Benito Pérez - Episodios Nacionales - Memorias de un cortesano de 1815

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Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815: краткое содержание, описание и аннотация

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No se crea que este dejó sin premio tan grandes virtudes y la abnegación de aquellos leales sujetos que olvidaban los menesteres de sus casas para meterse en las ajenas, no; aquel sabio gobierno premió largamente a los delatores, dando a unos el privilegio de abastos de tal villa; a otros una plaza de fiel de matanza; a Fulano una procuraduría; a Zutano un oficio enajenable, etc., etc.

Lo más notable es que no se vio en aquellos días ninguna ejecución de pena capital, pues ni el mismo Cojo de Málaga llegó a bailar en la cuerda, como lo tenía dispuesto el gobierno en castigo de haber alborotado y aplaudido en las tribunas públicas de las Cortes. Delito tan feo, tan contrario a los fueros de la nación, a la dignidad del Rey y a la fe católica exigía expiación durísima, y un castigo ejemplar que sonase en todos los ámbitos de la tierra española. El pueblo estaba furioso contra el cojo, el clero escandalizado, los patricios muertos de impaciencia porque de una vez y sin pérdida de tiempo desapareciese de entre los vivos el inmundo reo; pero ved aquí que el embajador de Inglaterra (son los extranjeros muy amigos de farandulear) se interpuso, rogó, suspiró, aun dicen que amenazó, hasta que nuestro Rey, no queriendo malquistarse con la Gran Bretaña por un cojo de más o de menos, le conmutó la pena capital por la de presidio indefinido. La suerte fue que cuando llegó la orden, ya estaba Pablo Rodríguez con un pie en el cadalso y había tragado lo más amargo de la alcuza. Quien más perdió fue el pueblo, que ya contaba por segura la ejecución y se quedó a media miel.

Tampoco subió al cadalso doña María Villalba, señora de mucha bondad y hermosura, según decían. Sí, ¡buena sería ella!… ¿Qué puede pensarse de una dama que cometió la felonía de escribir en confianza a cierta amiga, contándole algunos lances amorosos del Rey?… Afortunadamente el gobierno de entonces tenía la gracia de que no se escapaba en correos una pícara carta que contuviese algo importante… ¡Y la doña María se quedaría tan fresca, creyendo que su gran crimen no iba a ser descubierto! ¡Véase si vale de mucho el ojo diligente de la administración; véanse las ventajas de una estafeta celosa del bien público! Los buenos gobiernos han de estar en todo, y meter la cabeza hasta dentro de las faltriqueras de los gobernados, porque si no… ¡No faltaba más sino que cada uno pudiera escribir lo que le diese la gana, y después encargar al gobierno la comisión de llevarlo!… En fin, doña María Villalba fue puesta a la sombra, y si conservó la vida, fue porque se movieron en pro muchas personas de influencia y todo Madrid se puso sobre un pie.

Pero todo no había de ser blanduras, porque en aquellos días restablecimos la Inquisición.

V

Restablecimos: permitidme que hable en plural. Yo tenía derecho a ello desde que logré meter mi cucharada en la tertulia del infante D. Antonio. ¡Quién me había de decir que me vería en tales excelsitudes, mano a mano con gente nacida de vientre de reinas! Parecíame mentira, y me causaban admiración mi propia persona, mis propias palabras. Sin quererlo me hacía cortesías a mí mismo. Aprendí a vestirme con elegancia, y los que me habían conocido meses antes, se asombraban de mi transformación.

Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumeraré la serie de relaciones que me condujeron a palacio.

Desde que comencé a hacerme hombre de pro, solía visitar a las señoras de Porreño, una de ellas hermana del señor marqués de Porreño, que había muerto poco antes, hija del mismo la otra, y sobrina la tercera. Aquella casa, que ya venía muy agrietada desde el siglo anterior, estaba a punto de hundirse completamente, por cuya razón las tres excelentes señoras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable decadencia.

En casa de estas señoras conocí a D. Blas Ostolaza, confesor del infante D. Carlos y predicador de palacio, hombre de los más eminentes que han vivido en España. Eclesiásticos como aquel debieran nacer aquí todos los días, y aunque saliera uno detrás de cada piedra, no estaría de más. Él fue quien felicitó a Fernando desde el púlpito por el restablecimiento de la Inquisición, diciéndole: «Apenas ha vuelto V. M. de su cautiverio, y ya se han borrado todos los infortunios de su pueblo. La sabiduría y el talento han salido a la pública luz del día, y se ven recompensados con los grandes honores; y la religión sobre todo protegida por V. M., ha disipado las tinieblas, como el astro luminoso del día».

