Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos
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– Pásmese usted… es una francmasona, una insurgente, mejor dicho, una real dama en quien los principios liberales y filosóficos se unen a los sentimientos más humanitarios. Es decir, que tendremos una Reina domesticadora de las fierezas que se usan por acá.
– A mí me han dicho, que ha puesto por condición para casarse que el rey levante el destierro a todos los emigrados.
– A mí me han dicho algo más – añadió Cordero, dando una importancia extraordinaria a su revelación, – a mí me han dicho que en Nápoles bordó secretamente una bandera para los insurrectos de… de no sé qué insurrección. ¿Qué cree usted? La mandan aquí porque si se queda en Italia da la niña al traste con todas las tiranías… Que ella es de lo fino en materia de liberalismo ilustrado y filosófico, me lo prueba más que el bordar pendones el odio que le tiene toda la turbamulta inquisidora y apostólica de España y Europa y de las cinco partes del globo terráqueo. ¿Estaba usted anoche aquí cuando el Sr. de Pipaón leyó un papel francés que llaman la Quotidienne? ¡Barástolis! ¡Y qué herejías le dicen! Ya se sabe que esa gente cuando no puede atacar nuestro sistema gloriosísimo a tiros y puñaladas lo ataca con embustes y calumnias. Bendita sea la princesa ilustre que ya trae el diploma de su liberalismo en las injurias de los realistas. Nada le falta, ni aun la hermosura, y para juzgar si es tan acabada como dicen los papeles extranjeros, vamos usted y yo a darnos el gustazo de verla entrar.
La persona a quien de este modo hablaba el tendero de encajes no tenía un interés muy vivo en aquellas graves cosas de que pendía quizás el porvenir de la patria; pero llevada de su respeto a D. Benigno, le miraba mucho y pronunciaba un sí al fin de cada parrafillo. Conocida de nuestros lectores desde 1821, esta discreta joven había pasado por no pocas vicisitudes y conflictos durante los ocho años transcurridos desde aquella fecha liberalesca hasta el año quinto de Calomarde en que la volvemos a encontrar. Su carácter, altamente dotado de cualidades de resistencia y energía que son como el antemural que defiende al alma de los embates de la desesperación, era la causa principal de que las desgracias frecuentes no desmejorasen su persona. Por el contrario, la vida activa del corazón, determinando actividades no menos grandes en el orden físico, le había traído un desarrollo felicísimo, no sólo por lo que con él ganaba su salud sino por el provecho que de él sacaba su belleza. Esta no era brillante ni mucho menos, como ya se sabe, y más que belleza en el concepto plástico era un conjunto de gracias accesorias realzando y como adornando el principal encanto de su fisonomía que era la expresión de una bondad superior.
La madurez de juicio y la rectitud en el pensar; el don singularísimo de convertir en fáciles los quehaceres más enojosos, la disposición para el gobierno doméstico, la fuerza moral que tenía de sobra para poder darla a los demás en días de infortunio, la perfecta igualdad del ánimo en todas las ocasiones, y finalmente aquella manera de hacer frente a todas las cosas de la vida con serenidad digna, cristiana y sin afán, como quien la mira más bien por el lado de los deberes que por el de los derechos, hacían de ella la más hermosa figura de un tipo social que no escasea ciertamente en España, para gloria de nuestra cultura.
– Los que no la ven a usted desde el año 24 – le dijo aquel mismo día D. Benigno observándola con tanta atención como complacencia, – no la conocerán ahora. Me tengo por muy feliz al considerar que en mi casa ha sido donde ha ganado usted esos frescos colores de su cara, y que bajo este techo humilde ha engrosado usted considerablemente… digo mal, porque no está usted como mi pobre Robustiana ni mucho menos… quiero decir, proporcionadamente, de un modo adecuado a su estatura mediana, a su talle gracioso, a su cuerpo esbelto. Beneficios de la vida tranquila, de la virtud, del trabajo, ¿no es verdad?… Todos los que la vieron a usted en aquellos tristes días, cuando a entrambos nos pusieron a la sombra y colgaron al pobre Sarmiento…
Este recuerdo entristeció mucho a la joven, impidiendo que su amor propio se vanagloriase con los elogios galantes que acababa de oír. Eran ya las once de la mañana, y vestida como en día de fiesta para acompañar a D. Benigno, esperaba en la tienda la señal de partida.
