Eugène Fromentin - Fiebre de amor (Dominique)
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Era un magnífico macho de perdiz, de color vivo, rojos y duros como el coral el pico y las patas, armado de espolones como un gallo, casi tan ancha la pechuga como la de un pollo cebado.
– Caballero – me dijo el señor Domingo adelantando en dirección a nosotros, – excuse el haber tirado sobre la muestra de su perro. Pero me creí obligado a sustituirle a usted para no perder una hermosa pieza, rara en este terreno. Le pertenece por derecho. No me permito, pues, ofrecérsela: se la devuelvo.
Añadió algunas frases más para obligarme y acepté el obsequio del señor Domingo como deuda de galantería dispuesto a pagarla.
Era hombre en apariencia joven todavía, aunque había ya cumplido los cuarenta años; bastante alto; la tez morena, la fisonomía agradable, palabra grave y andar lento, con cierta dejadez, y en todo su aspecto cierta severidad elegante. Vestía blusa y llevaba polainas al estilo de los campesinos cazadores. Su rica escopeta, tan sólo, revelaba al hombre acomodado. Los dos perros llevaban anchos collares y en ellos cada uno una chapa de plata con un monograma. Estrechó cortésmente la mano del doctor y se separó de nosotros casi en seguida para ir, nos dijo, a reunirse con sus vendimiadores que aquella tarde misma terminaban la faena de recolección.
Eran los primeros días de octubre. La vendimia tocaba a su término; nada quedaba ya en el campo – vuelto en parte a su silencio – más que dos o tres grupos de vendimiadores – que en el país llaman brigadas , – y un mástil con una bandera de fiesta, plantado en la viña misma en que se recogían los últimos racimos, anunciaba, en efecto, que la brigada del señor Domingo se aprestaba alegremente a comer el ganso , es decir, a llevar a cabo la comida de clausura y de adiós, en la cual, para celebrar el fin de las faenas, es costumbre tradicional que entre otros manjares figure en primer término el ganso asado .
Caía la tarde. Sólo algunos minutos faltaban para que el sol alcanzase la línea del horizonte; lanzaba sus resplandores, trazando líneas dilatadas de luz y sombra, sobre la llanura tristemente salpicada por las viñas y las marismas, sin árboles, apenas ondulada, abriéndose de distancia en distancia por una lejanía sobre el mar. Uno o dos pueblos blanquecinos, con sus iglesias de azotea y sus campanarios sajones se destacaban sobre leves prominencias del terreno y algunas granjas, pequeñas, aisladas, rodeadas de raquíticos bosquecillos y enormes almiares de heno animaban apenas aquel monótono paisaje cuya indigencia pintoresca habría parecido completa sin la singular belleza que le prestaban el clima, la hora y la estación. Solamente a la parte opuesta de Villanueva y en un repliegue del llano había algunos árboles más numerosos formando a la manera de pequeño parque en derredor de una vivienda de cierta apariencia. Era una construcción de estilo flamenco, alta, estrecha, salpicada de raras ventanas irregulares y flanqueada de torrecillas con aguda techumbre de pizarras. En torno de aquella casa estaban agrupadas otras construcciones más modernas, casa de labor y locales diversos de explotación agrícola, todo muy modesto. Una tenue nube de azulada neblina que se remontaba entre las copas de los árboles indicaba que había excepcionalmente en aquel bajo fondo del llano algo semejante a una corriente de agua; una larga avenida, especie de prado pantanoso rodeado de sauces se extendía desde la casa hasta la orilla del mar.
– Esa vivienda – me dijo el doctor señalando aquel islote de verdura en medio de la árida desnudez de los viñedos – es el castillo de Trembles, domicilio del señor Domingo.
Entretanto el señor Domingo iba a reunirse con sus vendimiadores y se alejaba lentamente, la escopeta descargada, seguido de los perros cansados; mas apenas hubo dado algunos pasos en el sendero que conducía a sus viñas fuimos testigos de un encuentro que me encantó.
