Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos

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Episodios Nacionales: Los apostólicos: краткое содержание, описание и аннотация

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Violento golpe de una puerta fue punto final de este agrio discurso, y en seguida se oyeron más fuertes las patadillas infantiles de los corderos y el sermoneo de la pastora.

– Siempre regañando – dijo D. Benigno con jovialidad, – y arrojando venablos por esa bendita boca, que con ser casi tan atronadora como la de un cañón de a ocho, no trae su charla insufrible de malas entrañas ni de un corazón perverso. Mil veces lo he dicho de mi inaguantable hermana y ahora lo repito: «es la paloma que ladra».

Esto lo dijo Cordero guardando en su lugar las plumas con el libro de cuentas y todos los trebejos de escribir, y tomó después con una mano el sombrero para llevarlo a la cabeza, mientras la otra mano trasportaba el gorro carmesí de la cabeza a la espetera en que el sombrero estuvo.

– Vámonos ya, que si no llegamos pronto encontraremos ocupados los balcones de Bringas.

La joven alzaba la tabla del mostrador para salir con los chicos, cuando la tienda se oscureció por la aparición de un rechoncho pedazo de humanidad que casi llenaba el marco de la puerta con su bordada casaca, sus tiesos encajes, su espadín, su sombrero, sus brazos que no sabían cómo ponerse para dar a la persona un aspecto pomposo en que la rotundidad se uniera con la soltura.

– Felices, Sr. D. Juan de Pipaón – dijo don Benigno observando de pies a cabeza al personaje. – Pues no viene usted poco majo… Así me gusta a mí la gente de corte… Eso es vestirse con gana y paramentarse de veras. A ver, vuélvase usted de espaldas… ¡Magnífico! ¡qué faldones!… A ver de frente… ¡qué pechera! Alce usted el brazo: muy bien. ¡Cómo se conoce la tijera de Rouget! De mis encajes nada tengo que decir… ¡qué saldrá de esta casa que no sea la bondad misma! Póngase usted el sombrero a ver qué tal cae… Superlative… ¡Con qué gracia está puesta la llave dorada sobre la cadera!… ¿Estas medias son de casa de Bárcenas?… ¡Qué bien hacen las cruces sobre el paño oscuro!… una, dos, tres, cuatro veneras… Bien ganaditas todas, ¿no es verdad, ilustrísimo señor D. Juan?… ¡Barástolis! parece usted un patriarca griego, un sultán, un califa, el Rey que rabió o el mismísimo mágico de Astracán.

Conforme lo decía iba examinando pieza por pieza, haciendo dar vueltas al personaje como si este fuera un maniquí giratorio. Don Benigno y la joven, no menos admirada que él, ponderaban con grandes exclamaciones la belleza y lujo de todas las partes del vestido, mientras el cortesano se dejaba mirar y asentía en silencio, con un palmo de boca abierta, todo satisfecho y embobado de gozo, a los encarecimientos que de su persona se hacían.

– Todo es nuevo – dijo la dama.

– Todo – repitió Pipaón mirándose a sí mismo en redondo como un pavo real. – Mi destino de la secretaría de S. M. ha exigido estos dispendios.

En seguida fue enumerando lo que le había costado cada pieza de aquel torreón de seda, galones, plumas, plata, encajes, piedras y ballenas, rematado en su cúspide por la carátula más redonda, más alborozada, más contenta de sí misma que se ha visto jamás sobre un montón de carne humana.

– Pero no nos detengamos – dijo al fin, – ustedes salían…

– Vamos a casa de Bringas. ¿Va usted también allá?

– ¿Yo?, no, hombre de Dios. Mi cargo me obliga a estar en palacio con los señores ministros y los señores del Consejo para recibir allí a…

Acercó su boca al oído de D. Benigno y protegiéndola con la palma de la mano, dijo en voz baja:

– A la francmasona…

Ambos se echaron a reír y D. Benigno se envolvió en su capa diciendo:

– ¡Pues viva la reina francmasona! El desfrancmasonizador que la desfrancmasonice buen desfrancmasonizador será.

– Eso no lo dice Rousseau.

