Sus negros ojos
lucientes lanzan
fulgores lúgubres,
siniestras ráfagas,
cual si en su seno,
con furia insana,
se revolviese
tormenta brava.
Hay negros dias
de horas menguadas
en que anochece
por la mañana.
Consigo traen
nubes de lágrimas
y el duro cierzo
que hiela el alma.
¡Desheredado
desde la infancia!
Los años vienen,
corren, avanzan;
el niño es hombre,
la madre anciana,
y el raudal ciego
de la desgracia
siempre les dice
con voz aciaga:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
Hondos suspiros
Ataide exhala,
que un imposible
su sér abrasa,
y al dueño hermoso
que así le encanta
decir no puede
sus tristes ánsias;
que ella es orgullo,
prodigio y gala
de la hermosura,
la vírgen lánguida,
la de las ricas
trenzas doradas,
ojos de fuego,
frente de nácar,
la dulce niña,
la altiva dama,
Leila la Horra,
Leila la Hijara.
¡Él tan humilde,
y ella tan alta!
¿Su amor en donde
potentes alas
hallar pudiera
para alcanzarla?
Y el pobre mozo
por sus entrañas
siente que corre
hiel que le mata,
algo que horrible
su sér desgarra;
y en el gemido
de su garganta
decir parece
con voz ahogada:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
La vió en las fiestas
de Bib-Arrambla,
resplandeciente
como una hada;
hada sombría
doliente y pálida.
¿Por qué tan rica,
tan codiciada,
de la hermosura
gentil sultana,
así insensible
y así postrada?
¿Por qué en el Coso,
quebrando cañas,
lidiando toros,
rompiendo lanzas,
cien caballeros
de gran prosapia,
que prez y orgullo
son de Granada,
deslumbradores
de ricas galas,
lucientes joyas,
bruñidas armas,
sobre fogosos
potros del Atlas,
que el Coso barren
con sus gualdrapas,
en las cuadrillas
giran, se travan,
como un torrente
de fuego pasan
junto al estrado
de la acuitada,
y sus preseas
ante sus plantas
ansiosos ponen,
sin que una vaga,
leve sonrisa
conmueva plácida
su hermosa boca,
ni en dulce llama
sus negros ojos
lucientes ardan?
¿Por qué tal pena,
desdicha tanta?
Y cual si el sueño
que á Ataide embarga
fuese un conjuro
que la evocára,
en los fulgores
raudos de plata
que á la corriente
la luna arranca,
Leila aparece
trasfigurada,
los negros ojos
ardiendo en llamas,
voraz sonrisa
mostrando avara,
suelta la luenga
crencha dorada,
que en su aureola
radiante baña
las maravillas
de su garganta,
sus curvos hombros,
su seno que alza
aliento inmenso
que gime y canta
y en poderoso
volcan estalla.
Leila le absorbe,
Leila le abarca
en el encanto
de su mirada,
Leila le expresa
cuantas fragancias,
cuantas ternuras
enamoradas,
las almas sienten
que se embriagan
en el misterio
que amor se llama.
Dura un momento
la vision mágica,
la onda en que flota
léjos la arrastra,
y Ataide dice
con voz que espanta:
– ¡Hay vida triste!
¡Corriente amarga!
Ya el crepúsculo en la noche
lentamente se va hundiendo;
con más esplendor la luna
brilla en el límpido cielo,
y en la inmensidad perdidos
resplandecen los luceros.
Es ya tarde: cuidadosa,
sin duda en ferviente rezo,
la infeliz Ayela aguarda
al hijo que es su consuelo,
su solo amor en el mundo,
su solo dolor acerbo.
De la piedra se alza Ataide
conmovido y macilento,
y sobre su res se inclina,
cuando un cavernoso estruendo,
atronador, formidable,
indescriptible, siniestro,
voz pavorosa de muerte,
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