Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos
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– También a mí me han dicho que piensa casarse – manifestó Falfán de los Godos.
Entonces se oyó un murmullo, una voz sorda y general que sin decir nada, claramente decía: «Ya viene, ya viene, ya, ya…». La multitud se agitó cual una gran culebra que pone en movimiento todas sus vértebras, y en los balcones hubo un hondo suspiro de ansiedad que corrió de un cabo a otro de la calle. Todos los ojos miraban a la Puerta del Sol, por donde sonaba como el mugido de un mar, y al poco rato se vio que se agitaba la superficie de cabezas y que brincaban saltando por encima de la gente penachos de caballos, plumas de morriones y espadas desnudas. El murmullo creció, estalló la marcha real como un trueno, y empezó a pasar la corte.
Sola no veía nada, sino una confusa corriente de colorines y formas, caballos que parecían hombres, hombres que trotaban, y un rodar continuo de formas y magnificencias, todo en tropel y borrosamente al modo de nube formada de la disolución de todas las visiones humanas. Un cerebro que desfallece, permitiendo la alteración de las sensaciones ópticas suele producir desvanecimiento y síncope; pero Sola hizo un esfuerzo, cerró los ojos, dejando pasar la mareante comparsa, y así resistió, fuertemente asida a los hierros del balcón. Cuando, pasada la corriente de abigarrados coches, sólo quedaban los escuadrones de escolta, principió a serenarse; pero todavía su visión estaba perturbada, y las casas y balcones cuajados de damas seguían corriendo juntamente con la caballería.
Principiado el desfile por delante de Palacio, los regimientos de infantería pasaban por la calle.
– Ese, ese coronel, ¿quién es? – preguntó súbitamente la de Porreño.
– Si no me engaño, es el moro Muza – replicó Presentación.
Diciéndolo, el caballo que montaba el teniente coronel señalado por Salomé resbaló, y sin que el jinete pudiera sujetarlo, cayó pesadamente, arrastrando a este. La caída fue tremenda. Oyose inmensa gritería mujeril. Detúvose la gente, arremolinose el regimiento, acudieron soldados y paisanos al infeliz jinete, magullado y aturdido por la fuerza del golpe, y alzándole del suelo le entraron en una tienda para darle algún socorro. Era un hombre de cuerpo largo y flaco, cara morena y varonil. Al ser levantado del suelo hacía recordar involuntariamente la figura de D. Quijote tendido en tierra después de cualquiera de sus desventuradas aventuras.
En los balcones de Bringas agolpáronse todos para ver al caído.
– ¡Pobre hombre! – exclamó Cordero.
– ¡Y qué bien iba en el caballo! – dijo la de Porreño.
– Se parece al de la Triste Figura – indicó Bringas.
– Es el mismísimo D. Quijote – observó Olózaga.
Jenara volviose prontamente, y con cierto tonillo de enfado dijo así:
– Pues no es D. Quijote, señor discursista, sino D. Tomás Zumalacárregui, apostólico neto y con un corazón mayor que esta casa.
Cuando poco o nada había que ver en los balcones, Bringas obsequió a sus amigos con algunas golosinas, acompañadas de licores y agua fresca, y unos hartos de dulces, otros sin probarlos, empezó a desfilar. D. Benigno con Sola y sus hijos fue a recorrer las calles para ver los preparativos de las grandes fiestas que empezaban aquel día, y principalmente para contemplar y admirar por sus cuatro costados el templete, monumento de lienzo pintado de que se hablaba mucho y que con grandes dispendios se construyó en la Puerta del Sol sobre la misma Mariblanca. Era la máquina más bonita que habían visto los madrileños hasta entonces. Millares de personas la admiraban a todas horas formando un círculo de papamoscas, y a la verdad, las columnas pintadas, las cuatro estatuas y el globo terráqueo que lo tapaba todo como un bonete harían caer de espaldas a Miguel Ángel, Herrera y a todos los arquitectos habidos y por haber.
