Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos

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Episodios Nacionales: Los apostólicos: краткое содержание, описание и аннотация

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Por la multitud de caras bonitas y la variedad de colores que en ellos había, parecían babilónicos jardines los balcones de las casas. En los de la de Bringas que daban a la calle Mayor, estaba D. Benigno con Sola y los chicos, amén de otras familias amigas del rico comerciante, que dio su nombre a los soportales cercanos a Platerías. Quiso la desgraciada suerte de Sola que le tocase salir al mismo balcón donde estaba una señora a quien ciertamente no gustaba de ver en parte alguna, y no porque la dama fuese de mal aspecto, sino por otros motivos muy poderosos. Era de tal manera hermosa que cautivaba los ojos y el corazón de cuantos la miraban. Por singular capricho de la Naturaleza, el tiempo que de ordinario es enemigo y destructor de la hermosura, allí era su cultivador y como su custodio, pues la conservaba fielmente y aun parecía aumentarla cada año. De esta galantería del tiempo unida a los adornos escogidos y a un esmero constante y casi religioso en la persona, resultaba el boccato di cardinale más rico que podría imaginarse. Para mayor gracia, había tenido el buen acuerdo de vestirse de maja, lo mismo que otras muchas damas que en aquel día clásico adoptaron el traje nacional. Llevaba, pues, falda de alepín inglés color de amaranto con abalorios negros, chaquetilla de terciopelo con muchos botoncitos de filigrana de oro, mantilla de casco de tafetán con gran velo de blonda, y peineta de pico de pato, todo puesto con extraordinaria bizarría.

IV

Cuando Sola se vio junto a ella tuvo que disimular su espanto, viéndose obligada a recibir el saludo de la dama y a devolverlo cortésmente. Después hablaron las dos de lo bonita que estaba la carrera, de la hermosura del tiempo, de los dichos y hechos que se contaban de la reina Cristina y del excesivo número de personas que había en casa de Bringas, las cuales rebosaban por los balcones como guindas en cesta.

Ocupada la mejor parte de los balcones por las señoras, los hombres poco o casi nada podían ver. Cordero paseaba de largo a largo por la sala, charlando con su amigo D. Francisco Bringas de cosas sustanciosas y muy importantes, como la paz entre Rusia y Turquía, la cuestión de Grecia, que pronto iba a ser reino independiente, y las tristes nuevas que habían llegado de la expedición americana, deshecha y rota en Tampico, con lo que parecía terminada nuestra dominación en aquel continente.

D. Benigno, que leía diariamente la Gaceta y Diario, estaba al tanto de todo y sobre cada asunto daba juiciosos dictámenes. Los impronunciables nombres de los puntos donde se batían turcos y rusos salían de la boca de nuestro héroe con no poca dificultad, y Bringas, que seguía con grandísimo ahínco el negocio de la nueva Grecia, barajaba los nombres gatunos de los personajes de aquel país, y así no se oía otra cosa que Miaulis, Mauromichalis y también Kalocotroni, Maurocordato y Capodistria.

Pronto tomó la conversación otro rumbo con la llegada de cierto joven de arrogante presencia, alto de cuerpo, agraciadísimo de rostro, con el pelo en rizos, las mejillas rosadas, el color blanco, los ojos garzos, los ademanes desenvueltos, el vestir elegante. Respondía al nombre de Salustiano Olózaga y era un abogado de veinticuatro años, medio célebre ya por sus brillantes alegatos forenses, y mayormente por la defensa que había hecho ante el Consejo y Cámara de Castilla de un pobre albañil inclusero, condenado a muerte por el robo de dos libras de tocino. La Milicia Nacional, cuando había Milicia, el foro cuando había foro y la política siempre consumían todo el ardor de su existencia.

Era el campeón juvenil de la idea naciente, y la Providencia habíale dado, entre otras notables prendas, elocuencia, si no brillante, varonil y sobria, con una lógica irresistible.

Los jóvenes de hoy, alumnos aprovechados del eclecticismo y del justo medio, no comprenderán quizás el entusiasmo y valentía de aquellos muchachos que sintiendo en su mente, por la natural índole de los tiempos, una especie de inspiración sacerdotal, hablaban de los déspotas y de la libertad como hablaría un romano de la primera república. Y no se paraban en barras, y aun deseaban martirios heroicos, y se metían en las conspiraciones más absurdas e inocentes, y osaban decir en pleno foro, delante de los consejeros, cosas que pasman por lo valerosas e intencionadas.

