Manuel Fernández y González - El manco de Lepanto

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– No ya la medalla del Santo Oficio os daría yo, y tenedla, señora mía, – dijo todo amor y todo rendimiento el familiar, – sino el alma, aunque supiera que os la daba para que me la perdieseis.

– No por Dios, – dijo doña Guiomar, tomando la medalla que el familiar la daba y poniéndosela al cuello, – que no quiero yo que por mí seáis idólatra y os condenéis; tanto más, cuanto que yo no podría corresponderos, porque aborrezco el amor, principio y causa de todas las malas aventuras que a la mujer la avienen; y porque es ya tarde y el sueño me pesa en los ojos, y porque veo que la Santa Inquisición está ya, en vos, convencida de que yo aliento buena y vieja sangre católica, apostólica, romana, sin que haya en ella la más mínima partícula no limpia, ruégoos os vayáis, y si quisiereis volver a verme, lugar habrá en hora no tan incómoda y más conveniente para mi recato.

Levantose doña Guiomar como manifestando con la acción añadida a la palabra que el familiar sería muy discreto si se iba cuanto antes, y el pobre hombre, mirando con ansia y todo aturdido a doña Guiomar, besola las manos y fuese, llegando hasta la puerta de espaldas, por no volverlas a doña Guiomar, no se sabe si por verla algún tiempo más, o por respeto. Inclinose con gran acatamiento cuando hubo llegado a la mampara, y luego esta se abrió y se cerró, desapareciendo el familiar, con lo cual doña Guiomar se volvió presurosa, y sin miedo a los duendes, por la milagrosa medalla que llevaba al cuello, a su retrete, donde, como se ha dicho, y en un cuarto que a él daba, había dejado encerrado al su desconocido amante, que la tenía tan sin vida.

IV

En que se sabe quién era el incógnito amante de doña Guiomar

Trémula la mano, alborotado el corazón, encendido el bello semblante y turbados los divinos ojos, doña Guiomar abrió la puerta del cuarto, y dijo con la voz tan turbada que apenas si se la oía:

– ¡Eh, caballero, salid si os place, yo os lo ruego!

A cuyas palabras sólo respondió el silencio, como si nadie hubiera habido en el cuarto, que ya se ha dicho estaba oscuro como boca de lobo.

Vínosela otra vez a las mientes a la bella viuda, que aquel en quien había creído ver a la dichosa persona que la enamoraba, no había sido un hombre, sino un duende, que había tomado aquella apariencia para burlarla y atormentarla, y que, a causa de llevar ella la milagrosa medalla del Santo Oficio, el duende había huido; pero oyó a punto uno como resuello recio de persona que duerme, que allá de lo hondo del oscuro cuarto salía, cosa que doña Guiomar sintió más que si en efecto su enamorado se hubiese tornado en humo y desaparecido; porque quien de tal y tan sosegada y profunda manera se había dormido, cuando ella le había dicho que la esperase, no debía ser muy extremado en amar; que ella sabía muy bien, y a causa de él mismo, que el amor desvela, y tanto más cuanto se está más cerca del objeto amado, y en términos de duda y esperanza.

Llamó al dormido, ya con más fuerza y aun con enojo, la hermosa indiana, y a poco se oyó un bostezo, luego pasos, y al fin apareció el incógnito, con los ojos cargados aún de sueño y con todas las muestras de que en lo mejor de él se le había interrumpido; y como doña Guiomar cuando le sintió que se acercaba se hubiese ido a un canapé o escaño que allí había, y se hubiese sentado, él tomó una silla baja que encontró al paso, y fue a sentarse junto a doña Guiomar, tocando su falda, y de tal manera que no parecía sino que hacía un siglo eran amantes, y con un desenfado tal, que aunque sin dar en la descortesía, parecía mostrar la confianza que él tenía en ser amado, si es que ya no lo era, y con toda el alma; mirábala él con codicia, aunque sin irreverencia, y ella le contemplaba asombrada por lo que en él veía, que harto claro se mostraba en sus ojos; y ni el uno ni el otro decían una palabra, y ella se turbaba más y más, y más y más se la encendía el enojado tal vez, y tal vez amoroso semblante, y él lo conocía y tal lo mostraba, que más y más ruborosa se mostraba ella, y más y más confusa.

