Benito Pérez - Episodios Nacionales - Los apostólicos

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– Descanse usted un momento, por amor de Dios. ¿Siempre hemos de estar sobre un pie?… ¡Oh!, por mi parte, apreciable Hormiga, estoy decidido a descansar. Verdad es que no soy un niño. Tengo cincuenta y dos años.

Dicho esto, D. Benigno miró como extasiado a su protegida, que a su vez contemplaba fijamente la luz a riesgo de quedarse deslumbrada toda la noche.

– Cincuenta y dos años, que es mucho y es poco, según se considere – añadió el héroe con cierta turbación. – Todo es relativo, hasta los años, y yo con mi constitución recia y firme, mis acerados músculos, mi desconocimiento absoluto de lo que son médicos y boticas, no me cambio por esos pisaverdes de color de cera de muerto, que se llaman muchachos por una equivocación del tiempo.

– Es usted rico; goza de perfecta salud – murmuró Sola, cuyas miradas, como mariposas, gustaban de recrearse en la llama; – es además bueno como el buen pan, tiene buen nombre y fama limpia, ¿qué más puede desear?

Don Benigno dio un suspiro y mirando al tapete, dijo así:

– Es verdad: nada puedo desear. Temeridad e impertinencia sería pedir más.

Ambos callaron.

– ¿Tiene usted algo más que decirme? – preguntó Sola levantándose.

– Nada, nada, apreciable Hormiga – dijo D. Benigno irradiando bondad y sentimientos puros de su cara de rosa. – Nada más sino que… Dios sobre todo.

Después que la joven se fue, Cordero tomó a Rousseau como se toma el brazo de un amigo para apoyarse en él, y abriendo el libro por donde estaba la marca, indicando sin duda capítulo, párrafo o renglón de gran interés, se quedó un buen rato meditando en la extraordinaria profundidad, intención y filosofía de la sentencia con que el ginebrino encabeza el libro Quinto del Emilio.

Dice así: No es bueno que el hombre esté solo.

III

El día era de los mejores que suele tener Madrid en invierno, con cielo limpio y espléndido sol. Los madrileños, que por su índole castiza, no necesitaban entonces ni ahora de grandes atractivos para echarse en tropel a la calle, invadieron aquel día la carrera de las procesiones regias que va desde Atocha a Palacio, vía ciertamente histórica y muy interesante, por la cual han pasado tantos monarcas felices o desgraciados, y no pocos ídolos populares. Si fuera posible reproducir la serie de comitivas diversas que han recorrido ese camino del entusiasmo desde la primera entrada de Fernando VII en Mayo de 1808, tendríamos una galería curiosa en la cual muy pocas pinceladas tendría que añadir la historia para hacer el cuadro completo de las sucesivas idolatrías españolas. El quemar de los ídolos, cuando estamos cansados de adorarlos, se verifica en otra parte.

Estas grandiosas comparsas tienen una monotonía que desespera; pero el pueblo no se cansa de ver los mismos lacayos con las mismas pelucas, los mismos penachos en la frente de los mismos caballos, y el inacabable desfilar de uniformes abigarrados, de coches enormes más ricos que elegantes, de generales en número infinito, y el trompeteo, la bulla, el oscilar mareante de plumachos mil, el fulgor de bayonetas, y por último el revoloteo de palomitas y de hojas de papel conteniendo los peores sonetos y madrigales que pueden imaginarse.

Aquel día de Diciembre de 1829 el pueblo de Madrid admiró principalmente la hermosura de la nueva reina, la cual era, según la expresión que corría de boca en boca, una divinidad. Su cara incomparablemente graciosa y dulce tenía un sonreír constante que se entraba, como decían entonces, hasta el corazón de todo el pueblo, despertando las más ardientes simpatías. Bastaba verla para conocer su agudo talento, que tanto había de brillar en las lides cortesanas, y para prever las nobles conquistas que la gracia y la confianza habían de hacer prontamente en el terreno de la brutalidad y del recelo. Jamás paloma alguna entró con más valentía que aquella en el negro nidal de los búhos, y aunque no pudo hacerles amar la luz, consiguió someterles a su talante y albedrío consiguiendo de este modo que pareciesen menos malos de lo que eran. Fue mirada su belleza como un sol de piedad que venía, si bien un poco tarde, a iluminar los antros de venganza y barbarie en que vivía como un criminal aherrojado, el sentimiento nacional.