Desde que entró Salustiano no se habló más de Miaulis ni del bueno de Kalocotroni. Alejados un tanto del salón principal y reforzado el grupo con otras personas, el librero Miyar, el ingeniero Marcoartú y un comerciante de la calle de Postas, llamado Bárcenas, se despacharon todos a su gusto, siendo Olózaga tan hablador y contundente que no se paraba en pelillos y con su lengua que más bien era un hacha iba dejando muy mal parada a lo que todavía no se llamaba la situación.

D. Benigno que no gustaba de engolfarse mucho en política por los peligros que pudiera traer, dejó a sus amigos para buscar en los balcones la tertulia más grata y segura de las damas. La que vestía de maja se había puesto a bromear con el marqués de Falfán de los Godos, el hombre más mujeriego de aquel tiempo y también el más fino y galante, si bien su persona, hecha ya ruina lastimosa, no le ayudaba nada en lo que él quisiera que le ayudase. A Sola, en tanto, le daba conversación una señora muy impertinente llamada doña Salomé Porreño, y a cada rato ponía los ojos en blanco y echaba suspiros, cual si no tuviera en el mundo otra misión ni empleo que estarse lamentando a todas horas de una cosa perdida. Al lado de ella estaba una joven muy bonita, casada y por añadidura en aquel interesante estado que anuncia la maternidad. La de Presentacioncita, que así se llamaba, debía estar ya muy próxima, según se echaba de ver al primer examen. Era su marido un tal D. Gaspar de Grijalva con más riqueza que buen seso, y muy aficionado a meterse en trapisondas políticas, por lo que Presentación se afligía mucho y estaba siempre sobre ascuas temiendo que le ahorcasen. Esta señora, lo mismo que Sola, parecían tener muy pocas ganas de conversación; pero doña Salomé que estaba entre ellas como una especie de mediador parlante, suplía la desgana de ellas con un insaciable apetito de palique, y así no cesaba de hacer preguntas y observaciones poniendo en el discurso, como se pone la sal en la comida, los suspiros y el incesante revolver de los ojos.

Jenara, que era la maja, volví hacia atrás la cara a cada instante para responder a Falfán de los Godos, y en uno de estos dimes y diretes habló así:

– Sí, hoy mismo he tenido noticias suyas. Pipaón me entregó esta mañana una carta que es de perlas, por las muchas cosas ingeniosas que me dice. Creo que en mucho tiempo no le veremos por acá. Me anuncia que piensa casarse.

Jenara hablaba en voz muy alta; pero como Falfán de los Godos era algo teniente, es decir, sordo, nadie lo extrañaba. Al mismo tiempo la de Porreño daba con el codo a Sola y le decía:

– ¿Pero no me oye usted lo que le pregunto? Tres veces he preguntado a usted que si conoce a aquel comandante que pasa, y no me ha dado contestación… Por lo visto aquí todos son sordos… Se ha quedado usted lela; ¿en qué piensa usted que está tan pálida?… ¿no oye usted?…

– Sí, sí – replicó Sola, como se replicaría a las avispas, si la picada de estas alimañas fuera, en vez de picada, pregunta. – He oído perfectamente.

La de Porreño, al ver que por aquella banda no sacaba nada de provecho, se volvió a la otra y a Presentación. Después que la oyó, Presentación, que era muy maligna, dijo así:

– Aguarde usted. Mandaré a casa por la Guía de Forasteros, y con ella en la mano le diré a usted los nombres de todos los comandantes, capitanes y coroneles que hay en España.

La de Porreño miró al cielo, como si quisiera ponerle por testimonio de tanta injusticia. Bueno es decir que no vestía de maja ni de cosa que lo pareciera, sino a la moda pura y neta de 1822, con dulleta que ella misma había trocado en pelliza, aplicándole los restos de un capisayo antiguo. Su tocado era el llamado de turbante, guarnecido de cordones que fueron de oro y unas plumas que más parecían de escribano que de avestruz, como no pudiera aplicarse a uno y otro.

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