Díjole ella, en fin, que era muy extraña cosa que un hombre que, como él, de tal manera se había entrado en su casa amparándose de la justicia, y que decía que por ella se había puesto en tal trabajo, y que la había dado música, y tan amorosos y encendidos versos la había cantado, viniese a dormirse como si ningún cuidado le inquietase y como hubiera podido dormirse en su casa: a lo que él respondió mirándola amorosísimamente, que tantas noches había pasado en vela atormentado por sus amores, y tan desesperado y triste, que no había que admirarse de que, cuando al fin lucía para su amor el sol de la esperanza, descansado hubiese en alguna manera de su trabajo.

– ¿Y quién os ha dicho, – exclamó ella, – que yo os amo, ni en amaros piense, ni para vos me haya criado, ni al cabo la dureza mía para el amor, por vos se haya deshecho?

– Dícenmelo, – respondió él, – vuestros divinos ojos, que en vano de mí se apartan para no verme, porque con más afición y más encendidos rayos de amor, ¿qué digo? de gloria, a mirarme tornan; dícemelo vuestro hermoso seno, que los amantes latidos de vuestro corazón mueven; dícemelo vuestra voz enamorada, que en vano pretende remedar al enojo; dícemelo, en fin, mi deseo, señora mía, porque si vos no me amaráis, tormento insoportable sería para mí la desesperada memoria de vuestra adorada imagen, muerte mi vida, infierno mi esperanza.

– Paso, paso, señor mío, – exclamó la enamorada indiana, queriendo en vano que no saliese a su boca en una sonrisa de contento su alma, y a sus ojos en un volcán; – que si seguís así, creeré que mentís, que no puede llegarse a un tal rendimiento de amor tan de súbito y por una mujer apenas vista, y por la primera vez de amores requerida; y luego, que yo tengo para mi, aunque puede ser que me engañe, porque yo de amores no entiendo, ni he querido entender nunca, que el amor para ser sublimado ha menester de todo punto ser correspondido.

– Mucho pudiera yo decir sobre esto, – repuso él; – pero aquéjame haceros una pregunta sobre lo que acabáis de decir, de que no entendéis de amores, ni entender de ellos habéis querido nunca.

– ¿Pues no decíais vos en vuestro soneto, – repuso ella, – que vuestra alma había sido hasta ahora hielo para el amor? ¿por qué, pues, os maravilla que hielo haya sido hasta ahora, y que aún lo sea para el fuego amoroso, el corazón mío?

– Casada fuisteis, señora, – dijo con tristeza el galán, – y para amargura mía, que las venturas concedidas a otro, aunque pasadas y lícitas, y aun santificadas por el matrimonio, dardos son de celos y ponzoña de despecho, para el que bien ama y ser quisiera el único en el amor de la que adora.

– En hondos discursos os metéis, y no sé qué os diga, ni qué deje de deciros, – contestó doña Guiomar, bajando los ojos y poniéndose muy más colorada que otras veces; – y tanto más, cuanto que no sé a quién hablo.

– De buenos y honrados padres vengo, señora, – respondió él; – hidalgo soy; Alcalá es mi patria; cursé en las aulas de su famosa universidad; tirome la afición a las armas, y muy más el amor a las letras; soldado soy, y a poeta aspiro por mi desgracia, porque la poesía es sueño que devora el alma y la finge lo que no existe, y en los espacios imaginarios la pierde: Miguel de Cervantes Saavedra me llamo, y vuestro esclavo soy.

– ¿Miguel de Cervantes Saavedra sois vos? – exclamó con encarecimiento doña Guiomar; – pues por ahí andan en unos papeles impresos los versos que se recitan en casa de Arquijo por todos los buenos ingenios de Sevilla, y entre ellos hay los, y no de los peores, que según el papel, han sido compuestos por vos.

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