No ha existido persona alguna a quien se hayan dedicado más versos. Por ella sola se han fatigado más las deidades de Hipócrene y ha hecho más corvetas el buen Pegaso que por todas las demás reinas juntas. A ella se le dijo que si el Vesubio la había despedido con sombríos fulgores, el Manzanares la recibió vestido de flores; se le dijo que Pirene había inclinado la erguida espalda para dejarla pasar y que en los vergeles de Aretusa tocaba la lira el virginal concilio celebrando a la ninfa bella de Parténope.

La hermosa reina fue también cantada por los grandes poetas; que no todo había de ser ruido en las diversas cataratas de versos que celebraron su casamiento, su entrada, su embarazo, sus dos alumbramientos, sus días, sus actos políticos más notables, y en particular el glorioso hecho de la amnistía. D. Juan Bautista Arriaza, que desde el año 8 venía haciendo todos los versos decorativos y de circunstancias, la letra de todos los himnos y las inscripciones de todos los arcos triunfales, echó el resto, como decirse suele, en las fiestas del año 29. Quintana dedicó al feliz enlace de Fernando VII una canción epitalámica que no quiso incluir en las ediciones de sus obras, y otros insignes vates de la época la ensalzaron en aquellas odas resonantes y tiesas, algo parecidas al parche duro y ruidoso de una caja de guerra, y cuya lectura deja en los oídos impresión semejante a la que produciría una banda de tambores en día de parada. Con todo, en la corona poética de esta insigne reina se encuentran altos pensamientos y graciosas imágenes, principalmente en todo aquello que aparece inspirado por la seductora sonrisa, que cuanto más se ve más enamora.

Entró Cristina en coche acompañada de sus padres los reyes de Nápoles. Al estribo derecho venía el esposo y tío, rigiendo magistralmente su hermoso caballo. Era, según dicen, el primer jinete de su época; verdaderamente nuestro Rey tenía un aspecto tan majestuoso como gallardo cuando montaba en uno de aquellos apopléticos corceles cuya pesadez y arrogancia nos han trasmitido Velázquez y Goya. La alzada del animal, el corpulento busto del monarca, su rico uniforme, su alto sombrero de tres picos, muy parecido, según la absurda moda de la época, a las mitras o tinajones que llevan en su cabeza los bueyes de la arquitectura asiria, daban a la colosal figura no sé qué apariencia babilónica que infundía respeto y algo de supersticioso miedo.

Pero la arrogancia de la majestad ecuestre, la misma riqueza abigarrada de su traje de gala no disimulaban en Fernando aquella decadencia precoz que le hacía viejo a los cuarenta y cinco años. En su rostro duro y de poco a propósito para ganar simpatías (por lo que se acomodaba perfectamente al carácter) parecía que la nariz se había agrandado, impaciente de juntarse al labio belfo, el que por su parte se estiraba a más no poder, como si quisiera echarse fuera de tal cara. Su color, que era una mezcla enfermiza del verdoso y del amoratado, extendía por sus mejillas como una sombra lúgubre, en la cual lucían mejor sus ojos grandes y negros, por donde en ciertos momentos se asomaban, con el instantáneo fulgor del relámpago, sus alborotadas pasiones.

Pasaron. Aquel río de morriones, pelucas, sables desnudos, entorchados, pompones y cabezas mil que se movían al compás de la marcha de tanto caballo festoneado y lleno de garambainas; la sucesión de tanto y tanto coche, semejante a canastillas hechas con todos los materiales posibles desde la concha y el marfil hasta el cobre y la madera; el estruendo solemne de la marcha real y todo lo demás que realza estas procesiones tenían tan absorto y embobado al pueblo madrileño, amante de estas cosas como ningún otro pueblo del mundo, que si la Corte hubiera estado pasando y repasando de aquella manera por espacio de tres meses seguidos, no faltarían ni un momento las grandes líneas de gente con la boca abierta a un lado y otro de la carrera.

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