Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos
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Con el orden perfecto en la disposición de todo lo de la casa corría parejas la buena concordia entre sus habitantes, si se exceptúan las genialidades de Crucita, que fueron menos molestas desde que Sola adoptó el sistema de hacerle poco caso sin aparentar contrariarla.
Desapacible y brusca con los chicos, no consentía que se le acercaran a dos varas a la redonda. No obstante, el frecuente trato con ellos y la dulzura de su hermano y de la Hormiga fueron poco a poco arrancando las espinas de aquel carácter endiablado, y al fin sin dejar de hablarles en el lenguaje más duro y desabrido que se puede imaginar, manifestaba algún interés por los cuatro enemigos, ayudaba a cuidarles, y aun se permitía contarles algún trasnochado y soso cuento.
Los muchachos, a excepción del más pequeño, eran pacíficos. Primitivo y Segundo adelantaban regularmente en sus estudios, y en cuanto a vocaciones, el tono especial de la época y los personajes de aquel tiempo despertaban en ellos ambiciones varias. El mayor quería ser Padre Guardián, para tomar mucho chocolate, dar a besar su mano a los transeúntes y salir a paseo entre un par de duques o marqueses. El segundo, que era vanidosillo y fachendoso, quería ser tambor mayor de la Guardia Real, porque eso de ir delante de un regimiento haciendo gestos y espantando moscas con un bastón de porra, le parecía el colmo de la dicha. Rafaelito era más modesto. No le hablaran a él de figuraciones ni altas dignidades: él no quería ser sino confitero, para poder atracarse de dulces desde la mañana a la noche y hacer bonitas velas para los santos. En cuanto a Juanito Jacobo, aunque no hablaba, bien se le conocía que su vocación era la de gigante Goliat o Hércules, según lo que destrozaba, berreaba y las diabluras que hacía andando a gatas, sin dejarse amedrentar por cocos ni espantajos.
Tranquilo, feliz, gozoso del orden en que vivía y que amaba por naturaleza y costumbre, Cordero veía pasar suavemente los días. El método en la existencia le encantaba, y la semejanza entre el hoy y el ayer era su principal delicia.
Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas; aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, D. Benigno amaba la vida monótona y regular, que es la verdaderamente fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su comercio y los puros goces de la familia; libre de ansiedad política; amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el estado; respetuoso con las instituciones que protegían aquella paz; amigo de sus amigos; amparador de los menesterosos; implacable con los pillos, fuesen grandes o pequeños; sabiendo conciliar el decoro con la modestia y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo con las compras de bienes nacionales y la creación de las carreras facultativas hasta llegar al punto culminante en que ahora se encuentra.
La formidable clase media que hoy es el poder omnímodo que todo lo hace y deshace, llamándose política, magistratura, administración, ciencia, ejército, nació en Cádiz entre el estruendo de las bombas francesas y las peroratas de un congreso híbrido, inocente, extranjerizado si se quiere, pero que había brotado como un sentimiento o como un instinto ciego e incontrastable del espíritu nacional. El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y nobles, y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a imperar en absoluto, formando, con sus grandezas y sus defectos una España nueva.
Perdónesenos la digresión, y volvamos a Cordero, del cual nos falta decir que en los últimos años había prosperado grandemente en su comercio. Pocas noches antes de aquel día en que suponemos comenzada esta narración, el héroe estaba en su gabinete contando el dinero de la semana. Después que tomó nota de las cantidades y distribuyó estas cariñosamente en las cestillas de paja que servían para el caso, llamó a Sola, y haciéndola sentar frente a él, le dijo así:
– Si no comunico a alguien lo que pienso en este instante, apreciable Hormiguita, reviento de seguro.
Sola sonreía, dando más luz al quinqué que sobre la mesa colocado repartía en porción igual su resplandor a los dos personajes. Don Benigno se reía también, y ya se acariciaba la barba redondita y arrebolada, como una manzana recién cogida, ya se arreglaba las gafas de oro, cuya tendencia a resbalar sobre la nariz picuda y fina iba en aumento cada día.
– Pues lo que pienso – añadió – es que sin saber cómo, me encuentro rico… es decir, no muy rico, entendámonos, sino simplemente en ese estado de buen acomodo que me permitiría, si quisiera, renunciar al comercio y retirarme a vivir tranquilo en mis queridos Cigarrales, donde no me ocuparía más que en labrar el campo y criar a mis hijos.
Sola le respondió a estas palabras con otras de felicitación, y el héroe, que se sentía aquella noche con muchas ganas de charlar, continuó así:
– Con usted no hay secretos. Sepa usted que ayer he pagado el último plazo de esta casa en que vivimos; de modo que es mía, tan mía como mis anteojos y mi corbata de suela. En los Cigarrales he comprado ya más de cien fanegadas para agregarlas a las que heredé de mis padres, y pienso comprar las del tío Rezaquedito, que saldrán a la venta muy pronto. De modo que ya estamos libres de perder el sueño por cavilar en el día de mañana, y si por acaso me da un torozón (que no me dará) no estaré afligido en mi última hora con la idea de que mis hijos tengan que vivir a expensas de parientes y amigos. Vea usted por dónde la Divina Providencia ha premiado mi laboriosidad, y nada más que mi laboriosidad, pues talentos no los tengo, y en cuanto a picardías, ya se sabe que esa moneda no corre dentro de mi casa.
– Dios ha querido que un hombre tan bueno y tan cabal en todo – le dijo Sola, – tenga su merecido en el mundo, porque si al bueno no le da Dios los medios de ser caritativo y generoso ¿qué sería de los pobres, de los abandonados, de los huérfanos?
– No, no… – replicó Cordero un si es no es conmovido, – no hay aquí generosidades que alabar ni virtudes que enaltecer. Algo he hecho por los menesterosos, y si alguna persona ha recibido especialmente de mí ciertos beneficios, estos han sido menores de los que ella se merece. Dios no puede estar satisfecho de mí en esta parte… Que se han sucedido buenos años para el género; que los cambios políticos, improvisando posiciones han desarrollado el lujo; que las modas han favorecido grandemente el comercio de blondas y puntillas; que la paz de estos años de despotismo ha traído muchos bailes y saraos, equivalentes a gran despilfarro de Valenciennes, Flandes y Malinas; que el restablecimiento del culto y clero después de los tres años trajo la renovación de toda la ropa de altar y mucho consumo de encajería religiosa; que mi puntualidad y honradez me dieron la preferencia entre las damas; que la corte misma, a pesar de que son bien notorias mis ideas contrarias a la tiranía, no quiere ver entrar por las puertas de palacio ni media vara de Almagro que no sea de casa de Cordero, y en fin, que Dios lo ha querido y con esto se dice todo. Bendigámosle y pidámosle luces para acertar a hacer el bien que aún no hemos hecho, y que es a manera de una sagrada deuda pendiente con la sociedad, con la conciencia…
El héroe se atascó en su propia retórica, como le pasaba siempre que quería expresar una idea no bien determinada aún en su espíritu, y un sentimiento oprimido en las fuertes redes de la timidez y la delicadeza.
– Acabe usted que me da gusto oírle – le dijo Sola sonriendo, – pero prontito, que hay mucho que hacer esta noche.
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