Benito Pérez - Episodios Nacionales - Memorias de un cortesano de 1815

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– A eso vamos. La Confederación descubierta por el Atalayero es ingeniosa. Además, algunos testigos han hecho declaraciones de perlas.

– El conde del Montijo…

– Asegura que los liberales formaron causa al Rey en un café de Cádiz y le condenaron a muerte.

– Ostolaza…

– Ha delatado los pensamientos de sus compañeros de Cortes, asegurando que querían deshonrar al Rey, con otras preciosísimas afirmaciones que constituyen un verdadero tesoro.

– La persecución del Obispo de Orense y del marqués del Palacio, así como el destierro del Nuncio Sr. Gravina, son materia abundante.

– Abundantísima.

– Bien sabemos todos que Mejía dijo en las Cortes que no existe Dios; Argüelles, que no debían obedecerse los preceptos de la Iglesia.

– Feliú dijo, que la religión era una farsa…

– Y Arispe afirmó, que la grandeza española tenía sangre de perro. Bien mirado, el testigo más explícito, más claro, es el archivo y las actas de las Cortes.

– Sin duda. ¿No está allí escrito que el danzante de Martínez de la Rosa propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adición o reforma en la Constitución de Cádiz?

– Recuerdo perfectamente su pedantesco discurso del 21 de Abril, en que decía que los pueblos deben darse ellos mismos las leyes fundamentales.

– También yo tengo buena memoria – añadió D. Buenaventura. – Habló mucho de derechos imprescriptibles, y concluyó así: Se acabaron nuestras desgracias. Ya reinan las leyes…

– Que es como decir que no reinará el Rey – afirmé, tomando un polvo que D. Buenaventura me ofreció.

– ¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta en el libro de las sesiones la abominable expresión de Canga Argüelles?

– Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa de la Constitución.

– Así mismo lo dijo.

– No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que destruidos los conventos, se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de viejas.

– Page, el mismo que expresó la opinión de que es delito de lesa majestad llamar SOBERANO al Rey… ¿No fue Istúriz quien dijo aquellas palabrotas?…

– Sí, ya recuerdo. Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque bajo las formas características de la monarquía; el Rey no es nuestro señor, es nuestro jefe, porque queremos y de la manera que queremos que lo sea, y nada más.

– Admirable memoria tienes – dijo D. Buenaventura, tomando la pluma. – Voy a apuntar eso. Se confrontarán las Sesiones.

– No olvidará Vd. los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que estampó en letras de molde, que los obispos debían echar bendiciones con los pies, colgados de una cuerda. Ahora recuerdo también que Ramajo, redactor de El Conciso, amenazó al Rey con la venida de Carlos IV, si no juraba la Constitución.

– Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también poner como nuevos. Ahí tienes por ejemplo, a Sánchez Barbero…

– El autor de aquellos versitos:

Aquí nosotros los sagrados dones
De independencia y libertad gozamos,
Y monarca, no déspota, juramos.

– Yo también me acuerdo, yo también – exclamó con júbilo mi amigo. – El infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas endechas:

El fanático error vencido cede,
Y la sin par Constitución sucede;
Constitución resuena
Doquiera ya: Constitución inflama…

¡Ya te inflamarán a ti!… ¡Miserables poetas, se os ha acabado el doquiera! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la soberana.

– Muñoz Torrero – añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del Estado, – fue el que dijo que la soberanía de la nación estaba en las Cortes, lo cual es como poner a la burra las arracadas.

– Justamente. Y que las personas de los diputados eran inviolables. ¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!

– Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar que los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación.

– Y que la ley es superior al Rey, lo cual es como decir que la espuela gobierna al jinete.

– Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de Febrero, en el cual se dijo que no se conocería por libre al Rey, ni menos se le prestaría obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución.

– Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de Febrero, que era la segunda parte del tal decreto.

– Y Martínez de la Rosa, o sea el Sr. Bello Rosal, como le llama La Abeja, lo escribió.

– Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.

– Adonde iban a emborracharse.

D. Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del Rey y del Estado ponía su alma toda entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes! ¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con unos cuantos años de presidio, en vez de la horca que merecían!

Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se verán a continuación.

IV

Siempre fui hombre que lo mismo servía para un fregado que para un barrido, y de tanta actividad, que solapadamente me multiplicaba, esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al servicio del Estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho. Así es que ayudaba a D. Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la comisión de Estado, y servía mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo plácemes sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compañeros. En poco tiempo supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella era feliz, tal como D. Blas Ostolaza, espejo de los predicadores, confesor del infante D. Carlos y hombre de muchísimo influjo, don Pedro Ceballos, D. Juan Lozano de Torres, D. Juan Pérez Villamil, célebre por lo de Móstoles, D. Pedro Labrador, el incomparable diplomático que en el Consejo de Viena dejó pasmados a todos los embajadores de las grandes potencias, D. Miguel de Lardizábal, ministro de Indias, el gran magistrado D. Ignacio Villela, el Sr. Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan insignes, tan eminentes, que bien podía decirse de ellos que tenían las cabezas podridas de talento.

Como yo era tan entrometido, fácilmente ensanchaba el círculo de mis amistades, unas veces solicitando favores con tal empeño, que me los concedían porque me quitase de encima, otras prestando los pequeños servicios que de mi reducido poder dependían… Pues digo… cuando alguno de aquellos señorones venía a mi oficina, a la inmediata de Rentas decimales (donde yo tenía tantos amigos) o a otra cualquiera de las del ramo, a solicitar reservadamente que se hiciera perdidizo un miserable expedientillo de Propios o de Arrendamiento de oficios… vamos… aquello era una bendición. Viendo que yo abría la mano y no me hacía de rogar, siempre que se trataba de poner mi firma en un Cargo y Data, enviado por el alcalde, por el contratista o por el recaudador, me traían en volandas. ¿Qué le importaba a la nación que se escurrieran entre los papeles algunos disimulados sapos y culebras, o que se variara con caligráfica ingeniosidad un par de números, siempre que quedase contento aquel o el otro empingorotado repúblico, cuyo bienestar importaba tanto al Estado? ¡Pues no faltaba más, sino que por no hacer el gusto a un regidor amigo o a un alcabalero pariente, se sofocara uno de aquellos esclarecidos varones, y revolviéndosele los humores, perdiera la salud, tan necesaria al buen servicio y esplendor de la monarquía!

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