Vicente Blasco - Canas y barro

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El primer año fue de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la noche en la barraca, encontraba instrumentos de labranza al lado de los aparejos de pesca.

Un día tropezó con un arado que Toni había traído de tierra firme para recomponerlo durante la velada, y le Produjo el mismo efecto que un dragón monstruoso tendido en medio de la barraca. Todas estas láminas de acero le causaban frío y rabia. Le bastaba ver una hoz caída a unos cuantos pasos de sus redes, para que al momento creyese que la corva hoja iba a marchar por sí sola a cortarle los aparejos, y reñía a su nuera por descuidada, ordenando a gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas de… «labrador». Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra. i Y esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero que el de las facas para abrir el pescado…! ¡Vamos, que había para reventar de rabia!

En la época de la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el arado, Toni llegaba sudoroso, después de arrear durante todo el día las caballerías alquiladas.

Su padre rondaba en torno de él, husmeándolo con maligna fruición, y después corría a la taberna, donde dormitaban con el vaso en la mano sus camaradas de los buenos tiempos. ¡Caballeros, la gran noticia…! Su hijo olía a caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la isla del Palmar! Ya había llegado lo del mundo al revés.

Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y aislada en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con el monbt al brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas anguilas, y empujaba con el pie a su nuera para que le dejase sitio en el fogón. Él mismo se preparaba la cena.

Unas veces enrollaba las anguilas atravesándolas con una varita y las guisaba al ast, tostándolas pacientemente por todos los lados sobre las llamas. Otras iba a buscar en la barca su antiguo caldero lleno de remiendos, y guisaba en suc alguna tenca enorme o confeccionaba una sebollá, mezclando cebollas con anguilas, como si preparase la comida de medio pueblo.

La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era la de todos los antiguos hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la noche, al volver a la barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre las rodillas, pasaba horas enteras silencioso, moviendo a ambos lados su boca de cabra vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible pudieran contenerse en un estómago humano.

Comía lo suyo, lo que había conquistado durante el día, y no se cuidaba de lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero. ¡Cada cual que engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción cuando veía sobre la mesa de la familia, como único afito, una cazuela de arroz, mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un carrizal al ver lejos a los guardias.

Toni dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en someter al viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet era el único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como si le atrajese el buen olor de su caldero.

– ¡Tin, pobret, tin! – decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo viese en la mayor miseria.

Y le regalaba un muslo de fúlica, grasiento y estoposo sonriendo al ver cómo lo devoraba el pequeñuelo.

Cuando arreglaba algún all y pebre con sus viejos amigotes en la taberna, se llevaba al nieto sin decir palabra a los padres.

Otras veces la fiesta era mayor. Por la mañana, el tío Paloma, sintiendo la comezón de las aventuras, había desembarcado con algún camarada tan viejo como él en las espesuras de la Dehesa. Larga espera tendidos sobre el vientre entre los matorrales, espiando a los guardas, ignorantes de su presencia. Así que asomaban los conejos dando saltos en torno de los tallos de la maleza, ¡fuego en ellos! dos al saco y a correr, a ganar la barca, riéndose después, desde el centro del lago, de las carreras de los guardas por la orilla buscando en vano a los cazadoreS furtivos. Estas audacias rejuvenecían al tío Paloma.

Había que oírle por la noche, al guisar la caza en la taberna, entre sus amigotes que pagaban el vino, cómo se vanagloriaban de su hazaña. ¡Ningún mozo del día era capaz de hacer otro tanto! Y cuando los prudentes le hablaban de la ley y sus penalidades, el barquero erguía fieramente su busto encorbado por los años y el manejo de la percha. Los guardas eran unos vagos, que aceptaban el empleo porque les repugnaba trabajar, y los señores que arrendaban la caza unos ladrones, que todo lo querían para ellos… La Albufera era de él y de todos los pescadores. Si hubiesen nacido en un palacio, serían reyes. Cuando Dios les había hecho nacer allí, por algo sería. Todo lo demás eran mentiras inventadas por los hombres.

Y después de devorar la cena, cuando apenas quedaba vino en los porrones, el tío Paloma contemplaba al nieto dormido entre sus rodillas y se lo mostraba a los amigos.

Aquel pequeño sería un verdadero hijo de la Albufera. Su educación corría a cargo suyo, para que no siguiese los malos caminos del padre. Manejaría la escopeta con asombrosa habilidad, conocería el fondo del lago como una anguila, y cuando el abuelo muriese, todos los que vinieran a cazar encontrarían la barca de otro Paloma, pero remozado, tal como era él cuando la misma reina venía a sentarse en su barquito riendo sus chuscadas.

Aparte de estos enternecimientos, la animosidad del barquero contra su hijo continuaba latente. No quería ver las despreciables tierras que cultivaba, pero las tenía fijas en su memoria y reía con diabólico gozo al saber que los negocios de Toni marchaban mal. El primer año le entró salitre en los campos cuando estaba granándose el arroz, y casi perdió la cosecha. El tío Paloma relataba a todos esta desgracia con fruición; pero al notar en su familia la tristeza y alguna estrechez a causa de los gastos, que habían resultado improductivos, sintió cierto enternecimiento y hasta rompió el mutismo con su hijo para aconsejarle. ¿No se había convencido aún de que era hombre de agua y no labrador? Debía dejar los campos a la gente de tierra adentro, dedicada de antiguo a destriparlos. Él era hijo de pescador, y a las redes había de volver.

Pero Toni contestó con gruñidos de mal humor, manifestando su propósito de seguir adelante, y el viejo volvió a sumergirse en su odio silencioso. ¡Ah, el testarudo…!

Desde entonces deseó toda clase de calamidades para las tierras del hijo, como un medio de domar su orgullosa resistencia. Nada preguntaba en casa, pero al cruzarse su barquichuelo en el lago con las grandes barcazas que venían de la parte del Saler, se enteraba de la marcha de la cosecha y sentía cierta satisfacción cuando le anunciaban que el año sería malo. Su testarudo hijo iba a morir de hambre. Aún tendría que pedirle de rodillas, para comer, la llave del antiguo vivero con la montera de paja desfondada que tenía junto al Palmar.

Las tormentas a fines de verano le llenaban de gozo. Deseaba que se abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de Torrente que desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas a la siega.

Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría a él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver a su hijo royéndose los codos e implorando su protección.

Por fortuna para Toni, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año a la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.

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