– Pero lo digo yo… Y andando que es tarde.

– Andandito… – murmuró Pipaón incrustando su persona toda en el hueco de la puerta para ofrecerla a la admiración de los transeúntes. – Pero se me olvidaba el objeto de mi visita.

– ¿Pues no ha venido usted a que le viéramos?

– Sí, y también a otra cosa. Tengo que dar una noticia a la señora doña Sola.

La joven se puso pálida primero, después como la grana, siguiendo con los ojos el movimiento de la mano de Pipaón que sacaba unos papeles del bolsillo del pecho.

– ¿Noticias? Siempre que sean buenas – dijo Cordero cerrando y asegurando una de las hojas de la puerta.

– Buenas son… Al fin nuestro hombre da señales de vida. Me ha escrito y en la mía incluye esta carta para usted.

Soledad tomó la carta, y en su turbación la dejó caer, y la recogió y quiso leerla y tras un rato de vacilación y aturdimiento, guardola para leerla después.

– Y no me detengo más – dijo Pipaón, – que voy a llegar tarde a palacio. Hablaremos esta noche, Sr. D. Benigno, señora doña Hormiga. Abur.

Se eclipsó aquel astro. Por la calle abajo iba como si rodara, semejante a un globo de luz, deslumbrando los ojos de los transeúntes con los mil reflejos de sus entorchados y cruces, y siendo pasmo de los chicos, admiración de las mujeres, envidia de los ambiciosos, y orgullo de sí mismo.

Cuando el héroe de Boteros, dada la última vuelta a la llave de la puerta y embozado en su pañosa, se puso en marcha, habló de este modo a su compañera:

– ¿Noticias de aquel hombre?… Bien. ¿Cartas venidas por conducto de Pipaón?… malum signum. No tenemos propiamente correo… Querida Hormiga, es preciso desconfiar en todo y por todo de este tunante de Bragas y de sus melosas afabilidades y cortesanías. Mil veces le he definido y ahora le vuelvo a definir: «es el cocodrilo que besa».

II

¿Por qué vivía en casa de Cordero la hija de Gil de la Cuadra? ¿Desde cuándo estaba allí? Es urgente aclarar esto.

Cuando pasó a mejor vida del modo lamentable e inicuo que todos sabemos D. Patricio Sarmiento, Soledad siguió viviendo sola en la casa de la calle de Coloreros. D. Benigno y su familia continuaron también en el piso principal de la misma casa. La vecindad continuada y más aún la comunidad de desgracias y de peligros en que se habían visto, aumentaron la afición de Sola a los Corderos y el cariño de los Corderos a Sola, hasta el punto de que todos se consideraban como de una misma familia, y llegó el caso de que en la vecindad llamaran a la huérfana Doña Sola Cordero.

A poco de nacer Rafaelito trasladose don Benigno a la subida de Santa Cruz, y al principal de la casa donde estaba su tienda, y como allí el local era espacioso, instaron a su amiga para que viviera con ellos. Después de muchos ruegos y excusas quedó concertado el plan de residencia. En aquellos días se casó Elena con el jovenzuelo Angelito Seudoquis, el cual, destinado a Filipinas cuatro meses después de la boda, emprendió con su muñeca el viaje por el Cabo, y a los catorce meses los señores de Cordero recibieron en una misma carta dos noticias interesantes; que sus hijos habían llegado a Manila y que antes de llegar les habían dado un nietecillo.

Lo mismo D. Benigno que su esposa veían que la amiga huérfana iba llenando poco a poco el hueco que en la familia y en la casa había dejado la hija ausente. Pruebas dio aquella bien pronto de ser merecedora del afecto paternal que marido y mujer le mostraban. Asistió a doña Robustiana en su larga y penosa enfermedad con tanta solicitud y abnegación tan grande que no lo haría mejor una santa. Nadie, ni aun ella misma, hizo la observación de que había pasado su juventud toda asistiendo enfermos. Gil de la Cuadra, doña Fermina, Sarmiento, doña Robustiana marcaban las fechas culminantes y sucesivas de una existencia consagrada al alivio de los males ajenos, siempre con absoluto desconocimiento del bien propio.

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