espiritual? Pues ¿a quién sino a mi amigo debió D. Carlos el haber salido tan temeroso de Dios, tan fiel esclavo de los preceptos religiosos, que más que príncipe y futuro candidato al trono parecía un santo, según era de compungido dentro de la iglesia y ejemplar fuera de ella en todos sus actos y palabras? Amaba tan entrañablemente D. Carlos a su confesor, que no se podía pasar sin él. Rezaban juntos por las noches, y cuando el príncipe se acostaba, Ostolaza, después de decir las últimas oraciones fervorosamente prosternado ante la imagen de Nuestra Señora, rociaba el lecho de S. A. con agua bendita para alejar los sueños pecaminosos.
No se crea por esto que mi amigo era gazmoño ni melindroso, que esto habría sido grave falta en un hombre llamado a las luchas del mundo. Sabía perfectamente dar a cada hora su propio afán, concediendo parte del tiempo a las buenas relaciones sociales, porque igualmente se ha de cumplir con Dios y con los hombres. Por tal ley, Ostolaza, luego que dejaba a su hijo espiritual dentro de las purificadas sábanas, bien santiguado y bien rociado por banda y banda, de tal modo que en la alcoba regia podrían pasear los serafines; luego que D. Blas, repito, desempeñaba así su difícil cargo, se embozaba en su capa, ya avanzada la noche, y corría a la calle, apretado por el deseo de compensar los muchos afanes con un poco de libre holganza. Yo no sé adónde iba, porque se recataba mucho de los amigos, pero es indudable que no pasaba la noche al raso, ni buscando yerbas a lo anacoreta, ni mirando al cielo como astrólogo. Lo de no querer que sus amigos le vieran a tales horas y el esconderse de ellos, se explica en varón tan meticuloso por su deseo de apartarse de los peligros que siempre traen consigo las malas compañías.
Cara redonda y arrebolada, gestos muy vivos y un modo de mirar que daba a conocer a tiro de ballesta su superioridad; cuerpo sólido; una voz campanuda y gruesa, como toda voz creada para decir grandes cosas, formaban el físico de aquel mi nuevo amigo, a quien tanto debí, y a quien hoy pago un piquillo nada más de la inmensa deuda de gratitud que con él tengo, sacándole a relucir en estas mis Memorias, aunque su fama no necesita tardías trompetas para sonar por todo el orbe.
¡Ay!, ya no nacen hombres como aquel. No sé qué se ha hecho del jugo poderoso de esta tierra fecunda. Generación de enanos, mira aquí los gigantes de que has nacido.
VI
Nos tratamos, como he dicho, en casa de las señoras de Porreño. Él había oído hablar de mí y deseaba conocerme. Pidiome el primer día de nuestro trato algunos favores y se los hice con el mayor gozo. No era más que emparedar ciertos expedientes de un hermano suyo, teniente de resguardo, a quien la Real Hacienda se había empeñado en mortificar impíamente por unas cuentas… ¿Pues no se le había antojado al badulaque del ministro oprimir y vejar instituciones tan honradas como las tenencias de resguardo? En fin, todo se arregló a maravilla y se acabaron los disgustos. Por mi parte nada pedí a D. Blas sino que me tuviera presente en sus oraciones; pero un día sin previa solicitud, ni esperanza, ni aun sospecha, encontreme ascendido a una plaza de cuarenta mil reales en Tercias Reales.
Es que el gobierno buscaba empleados celosos, y cuando alguno llegaba a hacerse nombre en la administración, no necesitaba empeños. Llegó a mis oídos que el ministro, al ver mi nombramiento, se puso furioso, diciendo de mí cuanto la envidia y mala voluntad pueden inspirar a un ministro regañón, el cual no sólo me puso cual no digan dueñas, sino que se negó a darme posesión del nuevo destino; pero la orden venía de arriba, es decir, venía de la cámara real, en forma de minuta extendida por el ayuda de cámara y firmada por ÉL… Don Cristóbal Góngora, ministro de Hacienda, bajó la cabeza y yo alcé la mía. No está demás decir que un ministro era entonces un cero a la izquierda, un secretarillo del despacho, que a veces daba compasión. No servían para maldita la cosa, y fuera del coram vobis, allá se iban con cualquier escribiente. Todos saben que a un célebre ministro y hombre de Estado y gran repúblico, le destituyó el Rey entonces por su cortedad de vista.
