Salvador Brau - Lo que dice la historia

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Si por ventura alguna vez se les consideraba débiles para mantener ese empeño leal, y los soldados extranjeros invadían las costas, como aconteciera en 1703 por Arecibo, surgían criollos como Antonio de los Reyes Correa, cuya bravura hubo de reconocer Felipe V.

Y si más tarde, en 1797 – recordando acaso la hazaña de 1762 en que la bandera inglesa sustituyó á la española arriada en las fortalezas cubanas del Morro y la Cabaña, – se presentaba ante los muros de Puerto Rico una escuadra británica de treinta buques, con seis mil hombres de desembarco, á la carencia de tropa de línea suplía la exaltación del paisanaje, atacando, machete en mano, sin vacilaciones, blancos y negros, propietarios y esclavos, las trincheras enemigas hasta lucir aquella alborada de un Dos de Mayo que iluminó la fuga de los sitiadores, lanzados sobre la isla de Trinidad, española como Puerto Rico, pero cuyos habitantes no supieron ó no quisieron, como los puertorriqueños, mantener inalterable en su territorio la bandera de España.

Eso arrojan los fastos históricos de esta isla en los siglos XVI, XVII y XVIII. ¿No le parecen suficientes esos datos al señor ministro para caracterizar la personalidad cívica del pueblo puertorriqueño? Pues dígnese aguardar otra epístola, porque lo mejor queda por decir, y no pretende fatigarle este humildísimo servidor, que las manos besa á vuecencia.

II

Excelentísimo señor:

En mi carta precedente hube de recordar á vuecencia la venida del general O'Reilly á Puerto Rico, en calidad de comisario regio, allá por los tiempos de don Carlos Tercero, y ahora añado que á ese mismo período corresponde otra comisión: la de escribir nuestra historia insular; empeño confiado por el conde de Floridablanca, al monje benedictino fray Iñigo Abbad.

Uno y otro comisionado llenaron á conciencia su tarea. O'Reilly probó que sabía ver, al cerrar su informe con esta advertencia: «La importancia de la situación de la isla de Puerto Rico, la bondad de su puerto, la fertilidad, ricos productos y población, las ventajas que debe producir á nuestro comercio, el irreparable daño que nos resultaría de poseerla los extranjeros, piden, me parece, la más seria y más pronta atención del Rey y de sus Ministros.» Fray Iñigo demostró que sabía sentir las necesidades públicas, al estampar en su análisis histórico estas líneas; «La autoridad y gobierno depositados en un militar padecen sus alteraciones, según la mayor instrucción y modo de pensar del que gobierna… Acostumbrados á mandar con ardor y á ser obedecidos sin réplica, se detienen poco en las formalidades establecidas para la administración de justicia, tan necesarias para conservar el derecho de las partes. Este sistema hace odiosos á algunos que no conocen que el interés del gobierno debe ser el bien del público y que jamás hará éste progreso en la industria ni en las artes mientras no tenga amor y confianza en el que gobierna.»

Como esos pareceres datan de 1775 á 1780, ya puede vuecencia convencerse de que el reconocimiento de las inconveniencias atribuídas á nuestro gobierno civil servido por funcionarios militares, á la vez que la recomendación de acudir con medidas económicas á desarrollar, en bien de los intereses políticos de la nación, las condiciones naturales y sociales de Puerto Rico, cuentan con oficial abolengo y más que secular longevidad.

Es verdad que ni la Corona ni sus ministros dieron señales de haberse identificado con la previsión de los informantes; pero cierto es también que los insulares no justificaron los fundamentos en que aquella previsión se cimentaba. El asedio británico, al corporizar el codicioso deseo extranjero presentido por el general irlandés, lejos de hallar debilitado el amor del pueblo puertorriqueño á su gobierno – como temía el sacerdote historiador, – selló con nuevo timbre sus tradiciones leales. Al desvío de la metrópoli respondió la colonia acendrando el sentimiento de la nacionalidad. A mayor desdén, adhesión más resuelta.

Ni el señor don Carlos Cuarto ni su privilegiado ministro don Manuel Godoy supieron apreciar esa conducta. Fué necesario que estallase el glorioso levantamiento de 1808, y que las regiones metropolitanas llamasen á sus hermanas de Ultramar á ejercitar, en familia, la Soberanía nacional que correspondía á todas, para que á las Cortes de Cádiz concurriese un hijo de Puerto Rico, don Ramón Power, trayendo de allí por la mano, á su tierra natal, á don Alejandro Ramírez, el fundador de esta Hacienda insular cuyas rentas cubren hoy, aproximadamente, un presupuesto de cuatro millones de pesos, consumidos en prestigio de España, sin gravar en un céntimo el Tesoro de la metrópoli.

La administración de Ramírez es fecunda. Abre los puertos al comercio internacional y mata el contrabando; por sus influencias se crea la Sociedad Económica de Amigos del País y con su pluma acude á la prensa periódica á vigorizarla; por sus solicitudes se favorece la inmigración de colonos extranjeros que acuden á aplicar sus capitales y conocimientos al fomento de la industria sacarina. El ingreso en la vida política nacional desarrolla progreso en la colonia, que responde á ese reconocimiento de sus derechos cívicos con una nueva y más espléndida explosión de patriotismo.

Porque no todas las regiones ultramarinas habían seguido la conducta de Puerto Rico. En las capitanías generales de Venezuela y Nueva Granada se había respondido al llamamiento fraternal de la metrópoli proclamando en 1811 la independencia territorial, al grito de ¡Viva la República! El Ecuador las sigue; Buenos Aires, Chile, México, Perú las imitan sucesivamente; todo el vastísimo imperio continental concluye por apartarse de la Soberanía española, como se apartaran en el siglo XVII las islas del mar caribe; y Puerto Rico presencia esa catástrofe nacional, manteniendo imperturbables sus tradiciones.

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