Benito Pérez - Episodios Nacionales - Memorias de un cortesano de 1815

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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815: краткое содержание, описание и аннотация

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¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras malas artes y destruidos vuestros execrables planes! Mala peste os consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra vuestra perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa endiablada Constitución… ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo, viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.

A medida que iban cayendo los llevábamos a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo… si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.

Siempre me acordaré de la insolencia de los diputadillos, que en vez de echarse a llorar y pedirnos perdón cuando les prendíamos, nos miraban con altaneros ojos, afectando una serenidad tranquila, propia de justos o inocentes, y expresándose en tales términos, que al oírles, ¡mal pecado!, parecía que no habían roto plato ni escudilla. Quien les viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza, no me pude contener, y a varios de ellos les dije cuatros frescas bien dichas y dos docenas de verdades como puños, siendo tal su cobardía, que no se atrevieron a contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.

Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaran para que fuese más grande el esplendor de la hazaña que estábamos consumando. ¡Oh!, ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas, de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de masones… ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!

Llegaste al fin, ¡oh día 11 de Mayo, y tus primeras luces vieron al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de su gozo! ¡ Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando la lápida de la Constitución y cuantos letreros y signos y figuras, recordasen la conjurada borrasca!… De seguro lo pasaran mal los señores encarcelados, si por acaso les echara la zarpa el discreto y sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los orgullosos caídos, pero la cosa no pasó de aquí.

Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi vida. ¡Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué ansiedad!… Sólo por causa tan santa y por el inextinguible amor del inocente Fernando, puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en el negocio.

¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios… Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada… era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que sólo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanos y agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas.

Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de deslenguados charlatanes; les habíamos vencido sin más auxilio que un ejército y la autoridad del Rey, acompañado de la grandeza, del clero, de las clases poderosas; habíamos triunfado en sin igual victoria, y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pletórica felicidad nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero y a la autoridad real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad, sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de Cristo; sentíamos en nuestro pecho el aliento divino, y el regocijo de la bienaventuranza enardecía nuestras almas.

«¡Noche del 10 de Mayo! – decía el padre Castro en su inolvidable Atalaya. – ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el mundo!… Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor: que nuestra lengua no cese de cantar sus misericordias.

«Sí, españoles: Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Los principales cabezas de esta rebelión están ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él. En un mismo día y en una misma hora han sido sorprehendidos todos estos verdugos de nuestra patria, y su exemplar castigo será la garantía más segura de nuestra perpetua felicidad. Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Españoles, alabad y bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz: ya reina FERNANDO».

¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!

III

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!… Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.

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