Llevome Ostolaza, como he dicho, a la tertulia del infante D. Antonio, hijo de Carlos III y famoso por su despedida al Sr. Gil en 2 de Mayo de 1808. Aquella epopeya tuvo también su bufonada. El Infante era viejo y no tenía pretensiones de buen decir, siendo su lenguaje, así como sus ideas, de hombre campechano y rudo. Hacía gala de ignorancia. Carlos III, ante quien los ayos de D. Antonio se alzaron en queja, lamentando la desaplicación del niño, dijo: «si el infante no quiere estudiar, que no estudie», y el chico lo hizo al pie de la letra. Cuando fue grande se dedicó a los libros… quiero decir que era encuadernador.
Sí; encuadernaba primorosamente, hacía jaulas y tocaba la zampoña, artes de gran utilidad y nobleza en un hijo de reyes. Su fisonomía era inocentona, y cuantos le veían juzgábanle bueno. En su edad madura aprendió a conspirar. Conspiró en Aranjuez para echar a Godoy y destronar a su hermano. Conspiró en Valencia y en todo el camino de Valencey a Madrid para dar el golpe a la Constitución. Últimamente había descuidado la zampoña y las jaulas y metídose a repúblico, mostrándose tan entusiasta que su cuarto era, como si dijéramos, el gabinete de las piadosas relaciones o la primera instancia de las comisiones del Estado. La Inquisición restablecida, el decreto contra los afrancesados, el que dispuso la devolución a los frailes de los bienes vendidos, fueron primero ¡oh Providencia!, huevecillos que al calor de aquella reunión y bajo las alas del infante, se abrieron para echar al mundo arrogantes polluelos. ¡Cuántas medidas benéficas salieron de allí! ¡Cuántos hombres modestos y oscuros se dieron a conocer por tal medio! ¡Cuántas grandezas dio a luz la famosa tertulia, en que resplandecían astros tan brillantes como D. Pedro Gravina, el célebre nuncio a quien dio los pasaportes la Regencia de Cádiz, el duque del Infantado, general que tenía la mejor mano del mundo para perder todas las batallas en que se encontraba, el famoso canónigo Escóiquiz, a quien Napoleón tiraba de las orejas, y mi buen Ostolaza, del cual ya he dicho todo cuanto hay que decir!
¡Qué hombres tan eminentes! ¡Cuán agradable era su conversación, cuán ameno su trato, sin dejar de ser provechoso, por las muchas enseñanzas útiles que a cada instante caían como celestial maná de aquellas insignes bocas! No se crea que el Nuncio D. Pedro Gravina nos aburría con teologías ni palabrotas de moral cristiana: por el contrario, era el hombre más salado del mundo para idear persecuciones, y su agudo ingenio nos tenía siempre con la felicitación en los labios.
El duque del I… era otro que tal. ¡Cuántas grandezas podrían contarse de aquel insigne prócer y guerrero! Acaudillando nuestras tropas en la guerra de la Independencia, tuvo la amargura de verlas derrotadas. Como político, aunque en Cádiz le calumniaron, suponiéndole algo liberal, bien puede asegurarse que era más realista que el Rey. En 1815 ocupaba uno de los primeros puestos de la nación, la presidencia del Real Consejo de Castilla. Había que ver su llaneza en todo lo que no fuera del oficio. ¡Excelente señor! ¡Cuántas veces le vi en un palco del teatro del Príncipe, acompañado de Pepa la Malagueña!
En la tertulia del infante era el noticiero mayor, por lo cual siempre que entraba, decíamos: «Ahí viene la Gaceta de Holanda». No faltaban nunca nuevas de importancia que nos sirvieran de placentera distracción, tales como un nuevo cargamento de presos para Filipinas o el buen éxito de las comisiones militares en provincias, y el inimitable celo con que Negrete sentaba la mano a los liberales de Andalucía.
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