Todo lo fue examinando Cordero, y sobre todos los preparativos dio opiniones muy discretas. En los días y noches siguientes llevó a su familia a ver las comparsas e iluminaciones y a admirar la gran novedad del carro triunfal alegórico mitológico manolesco, dispuesto por el corregidor Barrajón, y en el cual iban haciendo de ninfas varias bellezas de Madrid, entre ellas Pepa la Naranjera que subida en el escabel más alto representaba a la Diosa Venus.
La gente decía que iba vestida de Venus, de lo que resultaba un contrasentido; pero el decoro de nuestras costumbres y la santidad de los tiempos no habrían consentido que las diosas salieran a la calle como andaban por el Olimpo.
V
Entre las muchas sociedades más o menos secretas que amenazaron el poder de Calomarde, hubo una que no precisamente por lo temible sino por otras razones merece las simpatías de la posteridad. Llamose de los Numantinos y componíase de mucha y diversa gente. Entre los atrevidos fundadores de ella hubo tres cuyos ilustres nombres conserva y conservará siempre la historia patria: llamábanse Veguita, Pepe y Patricio.
El objeto de los Numantinos era, como quien no dice nada, derrocar la tiranía. Los medios para conseguir este fin no podían ser más sencillos. Todo se haría bonitamente por medio de la siguiente receta: matar al tirano y fundar una república a estilo griego.
Retratemos a los tres audaces patriotas, ante cuya grandeza heroica palidecerían los Gracos, Brutos y Aristogitones.
El primero, Veguita, tenía diez y ocho años y era de la piel de Barrabás, inquieto, vivo, saltón, con la más grande inventiva que se ha visto para idear travesuras, bien fueran una voladura de pólvora, un escalamiento de tapias, una paliza dada a tiempo o cualquier otro desafuero. Su casta americana se revelaba en el brillo de sus negros ojos, en su palidez y en sus extremadas alternativas de agitación e indolencia. Vino de América casi a la ventura. Su madre le envió a Europa para educarse y para heredar. Si esto último no fue logrado, en cambio su nueva patria heredó de él abundantes bienes de la mejor calidad. Pertenecía a la célebre empolladura del colegio de San Mateo, donde dos retóricos eminentes sacaron una robusta generación de poetas. Antes de ser derrocador de tiranos fundó la academia del Mirto, cuyo objeto era hacer versos, y allí entre sáficos y espondeos nació el complot numantino; que en España, ya es sabido, se pasa fácilmente de las musas a la política.
El segundo, Pepe, tenía quince años. Nació en un camino, entre el estruendo de un ejército en marcha; arrullaron su primer sueño los cañones de la guerra de la Independencia. Creció en medio de soldados y cureñas, y a los cinco años montaba a caballo. Sus juguetes fueron balas. Ya mozo, era mediano de cuerpo, y agraciado de rostro, en lo moral generoso, arrojado hasta la temeridad, ardiente en sus deseos, pobre en caudales, rico en palabra, cuando triste tétrico, cuando alegre casi loco. Educose también en San Mateo con los retóricos y desde aquella primera campaña con los libros, le atormentaba el anhelo de cosas grandes, bien fueran hechas o sentidas. Los embriones de su genio, brotando y creciendo antes de tiempo con fuerza impetuosa, le exigieron acción, y de esta necesidad precoz salió la sociedad numantina. También le exigían arte, y por eso en las sesiones de la asamblea infantil, a Pepe le salía del cuerpo y del alma, en borbotones, una elocuencia inocentemente heroica que entusiasmaba a todo el concurso. Él no pedía niñerías, ni aspiraba a nada menos que a quebrantar las cadenas que oprimían a la patria, empresa en verdad muy humanitaria y que iba a ser realizada en un periquete.
El tercero, Patricio, tenía como Veguita diez y ocho años. Se le contaba por lo tanto entre los respetables. Era formalillo, atildado, de buena presencia, palabra fácil y fantasía levantisca y alborotada. Sentía vocación por las armas y por las letras, y lo mismo despachaba un madrigal que dirigía un formidable ejército de estudiantes en los claustros de doña María de Aragón. También era orador, que es casi lo mismo que ser español y español poeta. En los Numantinos asombraba por su energía y el aborrecimiento que tenía a todos los tiranos del mundo. Insistía mucho en lo de hacer trizas a Calomarde, medio excelente para llegar después a la pulverización completa de la tiranía.
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