Benito Pérez - La familia de León Roch

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Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «¡La bolsa o la vida!».

– Déjame en paz – dijo León apartando a su amigo y siguiendo adelante.

Pero Cimarra se pegó a su brazo y le retuvo, haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oír a Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo a su amigo:

– ¡Suerte deliciosa!… Estoy luciéndome en Iturburúa.

– Déjame, tahúr – replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacia presa su amigo. – No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero… ¿Se ha retirado del juego el marqués de Fúcar?

– Ahora va a su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país… ¡Infeliz España!… Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X… y yo… Es temprano, León, sube a tu cuarto y trae guita.

León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.

En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionada roncaba en un diván. La otra se disponía a salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.

Los dos amigos se quedaron solos.

– No juego – dijo León bruscamente.

Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto a la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos reflejos a la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.

– Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa – dijo lúgubremente León que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.

– ¿De qué? – preguntó Federico, mirándole con asombro. – A ti te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?

– No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo… Es una pena singular, un remordimiento… no, remordimiento no, porque en nada he faltado… una pena, un sentimiento… tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.

– Gracias. Si no soy digno de recibir, la confianza de un amigo…

– Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros dos. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevome a ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan a la vida oscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un ser infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su criterio errado, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres». Sus palabras no eran estas; pero su intención sí.

La agitación de su alma no permitía a León permanecer sentado por más tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro, formando en él como una negra nube de espeso, humo.

– ¿Y a qué viene eso? – preguntó Federico con hastío. – No hables tonterías y echemos un…

– Dígote esto porque estoy decidido a desertar… Me son insoportables los caracteres de esta zona social a donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres, el lenguaje… y las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí, me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.

– Enérgico estás – dijo Cimarra, tomando a risa el énfasis de su amigo. – A ti te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te vi tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va a casar y vive a ocho leguas de su novia… De repente, te encuentro en la alameda, alterado y trémulo, te oigo pronunciar palabras sin sentido, entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué… ¿Con quién has hablado?

El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.

– No te diré – indicó León, ya más sereno – sino que mi cansancio, va a concluir pronto. Yo labraré mi vida a mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.

– He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.

– Yo he formado mi plan – prosiguió León, sin atender a la observación del amigo, – y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme; he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota a gota los elementos de una combinación. Voy a mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo a los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.

Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.

– Me caso, y al elegir mi esposa… no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no; me enamoré como un bruto. Fue una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión, levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías… Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que voy a hacer, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay más, hay mucho más. Yo procuré dominarme, acerqueme con cautela, miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida a una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa… Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros… No me caso más que con mi mujer, y esta es buena; posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas y de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un ser de tales condiciones es el más a propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado?… Porque así podré hacerla a mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece, así?

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