Jose Maria - Nubes de estio
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– Corriente, y a otra cosa— replicó el llamado don Celedonio;– y ya que estoy en el uso de la palabra, tenga la bondad de decirnos el señor don Sancho quién va a pagar a los inquilinos de esas casas en proyecto el agua a caño libre que ha de haber en ellas, y de dónde ha de salir el dinero para reparaciones y demás.
– Voy a satisfacer la curiosidad de usted— respondió el interpelado,– porque aquí consta ese considerable pormenor, como todos los que atañen al proyecto; y a su tiempo los hubiera conocido la Sociedad, si las impaciencias de algunos no me hubieran obligado a cambiar de método en la exposición del plan entero. Esos dos importantes renglones a que usted se refiere, se cubrirán, con sobras, según el irrebatible cálculo que consta en la Memoria que quedará sobre la mesa, por medio de un impuesto sobre varios artículos de lujo, y de otro, personal, sobre el pasaje trasatlántico que toque en este puerto en toda clase de embarcaciones. (¡Ah! ¡Oh!)
– Bien estará todo eso cuando usted lo ha hecho y lo cree realizable— díjole el don Celedonio, probablemente con la mejor intención, porque no era hombre de segundas;– pero entiendo yo que va a ocurrir una grave dificultad el día en que esa nueva ciudad esté concluida, porque el Ayuntamiento haya dado los terrenos, el Gobierno el capital, y el impuesto sobre indianos y otros artículos de lujo se haya dejado cobrar como una seda; y esa dificultad es, entiendo yo, la de que al hacer el reparto de las casas, la mitad de la clase pudiente se va a declarar masa obrera. Yo, desde luego, pido una de esas casas, más baratas y mejores que la mía, que no es del todo maleja. (Risas y Protestas en todo el salón.)
– ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio!– clamó entonces el proyectista, con arrastres hondísimos de su voz amargurada;– ¡que un hombre como usted, tan formal como usted, de la brillante posición de usted, tome a broma de mal gusto un asunto tan serio, tan elevado, tan transcendental; un proyecto que me ha costado a mí tantas horas de cavilar, tantas noches sin dormir, sin otra esperanza de galardón que el bien de una clase menesterosa, en este pueblo que casi me vio nacer! ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! ¿Qué dejamos entonces para esa gentezuela de poco más o menos, que me tiene a mí por simple y se mofa de mi estilo? (¡Bravo! ¡Mucho! ¡Admirable! ¡Intrigantes! ¡Envidiosos!) Ya lo oís, y yo no lo he dicho. Ya lo oye el señor presidente; y cuando el río suena… («¡Eso, eso! ¡Por ahí duele! ¡Duro, duro!»– Consta en documentos que don Roque Brezales gritó en aquel incidente ruidoso como un desesperado.)
El presidente, a todo esto, sacudía la campanilla a más y mejor, y se esforzaba por meter en su cauce aquel manso río que se había desbordado súbitamente; pero no logró su objeto sino a duras penas. Cuando consiguió hacerse oír, dijo al inconsciente revoltoso de los tres proyectos, recogiendo su alusión directa y personal:
– Nada de lo que aquí se ha gritado por sus amigos de usted, señor Vargas, me hace cambiar de opinión sobre lo que dicho le tengo acerca de los envidiosos que le persiguen; y todo lo mantengo ahora, porque dos cañonazos, o tres, o ciento, no alcanzan más que uno solo.
– No entiendo el símil, mayormente,– respondió algo atarugado y un si es no es jadeante el aludido.
– No es— replicó el presidente muy fino,– de absoluta necesidad que usted lo entienda, con tal de que haya entendido lo restante.
– Eso sí.
– Pues con ello basta y sobra: quédese aquí el incidente, y vamos al asunto; pero por derecho, porque el tiempo corre que vuela, y no hay más luz en toda la casa que la que está consumiéndose aquí. (Risas.) Es la pura verdad, y la digo porque sería una mala vergüenza para nosotros tener que levantar la sesión, o continuarla con cerillas por habernos quedado a oscuras.
