Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos

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Las reuniones se celebraban en una botica de la calle de Hortaleza las más de las veces, otras en una imprenta, y cuando había olores de persecución toda Numancia se refugiaba en una cueva de las que había en la parte inculta del Retiro no lejos del Observatorio. Los mayores de la cuadrilla no pasaban de veinte abriles: estos eran los ancianos, expertos, o maestros sublimes perfectos; que, a decir verdad, la pandilla gustaba de darse ciertos aires masónicos, sin lo cual todo habría sido muy soso y descolorido.

Si aquello no era inocente lo parecía, porque a lo mejor, los enemigos del Tirano, bien se hallaran en la botica, bien en la novelesca cueva del Retiro, se distraían sin saber cómo de su misión heroica y se ponían a acertar charadas y a representar comedias. Otras veces, cuando alguno de ellos tenía dineros, cosa muy extraordinaria y fuera de lo natural, alquilaban borricos y se iban en escuadrón por las afueras, dando costaladas y buscando aventuras que siempre concluían con alguna pesada chanza de Pepe.

Fuera o no pueril la sociedad Numantinos, lo cierto es que Calomarde la descubrió y puso la mano en ella, dando con todos los chicos en la cárcel de corte, y metiendo más ruido que si cada uno de ellos fuese un Catilina y todos juntos el mismo Averno. La importancia que dio aquel gobierno menguado y cobarde a la conspiración infantil puso en gran zozobra a las familias. Se creyó que los más traviesos iban a ser ahorcados, y había razón para temerlo, pues quien supo ahorcar a hombres y mujeres, bien podía hacer lo mismo con los muchachos, que era el mejor medio para extirpar el liberalismo futuro. Mas por fortuna Calomarde no gustó de hacer el papel de Herodes, y después de tener algunos meses en la cárcel a los que no se salvaron huyendo, les repartió por los conventos para que aprendieran la doctrina.

Patricio se escapó a Francia. A Pepe me le enviaron al convento de franciscanos de Guadalajara, y a Veguita le tuvieron recluso en la Trinidad de Madrid. Esta prisión eclesiástica fue muy provechosa a los dos, porque los frailes les tomaron cariño, les perfeccionaron en el latín y en la filosofía, y les quitaron de la cabeza todo aquel fárrago masónico numantino y el derribo de tiranías para edificar repúblicas griegas.

VI

Lo azaroso de los tiempos traía entonces mudanzas muy bruscas en todo, y las pandillas variaban a menudo, modificadas por las muertes y destierros. En 1827 echábase de menos a Patricio, que estaba en París, y a Pepe que perseguido nuevamente por sus calaveradas se había marchado a Lisboa con muchas ilusiones y pocas pesetas, que por cierto arrojó al mar en la boca del Tajo. Quedaba Veguita, a quien hallamos siendo núcleo de una nueva cuadrilla. Ya no se ocupaba de política inocente. La juventud abría los ojos, columbrando la grandeza lejana de sus destinos. ¡Generación valiente, en buen hora naciste!

Junto a Veguita hallamos a un joven riojano y por añadidura tuerto que hacía ya las comedias más saladas que podrían imaginarse. Había sido primero soldado raso y después empleado en los tres años, con su impurificación correspondiente el 24. Tenía las chuscadas más ingeniosas y las ocurrencias más felices. Hablaba mejor en verso que en prosa y montaba mejor en el Pegaso que en un burro alquilón, pues restablecido en la partida el uso de las expediciones asnales, nuestro soldado poeta apenas sabía tenerse sobre la albarda. Era el mismo demonio para contar cuentos y para buscar consonantes, siendo tal en esto su destreza que no le arredraban los más difíciles y enrevesados.

El más notable, después de estos, era un muchacho que hacía muy malos versos y no muy buena prosa, medio traductor de Homero, casi abogado, casi empleado, casi médico, que había empezado varias carreras sin concluir ninguna. Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, y en tan corta edad había pasado de una infancia alegre a una juventud taciturna. Tan bruscas eran a veces las oscilaciones de su ánimo arrebatado en un vértigo de afectos vehementes, que no se podía distinguir en él la risa del llanto, ni el dudoso equívoco de la expresión sincera. Había en su tono y en su lenguaje un doble sentido que aterraba y un epigramático gracejo que seducía. Era pequeño de cuerpo y bien proporcionado de miembros. A su pelo muy negro acompañaban bigote y barba precoces, y su color era malo, bilioso, y sus ojos grandes y tristes. Tenía mala boca y peores dientes, lo cual le afeaba bastante. Fumaba sin descanso, como si padeciera una sed de humo, que jamás podía aplacarse, y era en su vestir pulcro, elegante y casi lechuguino.

Educado en Francia, afectaba a veces desprecio de su nación y la censuraba con acritud, quejándose de ella como el prisionero que se queja de la estrechez incómoda de su jaula. Frecuentemente, después de alborotar en el grupo de un café con palabras impetuosas o mordaces, se retiraba a un rincón rechazando toda compañía, o despidiéndose a la francesa, huía. Después de largas ausencias tornaba a la pandilla con humor hipocondríaco.

Daba su opinión sobre poesía y literatura con un aplomo y una originalidad de juicios que pasmaba a todos. Ni Veguita ni el tuerto autor de comedias tenían conocimiento, por lo que sus maestros de aquí les enseñaban, de aquel nuevo y peregrino modo de juzgar, buscando el fondo más bien que la forma de las obras. Pero cuando nuestro atrabiliario quería echarse a poeta, los mismos que le admiraban como juez, se reían en sus barbas diciéndole que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por mucho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda a los Terremotos de Murcia, que es de lo peor que en nuestra lengua se ha escrito. Cuando se anunció que la reina Cristina estaba en cinta, todos los poetas echaron otra vez mano a la lira, y el hipocondriaco endilgó su soneto

Guarda ya el seno de Cristina hermosa
vástago incierto de alta dinastía…

Verdad es que no eran mucho mejores los que al mismo asunto compusieron Veguita y el autor de comedias.

Había en la pandilla otros muchos chicos. De ellos algunos no serán mencionados en razón de la oscuridad en que siempre han vivido, otros lo serán más tarde cuando las necesidades de esta verídica historia lo reclamen.

Reuníanse primero en el café de Venecia y después en el del Príncipe, que desde entonces sacó el nombre de Parnasillo. Entonces la juventud no tenía más que dos medios para dar desahogo a su ardor y eran hacer versos o hacer diabluras. Los estudios estaban muertos, la prensa no existía, las letras mismas y el teatro principalmente yacían encadenados por una censura bestial y vergonzosa, el conspirar olía a cáñamo, la política era patrimonio de las camarillas, las bellas artes, música y pintura estaban en su primera alborada. Los muchachos que no sentían gusto por los soeces ejercicios de la tauromaquia se entretenían en trepar por las asperezas del Olimpo, y como la mayor parte carecían de estro, no tenían más recurso que la murmuración y las travesuras. De todas las musas, la que más andaba entre los de la pandilla, tratándoles de tú, era la Décima, por otro nombre el hambre, a quien Veguita dedicó una composición muy chusca. Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima que en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer y en todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una generación fecunda.

Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían satisfacer al bullidor espíritu de tales muchachos las sesiones del Parnasillo y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida, sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino, pero las aventuras galantes no podían satisfacer completamente a aquella juventud que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, ella habría hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado con la facultad y con la facilidad versificante, el germen de la gloriosa oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

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