Dos niños cuyas voces llegaban hasta nosotros y una mujer joven de la cual sólo veíamos el vestido de tela ligera y una manteleta roja se adelantaban hacia el cazador. Los niños le hacían graciosas señas reveladoras de su alegría, corriendo lo más veloces que sus piernecitas permitían: la madre avanzaba más despacio y con una mano agitaba una punta de su manteleta color de púrpura. Vimos al señor Domingo tomar en sus brazos sucesivamente a los dos niños. Aquel grupo animado de brillantes colores permaneció parado un momento en el verde sendero, destacándose en medio de la tranquila campiña iluminado por el fuego de la tarde, como envuelto de toda la placidez del día que acababa. Después, toda la familia emprendió el camino de Trembles y los póstumos rayos del sol poniente acompañaron hasta su hogar al feliz matrimonio.
Me explicó el doctor que el señor Domingo de Bray – a quien todos llamaban el señor Domingo a secas en virtud de una costumbre amistosa adoptada por las familiaridades del país – era un caballero, alcalde de la comuna, más bien que por su influencia personal – pues no la ejercía ya desde algunos años, – por la antigua estima que estaba vinculada a su nombre: que era decidido protector de los desgraciados, muy querido y muy bien mirado de todo el mundo, aunque no tenía más semejanzas con sus administrados que la blusa, cuando la vestía.
– Es un hombre amable – añadió el doctor; – un poco huraño, excelente, sencillo y discreto, pródigo en servicios y muy parco en palabras. Todo lo que puedo decirle a usted es que conozco tantas personas obligadas a él como habitantes hay en la comuna.
La noche que siguió a aquel día de campo fue tan hermosa y tan espléndidamente límpida que no parecía si no que aún estábamos en pleno verano. La recuerdo especialmente porque conservo de ella ciertas impresiones de esas que se fijan en todos los puntos sensibles de la memoria no obstante carecer de gravedad los hechos que las motivan. Había luna, una luna deslumbrante y el gredoso camino de Villanueva y las casas blancas estaban alumbrados como si fuera pleno mediodía, con reflejos más dulces pero con igual precisión. La gran calle recta que cruza el pueblo estaba desierta. Al pasar por delante de las puertas apenas se oía el rumor de las conversaciones de los vecinos que cenaban en familia detrás de las ventanas ya cerradas. De distancia en distancia, en donde los habitantes no dormían, ya un estrecho rayo de luz se filtraba por las cerraduras o salía por las gateras y titilaba como una raya roja a través de la fría blancura de la noche. Sólo estaban abiertos los lagares para ventilarlos, y de un extremo al otro del pueblo el olor a uva pisada, la cálida exhalación del vino que fermenta se mezclaban al tufo de los establos y de los gallineros. En el campo ya no se percibía ruido alguno, aparte el grito de los gallos que despertaban del primer sueño y cantaban anunciando que la noche sería húmeda. Los zorzales – aves de paso que emigraban del norte al sur, – atravesaban el aire por encima del pueblo y se llamaban constantemente como viajeros nocturnos. Entre ocho y nueve una especie de rumor alegre vibró en el fondo de la llanura haciendo ladrar a un tiempo a todos los perros de las granjas vecinas: era el son agrio y cadencioso de la cornamusa tocando una contradanza.
– Se baila en casa del señor Domingo – me dijo el doctor. – Buena ocasión para hacerle una visita, si a usted le parece, puesto que le debe usted agradecimiento. Cuando se baila al son del biniou * 1 Especie de cornamusa
en casa de un propietario que hace la vendimia, ha de saber usted que la fiesta tiene casi carácter público.
Tomamos el camino de Trembles a través de los viñedos, dulcemente emocionados por la influencia de aquella noche magnífica. El doctor, que sentía a su manera aquella emoción, se puso a mirar las raras estrellas que el vivo resplandor de la luna no alcanzaba a eclipsar y se perdió en disquisiciones astronómicas, los únicos ensueños que un tal espíritu podía permitirse.
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