Él fue quien escandalizó en las Cortes de Cádiz por su frescura olímpica, que hacía reír a la gente de las tribunas; y como mi hombre tanto a los galerios como a los diputados les aporreaba a verdades, cada vez que hablaba todo Cádiz se ponía en movimiento. La fama de estas hazañas, así como la de sus mortíferos discursos, corrió por toda España, de tal suerte que cuando Su Majestad volvió de Valencey, estuvo en un tris que me lo hiciera obispo.

Él fue quien durante las causas de que antes hablé, reveló los pensamientos de sus compañeros de Congreso en las sesiones secretas. Eso sí, tenía mi D. Blas una memoria asombrosa, y no dijeron los charlatanes palabrilla pecaminosa ni herética argucia que él no recordase, por lo cual su boca fue una mina de oro en aquellos benditos autos.

Era tan celoso por la causa del Rey y del buen régimen de la monarquía, que si le dejaran ¡Dios poderoso!, habría suprimido por innecesaria la mitad de los españoles, para que pudiera vivir en paz y disfrutar mansamente de los bienes del reino la otra mitad. Fue de ver cómo se puso aquel hombre cuando se restableció la Inquisición. Parecía no caber en su pellejo de puro gozo. Una sola pena entristecía su alma cristiana, y era que no le hubieran nombrado Inquisidor general. ¡Oh!, entonces no se habría dado el escándalo de que se pasearan tranquilamente por Madrid muchos tunantes que tenían casas atestadas de libros y que recibían gacetas extranjeras sin que nadie se metiese con ellos.

No sólo era predicador insigne, sino que como escritor religioso bien puede decirse que Melchor Cano, Sánchez y el padre Rivadeneyra, comparados con él, ignoraban dónde tenían las narices. ¿A qué rincón de la Europa culta no llegaron sus célebres novenas, impresas con las armas reales, amén del retrato del monarca, y en las cuales, ora en prosa ora en verso, aparecían charlando barba con barba Dios y Fernando VII? ¡Válganme los cielos! Aquello era escribir, y quien no ha visto tales cosas no sabe lo que es literatura.

En tratándose de púlpito no había otro. Era cosa de estar oyéndole con la boca abierta, sin perder ni una sílaba de su pasmosa elocuencia. No le habían de pedir que hablase de los santos ni de religión, que eso era para predicadorcillos de tumba y hachero. Él, desde que ponía el pie en la grada, la emprendía con las Cortes, con los diputados, con las ideas liberales, y mientras más hablaba, aún parecía que se le quedaban dentro más vituperios que decir. En tocando este punto llevaba hilo de no acabar en tres días. La gente se aporreaba en las puertas de los templos para entrar a oírle, y… no hay que darle vueltas… ¡ni don Ramón de la Cruz con sus sainetes populares atrajo más gente! ¡Y cómo entusiasmaba a la multitud! Oíanse gritos dentro de la iglesia, y si al salir de ella hubieran topado los fieles con algún liberal, ya habría podido este encomendarse al diablo.

Fue, en verdad, grandísimo error que no le dieran la mitra que pretendió y por la cual bebió vientos y tempestades en las antecámaras de palacio. El Sr. Creux, a quien prefirieron, no había revelado tan fielmente como Ostolaza los pensamientos de sus compañeros los diputados. Pero no era hombre D. Blas a propósito para quedarse callado ante el desaire, y volviendo por los fueros de su dignidad ofendida, habló más que siete procuradores, aderezando su charla con cierta intriga un poco subida de punto. Pero ni por esas: en vez de hacerle caso, le mortificaron más. No puede darse mayor injusticia. Llegó la crueldad hasta el extremo de alejarle de la corte, nombrándole director de la casa de niñas huérfanas de Murcia. Y lo peor es que no paró aquí la persecución del inimitable D. Blas, pues ¡mentira parece!, se dijo que su conducta en el referido colegio no era un modelo de honestidad; y lo aseguraba todo el mundo, siendo tales y tan feos los casos que se contaban, que parecían pura verdad. Lo que más me confirmaba a mí, conocedor de nuestra justicia, en que D. Blas era inocente, fue el ver que le formaron causa. ¡Desgraciado sujeto! Preso estuvo en la Cartuja de Sevilla, y después confinado a las Batuecas, consumiéndose de tristeza. ¡Quién se lo había de decir a él y a todos sus amigos! ¡Triste era, en verdad, considerar incapacitados aquellos grandes bríos que tenía para todo, oscurecida aquella luminosa facundia para el púlpito, imposibilitadas aquellas manos de ángel para enredar los hilos de la conspiración menuda!

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