Para evitarlo y llegar cuanto antes al nombramiento de la comisión que debía estudiar el proyecto y dar su informe sobre él, el presidente hizo un resumen de los puntos que abarcaba. Sancho Vargas le dio por bien hecho.
– Pido la palabra,– dijo entonces airadamente un socio de los que, siendo en la calle unos infelices, concurren a todas las juntas generales con cara feroz, y no despliegan los labios sino para residenciar a todo el mundo.
Concediósela el presidente, y dijo, de medio lado, con ceño adusto y con voz fiera:
– Según resulta de lo que acaba de oírse, el Ayuntamiento ha de dar de balde la inmensidad de terreno que ocuparán las innumerables, cómodas y lujosas habitaciones que han de regalarse a los obreros; el Estado, la millonada enorme para construirlas, y un impuesto sobre ciertos artículos de lujo y el pasaje trasatlántico, para conservarlas, con su caño libre, sus terrazas y sus jardines de recreo. No me meto a averiguar ahora si esto es cosa de sainete, o un proyecto digno de que le tome en consideración una Sociedad tan formal como la nuestra; pero antes de que pase a la comisión que ha de poner esas dudas en claro, pregunto yo al señor don Sancho Vargas: ¿con qué contribuye él, con qué contribuímos nosotros a ese vasto y costosísimo proyecto en que todo está pagado ya? ¿Qué pone él, qué ponemos de nuestra parte, para mover con el ejemplo las naturales resistencias del Gobierno y del Municipio? No tengo más que preguntar.
Mirole Vargas con desdén olímpico, y le respondió altanero:
– Yo pongo, nosotros ponemos lo único que me toca y nos toca poner: la iniciativa… el prestigio, la gestión poderosa. ¿Le parece a usted poco?
– Muy poco— respondió el arisco fiscal.Con todo ello junto, si lo saca usted a la plaza por garantía, no levanta un empréstito de tres pesetas. (Aprobación y protestas, según los grupos.)
– Pues demos de barato— replicó Sancho Vargas encrespándose de veras,– que todo eso sea verdad, y los que ponen tachas a mi proyecto tengan siquiera un asomo de razón: yo pregunto, yo pregunto, señores, porque puedo y debo preguntarlo; yo pregunto, yo les pregunto ahora mismo: ¿por qué habéis ensalzado, hasta las nubes otros proyectos semejantes, y elevado a sus autores a la categoría de los grandes genios y a la excelsitud de los semidioses? Y estos semidioses y estos grandes genios, ¿qué más pusieron de lo suyo en sus obras que lo que pongo yo de lo mío en las mías? Nada yo; nada ellos. Total, igual. Y, sin embargo, ellos por las altas cumbres entre voladores y bengalas, y yo por el polvo de los suelos, rechiflado y con coroza. (Rumores, acá de adhesión, y acullá de protestas.) ¿Hay quien lo duda? Pues falta razón para ello. ¿Queréis que os cite nombres? ¿que os determine casos?… ¿que os recuerde fechas?… (¡Sí, sí… ¡No, no! ¡Fuera! ¡fuera!… ¡Bravo, bravo!… ¡Basta, basta! ¡A otra cosa! ¡Sí, sí! ¡No, no!)
Otro arrechucho, otra batalla, y nuevos y mayores esfuerzos del presidente para poner paz entre aquellas embravecidas falanges, capitaneada la más fogosa de ellas por el pacífico Brezales, que aquella noche estaba dispuesto a armar camorra con el lucero del alba.
– Se procede al nombramiento de la comisión— grita el presidente cuando su voz pudo oírse en aquella baraúnda,– y se recomienda la brevedad.
El señor don Roque Brezales, como ya se ha indicado, contaba en la Sociedad con muchos adeptos cuando se ventilaban puntos como los de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros .
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