Jacinto Octavio - El enemigo
Здесь есть возможность читать онлайн «Jacinto Octavio - El enemigo» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: foreign_antique, foreign_prose, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El enemigo
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El enemigo: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El enemigo»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El enemigo — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El enemigo», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.
– ¿Pero él tenía vocación?
Pepe, que hacía ya rato daba señales de impaciencia, no pudo aguantar más, y rompió diciendo entre burlón y enojado:
– ¡Vocación! ¡Vocación! ¿Quién sabe lo que es eso? Podrá sentirla el hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un secuestro ad mayorem Dei gloriam!
– Sí – respondió Millán – como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.
– Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fanático exageradísimo, y sin embargo, un hombre muy bueno. Él debió indudablemente encargarse de mi hermano por pagar a papá el favor aquel de la causa que ya te hemos contado; luego sus ideas, sus amistades con gente de iglesia, la influencia que sobre él ejercían sus amigotes, su horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros contra esa pillería, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un centro de enseñanza donde los realistas de la provincia no querían enviar a sus hijos, todo esto contribuyó al pecado. No hubo en él, al principio, maldad de intención: don Tadeo creyó hacer una acción meritoria, casi una obra de caridad. No se fijó en que robaba un hijo a sus padres; su propósito fue poner una voluntad al servicia de Dios.
– Vamos, una calamidad hecha hombre.
Doña Manuela callaba porque, aun disgustándole la forma en que su hijo se expresaba, comprendía que no le faltaba razón: Leocadia, acostumbrada a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello oído hasta la saciedad. Además, lo que absorbía su atención, por el momento, era andar lista para que Muían no la cogiese un pie entre los suyos debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amor del novio y favorecido por la clásica camilla, con su largo refajo de bayeta verde que caía hasta tocar en el suelo. Don José estuvo haciendo con la cabeza signos de asentimiento mientras habló Pepe.
– Tienes razón en todo, hijo mío; don Tadeo quiso hacer un bien y nos fastidió. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, sólo es de ella. Hay días en que me parece que no tengo tal hijo.
Doña Manuela, sin ser devota, pues el echar criaturas al mundo no la dejó tiempo para ello, profesaba cierto respeto inexplicable e inconsciente a las cosas y personas sagradas: sobre todo, desde que su hijo mayor se hizo cura, comenzó a tener una como sombra de veneración indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; así que, cuantas veces asistía a semejantes diálogos, pasaba un mal rato. Su falta de ilustración y su escaso sentimiento religioso, no podían prestarle armas para luchar; pero le dolía que siendo Tirso clérigo, y habiendo por el mundo tanta gente que les guarda consideración, su otro hijo les mirase con tan malos ojos.
– ¿Qué edad tiene ahora? – preguntó Millán.
– Echa la cuenta: de los tres hijos que nos quedan, es el mayor; nació el año de 38, tiene ahora treinta y cuatro; luego va éste (por Pepe), que tiene veinticuatro, y esa (por Leocadia), que cumplirá pronto diez y nueve.
– Si hubieran vivido los otros, serían siete, y a todos los he criado yo – añadió con cierto orgullo la madre – menos a Tirso. Ahora, por vez primera, vamos a vivir juntos.
– ¡Ojalá vivamos en paz! – dijo Pepe.
– ¡Ave-María Purísima! ¡Qué cosas tiene este hermanito que Dios me ha dado!
– Lo digo en serio, y no me importa que lo sepáis. Tengo miedo a la venida de Tirso; la deseo y la temo.
Don José callaba tristemente; aquello no le agradaba; pero desde que se supo la próxima llegada a Madrid de su hijo mayor, tenía el alma combatida por los mismos presentimientos que agitaban a Pepe, y escuchándole hablar, le parecía oírse a sí propio.
– Por nuestra parte – prosiguió Pepe – nadie ha de turbar esta armonía. Aquí, lo has visto desde que nos conoces, Millán, mis padres viven para ésta y para mí; nosotros para ellos. Estos muebles, que tienen más años que yo, no han oído nunca una disputa ni la menor falta de respeto. Leocadia y yo tratamos a los viejecitos con más mimo que chico a juguete nuevo. ¿Sabes por qué? Porque no nos hemos separado nunca, ni nos hemos acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo sea de los demás, ni ha callado ninguno una alegría, ni ha comido nadie un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar cuánta ropa tenía cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en mí por convicción, en mis padres y en ésta por bondad, lo han supeditado todo al cariño, atesorándolo día por día y hora por hora, sin mezcla de egoísmo, sin compartirlo con nadie… (A don José se le humedecían los ojos de gusto.) Y ahora vendrá Tirso, educado lejos de nosotros, hecho un hombre… y le recibiremos con los brazos abiertos. Por mi parte, estoy deseando que llegue: a más cuidados tocará papá cuantos más seamos en casa. Pero… ¡sabe Dios!
– No hay pero que valga; parece que se te queda algo dentro del cuerpo; pues es tan hermano tuyo como ésta, que yo misma os he parido a todos.
– No entiendes lo que he querido decir, mamá. Para nosotros todas las dichas de la tierra están dentro de estas paredes; podemos, o procuramos dárnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oirás hablar de distinto modo, y verás cómo hay en él alguna aspiración, alguna idea que sobrepuja al cariño que nos tenga.
– Vaya, ¡ya pareció aquello! las ideas de ahora; calla, hijo, calla.
– Al tiempo, madre, al tiempo.
Habían concluido de cenar. Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.
– Quitaremos la mesa – dijo doña Manuela, y comenzó por guardar para don José lo poco que quedara de la perada y del turrón.
– ¿Quiere Vd. que le acostemos entre ese y yo? – preguntó Millán al enfermo. – Van a dar las doce; en vilo le llevaremos a Vd. a la cama.
Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueron empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormía don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Un momento después, don José se despedía desde dentro diciendo a Millán, que había vuelto a salir al comedor:
– Si hay noticias, ven mañana, ¿eh? y tráeme algún periódico, que es la única distracción que tengo.
– Descuide Vd., no faltaré. Adiós, doña Manuela; que pasen ustedes buenas noches, y de hoy en un año. Adiós, Leo. ¿Quién hace el favor de bajar a abrirme?
La muchacha, que dormitaba en la cocina, acompañó a Millán. Cuando subió de abrirle la puerta de la calle, estaban los dos hermanos sentados en el comedor junto a doña Manuela.
– Esperemos a que papá se duerma – decía Leocadia – no sea que nos oiga.
Dejaron pasar un rato; Leocadia destrenzó mientras tanto el escaso pelo a su madre, recogiéndoselo con un par de horquillas, y luego hizo lo mismo con sus largos rizos castaños. Pepe encendió un pitillo y examinó la lámpara, como quien ha de utilizarla hasta tarde, para que luego no faltara petróleo.
– Mucho escribes, hermano.
– Yo, cuando quiero a alguien, no soy como tú, que apenas haces caso de Millán. Pues mira: sus intenciones no pueden ser más claras. Esta noche he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuando imaginabas que él venía; pero, en fin, allá tú. A mí me parece que no estás muy expresiva con él.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El enemigo»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El enemigo» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El enemigo» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.