– Aguarde usted: voy a hacer un par de asientos en el libro – dijo este sentándose en su escritorio. – Todavía tenemos tiempo de sobra. Iremos a la casa de D. Francisco Bringas, de cuyos balcones se ha de ver muy requetebién toda la comitiva. Los pequeños se quedarán con mi hermana y llevaremos a Primitivo y a Segundo. ¿Están vestidos?
Los dos muchachos, de doce y diez años respectivamente, no tenían la soltura que a tal edad es común en los polluelos de nuestros días; antes bien encogidos y temerosos, vestidos poco menos que a mujeriegas, representaban aquella deliciosa perpetuidad de la niñez que era el encanto de la generación pasada. Despabilados y libertinos en las travesuras de la calle, eran dentro de casa humildes, taciturnos y frecuentemente hipócritas.
Gozosos de salir con su padre a ver la entrada de la cuarta reina, esperaban impacientes la hora y formando alrededor de la joven grupo semejante al que emplean los artistas para representar a la Caridad, la manoseaban so pretexto de acariciarla, le estrujaban la mantilla, arrugándole las mangas y curioseando dentro del ridículo. La joven tenía que acudir a cada instante a remediar los desperfectos que los dos inquietos y pegajosos muchachos se hacían en su propio vestido, y ya atando al uno la cinta de la gorra o cachucha, o abotonándole el casaquín, ya asegurando al otro con alfileres la corbata, no daba reposo a sus manos ni tenía ocasión para quitárseles de encima.
– No seáis pesados – les dijo con enfado su padre, – y no sobéis tanto a nuestra querida Hormiguita. Para verla, para darle a entender que la queréis mucho, no es preciso que le pongáis encima esas manazas… que sabe Dios cómo estarán de limpias: ni hace falta que la llenéis de saliva besuqueándola…
Esta reprimenda les alejó un poco del objeto de su adoración; pero siguieron contemplándola como bobos, cortados y ruborosos, mientras ella, con la sonrisa en los labios, reparaba tranquilamente las chafaduras de su vestido y las arrugas del encaje, para abrir luego su abanico y darse aire con aquel ademán ceremonioso y acompasado, propio de la mujer española.
Entretanto, allá arriba, en el piso donde vivía la familia oíanse batahola y patadillas con llanto y becerreo, señal del pronunciamiento de los dos Corderos menores, Rafaelito y Juan Jacobo, rebelándose contra la tiranía que les dejaba encerrados en casa en la fastidiosa compañía de la tía Crucita.
– Ya escampa – dijo Cordero señalando al techo con el rabo de la pluma, – oiga usted al pueblo soberano que aborrece las cadenas… Verdad que mi hermana no es de aquellas personas organizadas por la Naturaleza para hacer llevadero y hasta simpático el despotismo.
Y dejando por un momento la escritura entró en la trastienda dirigiendo hacia arriba por el hueco de la tortuosa escalerilla estas palabras:
– Cruz y Calvario, no les pegues, que harta desazón tienen con quedarse en casa en día de tanto festejo.
– Idos de una vez a la calle y dejadme en paz – contestó de arriba una voz nada armoniosa ni afable, – que yo me entenderé con los enemigos. Ya sé cómo les he de tratar… Eso es, marchaos vosotros, marchaos al paseíto tú y la linda Marizápalos, que aquí se queda esta pobre mártir para cuidar serpentones y aguantar porrazos, siempre sacrificada entre estos dos cachidiablos… Idos enhorabuena… a bien que en la otra vida le darán a cada cual su merecido.
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