Enrique de - Transfusion
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– ¿Por qué?
– Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.
– ¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.
– Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.
– Ya las he visto— dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.
La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:
– Venga para acá… venga el santo… el bueno…
– ¡Señora!– exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:
– Un abrazo… así… fuerte… ¡muy fuerte!– y rompió a llorar.
Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio…
– ¡Sólo usted… sólo usted es capaz de este sacrificio!
– Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.
– Y usted es para mí un hijo desde hoy.
– Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas— dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.
– ¡Dios lo oiga!
– ¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios… así!…– repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:
– ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós… «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!– dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco…
– ¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa…
– Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!– repuso Melchor con su jovialidad habitual.
Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.
– ¡Caramba, con tu despedida!
– La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!
– Al Once, ché— dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.
– Vamos a tener un viaje espléndido… sin tierra… fresco…– decía Melchor,– ¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!… y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?
– ¿Yo?… ¡nada! ¿qué quieres que diga?
– ¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.
– ¡Mi madre!…
– Sí, tu madre, ¿pues qué?
– Mi madre ha sido feliz toda su vida.
– ¿Y tú, no?… ¡Qué rico tipo!… Mira, así— y reunía en un haz las yemas de sus dedos,– así, ¿ves?… así hay consuelos para cada dolor.
– Es posible.
– No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.
– ¡Un juguete!…
– ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?– interrumpió Lorenzo.
– A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».
– ¿Y a la estancia?– insistió Lorenzo.
– Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.
– ¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!
– No; se hace una parada para almorzar y… sestear en la posta del «Paso»… ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?
– ¿El qué?…
– ¡El qué!… ¿Estás dormido?
– Estaba distraído.
– Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.
En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.
– Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?… el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.
– ¿Por qué?
– No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.
– Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?
– Ahí viene con D. Ricardo.
Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.
– ¿En qué andan?
– Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.
– Y yo también.
– No importa— replicó Ricardo;– yo no puedo pasarme sin los diarios.
– ¡Pero si los teníamos!
– Bueno, déjalo— dijo Melchor, en tono de broma,– cada loco con su tema… y ya no faltan más que cinco minutos… ¿cargaron todo?
– Todo, sí, señor— contestó Rufino.
– Ché, ¿y las boletas?
– Aquí están, niño.
– ¡Bueno, andando!– dijo Melchor.
El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.
– Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.
– ¿Y tú?
– Yo… ¡aquí!– dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.
– ¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?
– No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.
Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento…
– ¡Adiós, adiós, Rufino!– exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.
– ¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.
– ¡Sí, Rufino, adiós!… ¡Que escriban!
En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.
Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.
Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano— todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.
– ¡Ah!– pensaba Melchor, contemplando furtivamente a sus dos amigos.– ¿Qué dirán en casa de Lorenzo y en casa de Ricardo, cuando vuelva con ellos, como van a volver, curados de tristezas y de pavadas?…
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