Vicente Blasco - Canas y barro

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Pero su padre se había empeñado en casarlo. no quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas viose forzado a vivir en sociedad con sus semejantes, a dormir bajo una techumbre de paja, a pagar su parte para el mantenimiento del cura y a obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza – según decía él-, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.

De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto a el rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana, todos los viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y blanca, semejante a un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.

Habian tenido muchos hijos, muchisimos; pero, menos uno, todos habían muerto oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas.

Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fue por agarrarse tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.

El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en lamiseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos a otros.

Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Toni quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.

El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.

– Es el hombre más hombre de toda la Albufera – decía a sus amigos. – Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.

Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.

Siempre serio y pronto para el trabajo, Toni no daba a su padre el más leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, había puesto manos a la obra.

Cuando Toni fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.

En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos, construidos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro con capas de hollín,ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por el boquete que servía de chimenea, columpiaba estos extraños monigotes, que reflejaban en su grasienta superficie la luz roja del hogar. Parecía que los dos habitantes de la barraca se habían ahorcado de la techumbre.

El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto, maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba a gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.

Un día abordó a Toni con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera a los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida.

Debía casarse; así no estaban bien: en la casa faltaba una mujer. Y Toni acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler a un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.

Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Toni quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin, no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Toni; ¡y para las muchachas que había en el Palmar…!

El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera.

No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo, descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago.

Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.

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